Son súper educados, saludan a todo el mundo por su nombre y son un modelo de cordialidad con hombres, mujeres y niños.
Como quieren usar un salón que tenemos en la planta baja, que usualmente se usa para fiestas y es de uso común, se la pasan hablando con uno, discutiendo con otro, que si la música fuerte, que la hora y una infinidad de trabas, aparentemente burocráticas, que hacen, que por “h” o por “b”, el tema no prospere.
Y como no sale, hay ansiedad. Aparentemente los tipos parecen haber convencido a una clientela potencial, bastante numerosa, integrada principalmente por mujeres.
Mucho no me preocupo, la verdad. Incluso llegué a pensarlo como una iniciativa simpática bien cercana a las costumbres, bien latinas, de esta Miami donde vivo; hasta que fui al cine el sábado pasado.
Fui solo con mi mujer y vimos una comedia, bastante buena, de un par de reporteros que, al final, previsiblemente se enamoran. El protagonista está por firmar un contrato, la chica lo sigue para que no lo haga y, como finalmente logra su cometido, se van a festejar a un restaurante cubano de esos donde hay una banda en vivo y todos bailan.
El pibe, obviamente, la tiene atada. Y la chica no quiere bailar porque dice que no sabe. Que está de novia, que mañana el vuelo es temprano, y un millón de excusas infantiles que caen como un castillo de naipes cuando el tipo la agarra, le da vueltas, la hace bailar 25 minutos y se la termina, literalmente, “arrinconando” en el ascensor.
Y ahí vi todo. Como un rayo láser, directo al cerebro, me vino la imagen en el carrito de los dos profesores de salsa del edificio haciéndose los simpáticos.
Estos tipos no quieren la academia para transmitir su conocimiento de generación en generación. Estos dos (no quiero poner el calificativo que debiera, porque tengo un amigo que dice que tengo la responsabilidad de escribir bien siempre) lo único que persiguen es la duda ocasional de aquella a la que su marido no le presta, quizás, la misma atención que antes.
La separada, que esta sola y ha perdido un poco el rumbo.
La hermana de alguien, que está de visita y se va en dos meses; pero, sobre todo, esa que dice que nunca supo bailar, que le encantaría y que, además, suele estar bastante buena.
Y ahí viene la clase particular, las invitaciones a un espectáculo en la calle 8, los mensajes de texto y la mar en coche.
En definitiva, enmascarados en el desarrollo del alma y espíritu, estos dos, intentan barrer con cuanta mina puedan.
La idea es ingeniosa, lo reconozco; pero mi mujer a aprender salsa no va.