Escribo este post metido en un bondi atiborrado de gente que nos lleva de vuelta al hotel donde nos hospedamos. Toda mi familia quedo sentada bastante mas adelante mientras yo, sin siquiera mirar atrás, quede atrapado, solo, amparado en la falsa creencia popular que dice que en el fondo siempre hay mas lugar.
Hay voces en mil idiomas, charlas y hasta risas genuinas pero, mas allá de la cantidad de gente, los decibeles se mantienen controlados en un fenómeno incompresible para nosotros latinos. En claro contraste, la argentinidad de mis hijos, que evidentemente debe vivir pasivamente en algún lado de sus cuerpos, se escucha clara por encima de las cincuenta almas que saturan la viciada capacidad.
Al lado mío, bien pegada a mi hombro izquierdo, una nena rubia pispea la pantalla del teléfono donde escribo sencillamente porque no tiene otra cosa que hacer.
Del otro lado dos gordas, de 15 ó 16, me golpean la cabeza rítmicamente con un globo rojo y ni se enteran. Se divierten charlando, a risotada limpia, en un slang incomprensible igualito al de mi hija mayor.
La oscuridad típica y privada de los fríos colectivos americanos contrasta frente a tanto celular que textea o entretiene. Sus pantallas iluminan nuestras caras en un espectáculo tan espectral como curioso. Su inagotable web nos mantienen despiertos luego de 12 horas de colas, caminata y sol infernal.
Esto de venir a Disney es genial. A mi me encanta, confieso; pero en algún momento tendré que escarmentar. Gasto mas plata que en Francia; me levanto mas temprano que para ir a trabajar y siempre parece que llego tarde a algún lado. Hago cola para comer mal, viajo apretado, y en colectivo, de ida y de vuelta y, encima, camino tanto que parece que le hice una promesa a la Virgen de Guadalupe.
Como si todo esto fuera poco, chango todo el día con decenas de bolsas llenas de porquerías sencillamente porque nadie de los míos entiende que el mismo Mickey que comprás en Tomorrowland, en Adventureland o en el castillo de Cenicienta se vende, también, en el negocio de la salida y en el shop del hotel donde nos quedamos.
Levanto la cabeza porque las luces del colectivo se encienden anunciando una parada. Un padre carga a un chico en un hombro, empuja a otro medio dormido con un gorro de Goofy y los cinco - la madre es tan gorda que parecen dos - bajan del colectivo en un ritual lento y educado que dura mas de 15 enfermantes minutos. Todo se oscurece nuevamente y la voz en off anuncia la próxima parada que, obviamente, sigue sin ser la nuestra.
No cenamos todavía porque queríamos comer tranquilos - y bien - en el hotel. Pero fuera de Miami las 11 de la noche son las 5.30 de la mañana de Las Cañitas; así que temo tendré que conformarme con una pizza de queso del room service (no es de muzzarela) y dos órdenes de Chicken Tenders.
Un nene llora, pero por suerte no es el mío. Otra chiquita cerca, que debe ser mejicana, dice que tiene hambre, que quiere tacos. Pobre, seguro se va ir a dormir sin comer.
Se vuelven a encender las luces y esta vez por fin nos toca bajar.
- Que tenga buenas noches, me dice el chofer con gesto cándido y sentimiento genuino.
- Igualmente, le contesto mecánicamente pensando en la noche que ya se viene.
Me espera compartir una pizza de queso (no es de muzzarela) con una salsa fea que pica. El café de filtro y la ginger-ale del frigo bar, en ausencia del agua y las Cocas que ya me arrebataron mis hijos. Comparto, además, una cama que no es king como anunciaba el brochure, un baño chiquito y sin bidet y tres días mas de maravillosos y mágicos parques; compras necesarias y la mas exquisita comida gourmet.
domingo, 27 de marzo de 2011
Con tecnología de Blogger.