No había muchos animales lindos como ahora, cuidados, de pedigree y con paseador.
Eran todos medio cualunques y sin raza. Algún doberman, quizás. Un ovejero alemán no muy puro, o un gran danés; pero no mucho mas que eso.
Por lo general eran perros adoptados, encontrados por los chicos en algún baldío, algunos hasta regalados. Y la gente los tenía por ahí, sueltos. Estaban en la calle sin collar y sin correa, en los patios de adelante de las casas, o corriendo alguna pelota mientras los chicos jugaban al fútbol en la plaza. Otros, casi siempre chiquitos y rápidos, perseguían autos, motos y hasta camiones.
Pero más allá de razas, linaje o audacia, todos ladraban y mucho. Les ladraban a los gatos, al basurero, al cartero y al diariero. Bien temprano a la mañana, al mediodía, a la tarde y sobre todo de noche, cuando había que dormir. Le ladraban al botellero, al afilador, al barrendero y a cualquiera que pasara por la puerta.
La gente se molestaba y se quejaba. Los chicos, a veces, se despertaban; pero nunca hubo una reunión de vecinos para acallar a los perros.
La semana pasada leí, en el New York Times, que hay gente que "calla" a sus perros. Los silencia, los enmudece. Mediante una intervención quirúrgica, que garantizan indolora (lo único que falta es que además les duela) y muy a pesar de las sociedades protectoras de animales, vecinos del Upper East privan a sus canes de su esencia perruna.
Dicen que les molestan los ladridos y que los perros no sufren. Y si sufren ¡Cómo les dicen!. Que su comunicación es más suave, mas civilizada.
“Un quejido a cambio de un ladrido", rezaba el matutino en clara y cruda elocuencia; dejando la neutralidad periodística de lado y fustigando el incomprensible accionar de estos “patanes”. Que no hacen mas que asesinar el alma de sus mascotas, esas que dicen querer, solo sustentados en lo civilizado de sus costumbres, precarias y barbáricas, que se precian de tener.
(*) Nordelta: barrio cerrado "top" de Buenos Aires.
Pasteur: en referencia al Instituto Pasteur de asistencia médica.