Era un vecindario bastante nuevo y, como todas las familias aún eran muy jóvenes, no había muchos chicos con quien jugar.
Mi amigo “El Negro Sergio” y yo éramos un duo inseparable. El Negro vivía enfrente, en una casa blanca, de dos pisos, que compartía con sus abuelos. Con prácticamente la misma edad, pasábamos el día en la calle y siempre encontrábamos algo para hacer.
Como jugaba al fútbol bastante bien, vivíamos metidos en un campeonato continuo con los pibes de los alrededores. Había un par de primos que vivían a la vuelta y otros dos hermanos pelirrojos que tenían una casa en la otra cuadra. No eran mala gente. Siempre se interesaban en jugar con nosotros y al parecer les caíamos bien, pero por alguna razón que todavía hoy desconozco siempre terminábamos a las trompadas.
“El Negro” era el motor aventurero de la relación; ideólogo y planificador de maldades inimaginables para la mente infantil común.
Se peleaba con todos. Desde la Gorda Leonor, que no se metía con nadie, hasta la vieja Chola de los gatos que daba miedo de solo mirarla.
Manchábamos a pelotazos cuanto portón hubiese y, de vez en cuando, abollábamos algún auto estacionado para no perder la costumbre.
Nos echaban de todos los cumpleaños de la cuadra. Como vivíamos ahí, no tenían mas remedio que invitarnos, pero El Negro siempre le pegaba a un perro, tiraba algo o le descubría los trucos al mago que animaba la fiesta, entonces no quedaba otra que irse.
Nuestra peor perfomance siempre era en lo de las Hakim. Tres hermanas, bastante lindas que tenían un padre médico por demás estricto. El pobre tipo al final resultó ser el peor. Al parecer tenía otra familia, igualita a la de él pero en otro barrio. Un día lo desenmascararon con unos panfletos rosas que tiraban por debajo de la puerta ... un papelón.
En verano se le ocurría poner un hilo en la mitad de la calle y cobrar peaje a los pocos autos que pasaban. Por supuesto nadie quería pagar, pero El Negro le decía que éramos chicos pobres de la villa y que no teníamos nada para comer (a veces hasta hacía que lloraba). Entonces alguno le creía y nos daba alguna moneda.
Juntábamos envases de vidrio para llevarlos al almacén de la vuelta y cobrar los 2 pesos de seña. Pedíamos revistas viejas y las vendíamos, con dibujos que hacíamos nosotros, en la reja de la puerta de su casa.
Nuestro mejor negocio era un lavadero de autos que funcionaba los lunes, miércoles y viernes de verano con los pacientes del Dr. Caldara. El Negro, con cara de buenito, les decía que les lavábamos el auto mientras esperaban. La mayoría de las veces el trabajo salía bien y completábamos cinco y hasta seis lavados porque la gente estaba ahí como cuatro horas. Otras, en el afán de hacer un lavado más, limpiábamos dos por la mitad solo del lado que el dueño veía.
Sergio siempre fue a un colegio religioso que quedaba del otro lado de la vía, a más de diez cuadras de casa. Siempre se iba caminando con su hermano y por la tarde los recogía su mamá, su abuela, o volvían solos.
Ese sábado era distinto a otros porque el negro tomaba la primera comunión. Su madre no quería que fuese solo todo el trayecto por miedo a que manchara su ropa (Le ofrecieron llevarlo y acompañarlo, pero el se empeñó en ir caminando).
Como yo mantenía cierto prestigio de corrección frente a sus progenitores, fui el encargado de acompañarlo en ese, su día de entrada a la gran Familia Cristiana.
Me acuerdo que era una mañana algo fresca pero muy soleada. Salimos de casa charlando de cualquier pavada, como siempre, y encaramos la avenida principal que nos dejaría en el cruce de las vías. Casi llegando a Rivadavia, pasamos por una verdulería grande de esas que tienen toda la fruta en exposición. Había unas frutillas rojas y brillosas que, en los setenta, eran más raras que perro verde.
El Negro se paró azorado frente a los cajoncitos y mientras miraba para todos lados, para asegurarse que nadie nos viera, me dijo: “Javi .... afanate dos frutillas, que hoy tomo la comunión.”
Se peleaba con todos. Desde la Gorda Leonor, que no se metía con nadie, hasta la vieja Chola de los gatos que daba miedo de solo mirarla.
Manchábamos a pelotazos cuanto portón hubiese y, de vez en cuando, abollábamos algún auto estacionado para no perder la costumbre.
Nos echaban de todos los cumpleaños de la cuadra. Como vivíamos ahí, no tenían mas remedio que invitarnos, pero El Negro siempre le pegaba a un perro, tiraba algo o le descubría los trucos al mago que animaba la fiesta, entonces no quedaba otra que irse.
Nuestra peor perfomance siempre era en lo de las Hakim. Tres hermanas, bastante lindas que tenían un padre médico por demás estricto. El pobre tipo al final resultó ser el peor. Al parecer tenía otra familia, igualita a la de él pero en otro barrio. Un día lo desenmascararon con unos panfletos rosas que tiraban por debajo de la puerta ... un papelón.
En verano se le ocurría poner un hilo en la mitad de la calle y cobrar peaje a los pocos autos que pasaban. Por supuesto nadie quería pagar, pero El Negro le decía que éramos chicos pobres de la villa y que no teníamos nada para comer (a veces hasta hacía que lloraba). Entonces alguno le creía y nos daba alguna moneda.
Juntábamos envases de vidrio para llevarlos al almacén de la vuelta y cobrar los 2 pesos de seña. Pedíamos revistas viejas y las vendíamos, con dibujos que hacíamos nosotros, en la reja de la puerta de su casa.
Nuestro mejor negocio era un lavadero de autos que funcionaba los lunes, miércoles y viernes de verano con los pacientes del Dr. Caldara. El Negro, con cara de buenito, les decía que les lavábamos el auto mientras esperaban. La mayoría de las veces el trabajo salía bien y completábamos cinco y hasta seis lavados porque la gente estaba ahí como cuatro horas. Otras, en el afán de hacer un lavado más, limpiábamos dos por la mitad solo del lado que el dueño veía.
Sergio siempre fue a un colegio religioso que quedaba del otro lado de la vía, a más de diez cuadras de casa. Siempre se iba caminando con su hermano y por la tarde los recogía su mamá, su abuela, o volvían solos.
Ese sábado era distinto a otros porque el negro tomaba la primera comunión. Su madre no quería que fuese solo todo el trayecto por miedo a que manchara su ropa (Le ofrecieron llevarlo y acompañarlo, pero el se empeñó en ir caminando).
Como yo mantenía cierto prestigio de corrección frente a sus progenitores, fui el encargado de acompañarlo en ese, su día de entrada a la gran Familia Cristiana.
Me acuerdo que era una mañana algo fresca pero muy soleada. Salimos de casa charlando de cualquier pavada, como siempre, y encaramos la avenida principal que nos dejaría en el cruce de las vías. Casi llegando a Rivadavia, pasamos por una verdulería grande de esas que tienen toda la fruta en exposición. Había unas frutillas rojas y brillosas que, en los setenta, eran más raras que perro verde.
El Negro se paró azorado frente a los cajoncitos y mientras miraba para todos lados, para asegurarse que nadie nos viera, me dijo: “Javi .... afanate dos frutillas, que hoy tomo la comunión.”