Cuando iba al colegio, en plena década del ’70, no había muchos chicos que fuesen hinchas de mi mismo equipo. Por entonces “El Fortín” no era ni la mitad de lo que es hoy y, la verdad, no le ganábamos a nadie. La mayoría de mis amigos eran de otros equipos, con peor o mejor suerte pero, mas allá de las obvias diferencias de gusto y criterio deportivo, mantenían el mismo “credo” fundamentalista que yo. (*)
Teníamos convicciones futbolísticas bastante claras. Para todos nosotros, el equipo era casi como la nacionalidad. Una marca a fuego y permanente que uno traía desde la cuna misma y que, por mucho que quiera y aún ante el disgusto mas extremo, resultaba indeleble e inalterable. Uno nacía y moría siendo hincha del mismo equipo.
Los pocos giles que no entendían nada y que directamente “no existían”, cambiaban de equipo a voluntad. Eran hinchas de River, si las gallinas salían campeones, de Boca porque jugaba Maradona, o de Independiente porque un amigo los había llevado a la cancha.
No se si era mejor, pero en el mundial cambiaba todo. La única condición futbolística común, que manteníamos todos, era la nacionalidad. Por tanto, y como todos éramos argentinos (salvo algún coreano suelto que vino un año); cada uno, incluso los giles mas giles y hasta las mujeres, teníamos derecho a ser hinchas de la selección. Cada cuatro años, sufríamos y gozábamos juntos dejando, al menos por un mes, nuestro club y el fanatismo particular de lado para seguir a la celeste y blanca.
Acá, en la ciudad de las mil y una nacionalidades, la Copa del Mundo es bastante rara. Casi como en el colegio, son todos de otro club y el campeonato, mas que juntar, divide. Los fanatismos no son tantos, ni tan rígidos y la gente, basicamente, es hincha de quien quiere.
En la calle hay camisetas de todos los colores. Mejicanos que creen que ya son campeones, centroamericanos que eligen país según la ocasión, españoles interesados, italianos desinteresados, franceses y gringos que entienden casi menos que las mujeres. Brasileños que nada tienen de modestos, chilenos que no hablan mucho pero sueñan y algún que otro paraguayo que se animó y ya colgó la bandera del balcón.
Y en medio de este cóctel multinacional aparecen nuestros hijos.
Un pibe italiano le dijo al padre el otro día: - Papá, quiero que Argentina salga campeón, después USA y después Italia; pero quedate tranquilo que igual sigo siendo del Milan. Otros no saben por quien alentar si “su” selección, esa que le dijeron que era la que le pertenecía, juega contra USA; y los pocos ingleses que hay por acá, se vuelven locos.
Y mi hijo chiquito, que dice que es de Vélez como un loro, sin, siquiera, conocer Liniers, me contestó ante un - ¡¡ Vamos Argentina !! ... emocionado contra Corea.
- No, no Papá .... yo al avión no voy.
(*) El Fortín: Coloquial en relación al equipo argentino de fútbol - Club Atlético Vélez Sarsfield
lunes, 21 de junio de 2010
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