Desde poco antes del mundial ’78, iba a la cancha con mi papá, mi abuelo y mis primos a ver a un club que, por entonces, no le ganaba a nadie.
Muy a pesar de su constante mediocridad, que gracias a Dios duró hasta junio de 1993, nunca claudicamos en seguir sus actuaciones en forma incondicional; comportamiento solo justificado en la pasión que solo un deporte como el fútbol puede generar.
En resumen, pase muchos domingos de mi vida rodeado de personas a las que conozco sin realmente saber quienes son. Que lloraron junto con nosotros en las tantas finales perdidas de mi infancia; y que nos abrazaron y se emocionaron como chicos cuando nos tocó festejar de los noventa hasta hoy.
Expuestas estas afirmaciones algo sentimentales, lo que sigue a continuación no es una experiencia personal; pero, por como ocurrió, donde, y por los personajes involucrados, bien podría haber sido parte de mis memorias de haber vivido en Buenos Aires todo este tiempo.
Hace solo dos domingos Vélez jugaba, en su casa y por la punta del campeonato, contra el Racing Club de Avellaneda.
El partido no le había resultado fácil y caía, dos por cero, al término de los primeros 45 minutos.
A fuerza de voluntad y buen juego pudo descontar rápidamente en el inicio del complemento; pero el empate no llegó sino hasta pocos minutos antes del final.
El segundo gol desató una euforia general; no solo por el empate y la revancha frente a un rival que siempre le resulta árido, sino por la consolidación en la punta del campeonato. Todos, sin distinción, empezaron a abrazarse: con el gordo de abajo, con el de la fila de arriba, con la señora de los ruleros de al lado.
Mi viejo miró atrás y vio, enloquecido, a un personaje conocido al que usualmente ni siquiera saludamos (para mi no tiene todos los fósforos en la caja). El tipo estaba eufórico y gritaba como si hubiésemos ganado el campeonato del mundo. Llevaba su eterno gorrito de “Campeón 93” raído y sucio; y a pesar que su aspecto no era el mejor, resultaba difícil negarle el abrazo general.
En un esfuerzo sobrenatural, mi viejo, que no sabia de donde agarrarlo por la mugre, atinó a tocarle la cabeza con su mano abierta moviéndola de un lado al otro. El tipo, cambiando alegría por dolor, cayó desmayado, como muerto, casi como si hubiese sido tocado por un manosanta fetichista.
La gente se arremolinó rápidamente. Algunos le palmeaban la cara para despertarlo, otros llamaban a una ambulancia con sus celulares. Muy asustados; todos pensaban que su corazón no había resistido tanta emoción. (*)
Un gordo, que al parecer conocía bien al del gorrito, llegó raudo; y corriendo a todo el mundo a un costado lo miró a mi viejo y le dijo: “No te calentés pelado; lo que pasa que ayer volcó con la camioneta, se abrió la cabeza, y le dieron 20 puntos”."¡Es tan fanático que no se quería quedar en la casa y lo tuvimos que traer!"
El desmayado, que ya se estaba incorporando, se sacó su gorro y, mostrando su herida a todos los presentes, lo abrazo a mi viejo como si nada hubiese pasado.
Nota del autor: (*) Mis primos, que seguían gritando como energúmenos en el empate, no se enteraron de nada hasta el final del partido
Expuestas estas afirmaciones algo sentimentales, lo que sigue a continuación no es una experiencia personal; pero, por como ocurrió, donde, y por los personajes involucrados, bien podría haber sido parte de mis memorias de haber vivido en Buenos Aires todo este tiempo.
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Hace solo dos domingos Vélez jugaba, en su casa y por la punta del campeonato, contra el Racing Club de Avellaneda.
El partido no le había resultado fácil y caía, dos por cero, al término de los primeros 45 minutos.
A fuerza de voluntad y buen juego pudo descontar rápidamente en el inicio del complemento; pero el empate no llegó sino hasta pocos minutos antes del final.
El segundo gol desató una euforia general; no solo por el empate y la revancha frente a un rival que siempre le resulta árido, sino por la consolidación en la punta del campeonato. Todos, sin distinción, empezaron a abrazarse: con el gordo de abajo, con el de la fila de arriba, con la señora de los ruleros de al lado.
Mi viejo miró atrás y vio, enloquecido, a un personaje conocido al que usualmente ni siquiera saludamos (para mi no tiene todos los fósforos en la caja). El tipo estaba eufórico y gritaba como si hubiésemos ganado el campeonato del mundo. Llevaba su eterno gorrito de “Campeón 93” raído y sucio; y a pesar que su aspecto no era el mejor, resultaba difícil negarle el abrazo general.
En un esfuerzo sobrenatural, mi viejo, que no sabia de donde agarrarlo por la mugre, atinó a tocarle la cabeza con su mano abierta moviéndola de un lado al otro. El tipo, cambiando alegría por dolor, cayó desmayado, como muerto, casi como si hubiese sido tocado por un manosanta fetichista.
La gente se arremolinó rápidamente. Algunos le palmeaban la cara para despertarlo, otros llamaban a una ambulancia con sus celulares. Muy asustados; todos pensaban que su corazón no había resistido tanta emoción. (*)
Un gordo, que al parecer conocía bien al del gorrito, llegó raudo; y corriendo a todo el mundo a un costado lo miró a mi viejo y le dijo: “No te calentés pelado; lo que pasa que ayer volcó con la camioneta, se abrió la cabeza, y le dieron 20 puntos”."¡Es tan fanático que no se quería quedar en la casa y lo tuvimos que traer!"
El desmayado, que ya se estaba incorporando, se sacó su gorro y, mostrando su herida a todos los presentes, lo abrazo a mi viejo como si nada hubiese pasado.
Nota del autor: (*) Mis primos, que seguían gritando como energúmenos en el empate, no se enteraron de nada hasta el final del partido