miércoles, 5 de octubre de 2016

¡Mozo! para mi, lo de siempre

La experiencia que suele transmitir un restaurant bueno de verdad es casi comparable con la efervescencia de aquel primer amor. Esa inexplicable e intoxicante sensación adolescente de la que era imposible prescindir y que siempre parecía pedir mas. Un sentimiento único, desconocido y distinto que, de tan lindo, embriagaba y al que, invariablemente, uno siempre intenta volver.

El restaurant bueno es noble, genuino y auténtico. No entiende mucho de precios desorbitantes; pero poco tiene que ver con promociones baratas, menúes ejecutivos o cartas con instrucciones de muchas páginas. Se precia de atención esmerada y es diligente. Pero, sobre todo, conoce de estándares y de respeto.

A diferencia de los baratos, seduce lento, emborracha despacio y termina enamorando.

Nada mas sexy que el beneficio de sentarse siempre en la mesa numero 1, sin reserva, y con la garantía de mucho mas por bastante menos. Noches privadas, botellas difíciles y la degustación de sabores, de sensaciones nuevas siempre a flor de piel.

La comida llega sola, sin siquiera pedirla; casi sin preguntar. Ventajas infinitas, subestimadas, que empiezan a ser normales. Casi tanto, que un día se convierten en derechos adquiridos.

Atribuciones no otorgadas exceden los límites de la confianza. El mozo, que te conoce bien, se olvida las cosas de vez en cuando, charla con tus invitados o te carga y se rie fuerte. La relación se vuelve directa, franca y por momentos dura, pero de igual a igual. La seducción termina siendo molesta, dificil, ingrata por momentos.

Las broncas simples y las discusiones de fútbol de una noche se convierten en peleas y, lo que empezó una noche de verano y prometía lealtad infinita, termina despedazándose el día mismo en el que el flan vino con poco dulce de leche.

Nadie cede nada, ninguno quiere perder. Mucho menos, quedarse y pelear el desafío de otra vuelta mas.

Con las manos vacías y en la búsqueda de alternativas, muchos caen en la trampa fácil del lugar caro y de moda; ese que hechiza como una loca infartante, pero que a la mañana siguiente, sin perfume y sin maquillaje, desilusiona casi tan rapido como un bife de chorizo crudo, frío y arrebatado.

Afuera las cosas ya no son iguales. Nunca nada es gratis y hay que pagar fortunas para poder usar el VIP o sentarse en la mítica mesa numero 1. Nada se financia; mucho menos se fía. No hay amigos reales, no hay mesas reservadas. Ningún plato llega solo y todos los favores, por mas insignificantes que resulten y sin excepción, se pagan con propina y por adelantado.

Los chicos nunca son bienvenidos. A los restaurantes nuevos no le gusta compartir nada con nadie; mucho menos con chicos chiquitos que molestan. No hay menúes infantiles, no hay visitas a la cocina. No hay crayones, ni manteles de papel para dibujar.

Terminan derrochando fuerza, gastando montañas de dinero y muchas veces se desvelan. Deambulan por la ciudad buscando sensaciones vacías, inexistentes. Y como no encuentran nada intentan volver tratando de recuperar el tiempo perdido.

El restaurant noble puede que perdone y permita volver, pero suele tener memoria y no olvida. Ya nada sera efervescente, mucho menos intoxicante. La comida seguro sera la misma, pero casi seguro no habra noches largas, charlas infinitas o la chanza simple, franca y directa. Los chicos ya son grandes y no dibujan y los domingos, esos que antes parecían aburridos, quizás se vuelvan lúgubres, frios y hasta tristes.

Y lo que era para toda la vida, se terminó un día por exceso de confianza, atribuciones, falta de respeto, y un poco menos de dulce de leche.

Dice la mayoría que en la variedad está el gusto. Yo me quedo con el restaurant bueno y mi mesa numero 1. Si viene el mozo, diganle que yo quiero lo de siempre.
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