En Argentina, como en todos los países de Latinoamérica, el fantasma del comunismo tuvo su momento ahí por la década del 70. Los medios de comunicación no eran los de hoy, no había internet y la información disponible era siempre muy poca y, casi siempre, bastante distorsionada.
La libertad cercenada, el control de prensa y el rol del estado, ese que poco hace y solo abarca en nombre de los derechos de no se sabe quien, poco importaban en nuestras cabezas vírgenes e infantiles. Pero si recuerdo estar convencido de que la gente sometida a un régimen comunista tenía todo por igual. Los mismos coches, la misma comida y hasta la misma ropa. Estaba también convencido de que todos, sin excepción, hacían una fila larga para recibir su ración de alimentos diaria. Por desgracia después supe que mis inocentes creencias infantiles eran en su mayoría reales. No en los derechos ni en la igualdad; pero si en la existencia de una fila interminable para recibir una simple ración de arroz. La misma fila que, aún hoy, perdura en la infame Cuba de Castro.
Por suerte el comunismo puro nunca llegó a la Argentina; y lo que hoy queda es bastante acotado y sin futuro. Tampoco pude conocer la antigua y hegemónica Unión Soviética. Así que, durante muchos años, me quedé siempre con la intriga esa de la ropa gris, igual y estandarizada.
El tiempo pasó. Por el mundo cayeron muros, regímenes y hasta se derritió la guerra fría. Y con el tiempo, y también con los cambios, el capitalismo se convirtió en global.
Todo muy lindo desde la integración política, el progreso, la igualdad, la economía y las posibilidades. Pero casi seguro el peor de los males para la moda ciudadana.
Hace poco menos de un mes, estuve algunos días en Miami Beach por una celebración familiar y tuve la “suerte” de compartir el hotel “fashion” con algunos compatriotas devenidos “new rich”.
Entre rubias falsas y platinadas, tipos con sunga Armani Exchange, Nextel en speaker y anteojos Dior gigantes viví el flagelo del capitalismo en su estado mas puro. Los perros chihuahua con collar Vuitton, los jogging de plush con Havaianas blancas y de taco alto me hicieron dudar de las bondades de la globalización y de los beneficios del capitalismo. Protegiendo mis ojos del brillo de los cuerpos untados en aceite bronceador reflexioné, casi de forma mística, sobre mis antiguas creencias infantiles.
El comunismo no cierra por ningún lado, es cierto; pero quizás la parte esa de la estandarización y la ropa gris para todos no estaba tan mal. Quizás solo con esa partecita compondríamos mucho de la imagen del mundo de hoy.
Si, si; ya se. Por la globalización, por el capitalismo y también por la democracia todos tenemos los mismos derechos. Podemos comprar todo lo que queremos y el gusto, aunque desastroso y mersa, no puede regularse, mucho menos controlarse o coartarse.
Pero algo tenemos que hacer; por el bien de todos. Por lo menos prohibir el fucsia, que no combina con nada. Quizás, si no lo ven, no lo compran; no se.
Me quedo impotente, maniatado; pero con la sabia reflexión del amigo de un amigo que con criterio afirma: “El fucsia fue y será un color de outlet”.
Y por algo ha de serlo.
jueves, 7 de julio de 2011
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