Llegamos a Miami una mañana fría de febrero casi tan aterrados como el primer día de colegio. Habíamos dejado una casa grande, muchos amigos y dos familias llorando a mares para empezar una aventura incierta en otra tierra. Traíamos a cuestas preguntas, reproches, y otros tantos cuestionamientos de padres, hermanos, familiares y conocidos. Nada fuera de lo común; solo la dinámica usual de la típica familia latina donde todos, poco mas poco menos, hablan, opinan y siempre saben de todo.
Sería injusto decir que arriesgábamos todo; a la corta o la larga mucho estaba resuelto de antemano. Desde el materialismo impuesto por el vil metal, contábamos con casa, auto y buen trabajo. Pero dejando de lado los beneficios económicos, esos que no garantizan la felicidad pero que mucho resuelven, estábamos solos y a los gritos con una bolsa llena de preguntas.
La paradoja de conocer mucho una ciudad sin conocer a nadie. La experiencia acotada a la visión del turista. La torturante interacción social ceñida al saludo de compromiso, cuando el ascensor ya queda chico y no queda mas remedio que decir “hello”.
Por suerte ya pasaron muchos años desde ese febrero y el Miami de entonces ya nos parece otro. No hay familia; pero nuestros amigos compensan por ellos. Buenos amigos. Gente que, como nosotros, tuvo que hacer su camino en esta ciudad donde nadie parece haber nacido.
De Miami son los bebés, los chicos chiquitos; pero parece no haber nativos de mas de 18. La mitad de la población es cubana; y los pocos americanos que tenemos vienen de otros estados. Lo que queda, el resto, lo arman ejecutivos expatriados que dicen ser mas de lo que son, gerentes de marketing berretas y con ínfulas, millonarios extranjeros atemorizados, un puñado de artistas top, muchos deportistas retirados y alguno que otro político de pasado oscuro que, con el tiempo, quedo reivindicado.
Que ninguno sea de aquí, a la larga, es una ventaja. A priori nadie conoce a nadie. Y a todos, salvo algún Neanderthal de esos que nunca faltan, les asiste la necesidad de relacionarse socialmente. Fiestas de cumpleaños, cenas, copas, sábados de deporte, bautismos, comuniones y la vida escolar de nuestros hijos, que aburre mucho pero a la larga suma, terminan generando un verdadero círculo social. Amplio y a la vez extraño. De pueblo chico e infierno grande, pero sin duda mucho mas divertido y diverso que el de cualquier ciudad normal.
Muchos podemos afirmar que, con el tiempo, nos hemos recibido de inmigrantes. Experimentamos la extraña sensación de llegar a casa en un país distinto al nuestro. Nuestros hijos nacieron aquí; nuestro trabajo no tiene otro destino. Esta ciudad es, en definitiva, nuestro lugar.
Pero cuando uno piensa que todo está resuelto, alguien, en algún lado y de repente, dice que es momento de volver. Por una decisión corporativa, por la bendita crisis europea o porque el visado ya no se renueva. Por cualquier razón, muchos de nuestros amigos emprenderán el largo camino de vuelta este próximo verano.
Se van para no volver. Regresan a un lugar que, de tan conocido, ya es distinto. A la misma ciudad de siempre. La que alguna vez sintieron propia pero que ya no les pertenece.
Y acá quedamos los otros. Mas acompañados que al principio, pero masticando una soledad rara, nueva, distinta. La experiencia nos dice que el tiempo volverá a agrandar el círculo y que las amistades que aquí se forjaron, seguramente, podrán perdurarar en el tiempo mas allá de la distancia.
Pero nos quedamos tristes mas allá de las fiestas de despedida que ya se programan. Y nos invade un poco el frío de ese febrero de 2002.
A los que se van la extraña sensación de dejar su casa de siempre, su gente, el trabajo que vinieron a forjar. En definitiva, la íntima convicción de saber que alguien, de un día para el otro y de repente, les acaba de arrancar la vida de un solo tirón.
martes, 12 de abril de 2011
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