domingo, 10 de abril de 2016

Metamorfosis

Convengamos que, con el advenimiento de la globalización, ya no se come mal en ningún país del mundo. Salmón mas, langostino menos, un California Roll te lo arma cualquier gordo con delantal en New York o en el Sushi Club de Parque Leloir (*).

El arroz chino puede llamarse distinto, pero es mas o menos igual en todos lados y hasta los chicos saben la diferencia entre ceviche, tartare y tiradito.

Se cae de maduro que, mas allá de la integración cultural, la inmigración incesante de estos últimos años mucho ha tenido que ver. Treinta años atrás los roles parecían marcados. Cualquier inmigrante japonés te ponía una tintorería, los armenios solo vendían alfombras y los griegos, esos a los que no les alcanzaba la guita para la flota mercante, armaban un mayorista de golosinas en pleno centro porteño.

Es verdad, siempre hubo algún chino audaz y desafiante que armaba un boliche de comida para llevar o un tenedor libre en el medio de San Justo (*), pero en lineas generales la gastronomía, al menos la de este lado del planeta, la manejaron siempre tanos, franceses y gallegos.

Ahora casi todas las ciudades están llenas de gente de todos los tipos, razas y colores; no es novedad. Y la moda, esa que todo lo puede, hace que tus hijos prefieran arepas, o galletitas con humus, en vez de un choripán hecho y derecho. Es la que nos toca vivir, no hay quejas, ni remordimientos.

La gastronomía es integral y la oferta, en consecuencia, es tan vasta y diversa como el mundo mismo. Hay restaurantes peruanos, griegos, japoneses, tailandeses y libaneses. Pizzerias auténticamente napolitanas, bistros franceses y tascas tan españolas como el olor a sofrito.

Y la autenticidad de todos estos, cuestionable en épocas pasadas, es ahora tan real como la nacionalidad de sus dueños. Por buenos y genuinos se han convertido en negocios prósperos y florecientes que se extienden en sucursales por toda la ciudad.

El restaurant chino, ese de hace 30 años, lo manejaba el chino audaz, la china y los chinitos. Hoy por hoy, una familia japonesa es dueña de una cadena de 150 sushi bars.

No hace falta ser ningún genio para darse cuenta que cualquier ciudad occidental solo tiene una cantidad limitada de japoneses. Y contando los originales, esos de las tintorerías, ya no quedan tantos para los restaurantes de sushi.

Sus empleados potenciales son, en definitiva, todos los demás. Puede que el manager sea un oriental de pura cepa, pero el resto es un crisol de razas tan diverso como ese de la ciudad misma. Y, creanmé, es ahí donde la transformación genética comienza.

Igualito que esos argentinos que se fueron a Madrid alla por los 70 y hoy dicen: "tu", "vale" y "carretera"; los que trabajan en sushi bars .... ¡se convierten en japoneses!

No es joda. Es un fenómeno raro, extraño.

Paralelamente todos parecen ser tailandeses en un Siam Restaurant. Y acá no hay clonación ni cruces amorosos. Esto es una transformación por ósmosis; solo por estar ahí.

Los primeros días no pasa nada. Pero luego de seis meses, y a medida que están en contacto con rolls, sopa miso y tofu, la gente pierde los rulos, adelgaza y ¡hasta habla con acento!

El fenómeno no queda reducido a lo oriental.

En un café cubano cerca de mi casa las camareras, independientemente de su nacionalidad, terminan desarrollando unas lolas gigantes. En un ciclo tan vertiginoso como incomprensible, chicas flaquitas, tímidas y calladas, terminan convirtiéndose en aviones come hombres después de un año.

No hay camarera colombiana en Buenos Aires que no diga "dale" a cada cosa que le pedís; y no hay argentina en ningun boliche de salsa que no hable con tonito y no se haga la colombiana.

Esto puede llegar a ser una revelación. Una forma de entender, quizás, porque era que Michael Jackson se parecía tanto a Diana Ross ... ¡si estaban todo el día juntos!. O para entender, por fin, porque las vedettes de mas de 50 parecen todas hermanas de Alejandra Pradón.

O puede que sea un avance genético de la raza. Lo que sea, seguro me mete en problemas con mis hijas.

Aunque quizás les sirva para darse cuenta que, a la corta o la larga, todos somos verdaderamente iguales.


(*) Parque Leloir y San Justo: Suburbios de la ciudad de Buenos Aires
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