Aunque parezca mentira hay una generación entera que hace tiempo dejó de hablar por teléfono. Se comunican en silencio, abstraídos e inmersos en la íntima relación simbiótica con su pequeña pantalla táctil. Hacen caras, revolean sus ojos al cielo y mueven sus dedos con una velocidad casi incomprensible. Por momentos murmuran y, a veces, hasta ríen solos.
Escriben, no paran de escribir frases encerradas en globitos que abrevian, borran y rescriben hasta el cansancio, en medio de una marea interminable de mensajes que se suceden unos tras otros sin parar. Poco entienden de avisos tontos o de notificaciones irrelevantes. No hay una sola comunicación que pueda esperar.
El mundo exterior parece correrles a otra velocidad, como fuera de tiempo o en otra sintonía. Viven alertas, vigilantes, pendientes de ese mensaje que seguro llega en cualquier momento. Es casi como si hubiesen perdido su propia intimidad, sus tiempos, sus verdaderos y genuinos silencios. Transitan el día rodeados de gente que no está y en medio de imágenes prefabricadas, sumergidos en un universo digital que todo lo abarca, que no tiene horas, privacidad ni sentimientos. Caen en la trampa de creer que las versiones digitales de sus propios amigos, de sus diarios y continuos interlocutores, son más interesantes que aquellas de carne y hueso, y prefieren escribir a verse las caras y charlar.
Tristemente hemos convertido las conversaciones reales, la esencia misma de nuestra propia condición humana, en un intercambio virtual de selfies, snaps y abreviaciones. Porque, tampoco seamos hipócritas, la ola nos barre a todos por igual. El "dígalo con mímica" digital no es exclusivo de una sola generación silenciosa. La nuestra, en cambio, se debate en la intersección misma de lo real, tangible y decididamente analógico, con lo virtual, mas avanzado y ¿mejor?
No se si es algo mío, pero muchas veces no reconozco la voz de la gente con la que usualmente intercambio mensajes, me la olvido o me la acuerdo de otra manera. O descubro que la versión escrita de alguien es mas divertida que la real. Vivimos presos de chats leyendo globitos, todo el día, como tarados y personificamos a la gente casi como si fuese parte de un libro. El tiempo, o quizás la distancia, nos hicieron olvidar sus verdaderas expresiones, su forma, sus gestos serenos ¿o eran ampulosos?
Acabamos, entonces, "hablando" con perfiles virtuales, mirando imágenes con fotos destacadas y nos relacionamos con versiones parciales que nosotros mismos nos inventamos. Perdemos mucho: enojos, emoción, lágrimas y hasta las carcajadas.
Siempre imaginé que este sería un tiempo de vernos, de casi tocarnos como si estuviésemos ahí, juntos. De charlar gratis por horas y de estar cerca, pegaditos, producto de super comunicaciones, avances y evolución.
Paradójicamente parecemos ir al revés. Todavía me acuerdo como si fuera hoy cuando le contaba a mi abuelo por teléfono lo que “veía” en las revistas, cuando compraba cospeles de a diez para hablar con mi novia o cuando nos mandábamos cartas los veranos porque las llamadas internacionales eran un privilegio de ricos. ¿No nos damos cuenta que los textos son cartas que llegan rápido? Por lo menos las de papel te quedaban, estas ya no se ni que dicen.
Si nos viera Graham Bell. Pobre, no entendería nada. Una vida intentando ponernos cara a cara, y nosotros diciendo te extraño con un dibujito.
domingo, 30 de octubre de 2016
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