lunes, 7 de diciembre de 2009

El abanderado

En Argentina, en todos los colegios del país y desde que existe el guardapolvo blanco, la bandera siempre formó parte de las celebraciones patrias. Comienza el acto, la gente se para, desfilan el abanderado flanqueado por sus escoltas y, disco de por medio, suena una marcha, algo marcial, en claro homenaje al pabellón nacional.

Se supone que los elegidos son los mejores. Aquellos que por su desempeño, conducta y liderazgo han demostrado algo más que los demás. Reglas básicas, simples y claras. A mayor mérito, mayor premio.

Creo que nadie nunca discutió los merecimientos de ningún abanderado. Nunca, en quince años de escolaridad, escuché a alguien decir - Salaberry no se lo merece; o - Se lo dieron a Celicorni porque esta acomodado con la maestra. Nunca, nadie, quería ser abanderado.
Portar la bandera siempre fue un castigo. Un honor para los “giles”. Solo servía para que te cargaran en público, para no poder hablar durante una hora y media y para estar paradito, firme y bien peinado, mientras todos tus compañeros se reían de vos y te tiraban papelitos con una cerbatana. Ni hablar si la bandera se te enroscaba en la pierna, o te tropezabas al subir ¡Se reía la maestra, la directora y hasta el profesor de gimnasia!

Obviamente, como yo era un “vivo” bárbaro, nunca fui escolta (era todavía peor), mucho menos abanderado.

Ahora que mis hijos son los que van al colegio, yo pretendo que sean los mejores. ¡Qué hipócrita! Quince años mofándome del abanderado de turno y ahora lloro si a mis hijos les dan una medalla por tener buenas notas. En fin.(*)

Estuve ayer en un acto comunitario que organiza la alcaldía de la ciudad en donde vivo. Es de esas fiestas con juegos, rifas y premios que se ven en todas la películas americanas. La gente celebra el comienzo del invierno y las fiestas que ya están por llegar. Viene Papá Noel, hay paseos a caballo, la gente come "copos de nieve" y el alcalde, en cuenta regresiva y desde un escenario, enciende, inaugurando la temporada, las luces de un gran árbol de navidad.

Esta vez el buen hombre contó - 5, 4, 3, 2, 1 - y, por primera vez en ocho años, las luces no se encendieron. Con la plaza a oscuras miré a mi alrededor buscando sonrisas que celebren el fracaso ajeno. Pero no vi a nadie que se riera. Volvió a intentar, con cuenta y todo; pero tampoco tuvo éxito. Probó una vez más; nada. Poco a poco, las luces de la plaza volvieron a encenderse. Pidió perdón y fue aplaudido en una ovación cerrada.

Hubo algunos actos más, saludé a algunos conocidos y me fui para casa porque empezaba a llover. Cuando subí al coche, vi las luces del arbol que se encendían y escuché los aplausos. Y entonces entendí. Los aplausos, iguales a los del fracaso de las luces, eran el premio al esfuerzo, a la dedicación, a la fiesta impecable y al árbol que siempre se enciende.

Me quedé pensando en el colegio, los actos patrios y la bandera; y, la verdad, sentí mucha bronca. Lamentablemente si este mismo alcalde hubiese nacido en mi país, seguramente hubiese sido abanderado.


(*) En EE.UU. la bandera no es portada en los colegios por un abanderado.
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