Solemos preciarnos de exportar talento y de tener las mujeres mas lindas del mundo, pero la innovación pura, esa que suele cambiar el rumbo del globo, la de un antes y un después, el chispazo de creatividad que redefine la historia, por alguna razón nunca se nos dio.
Es cierto que somos creativos, intuitivos y hasta geniales a la hora de armar proyectos, o crear negocios. Hemos triunfado en la ciencia, en las letras y en las artes. Y seguro no faltará el que me diga que las jeringas descartables las inventó un argentino o que hay muchos que triunfan en miles de cosas por todos lados. Y es verdad; muy lejos estoy de discutir las virtudes y los talentos de mi país o de mis propios compatriotas.
Pero inventos inventos, esos de los grandes y con mayúscula, los de la innovación comprobable que revolucionan el mundo, serán tres o cuatro.
En el tope de la lista, ahí bien arriba de todo, sin duda está el bypass cardíaco de René Favaloro. Y no se si Guinness o alguna otra organización semejante arma un ranking serio. Pero el dulce de leche seguro debe estar clasificado entre los primeros diez inventos mundiales. Hay algunos países que intentan adjudicárselo por envidia o sencillamente porque nunca se les ocurrió nada. Se olvidan que no comen panqueques, que solo hay churros rellenos en Buenos Aires, que alfajores se dice Havanna y que nunca en su vida comieron una chocotorta el día de su cumpleaños.
Califican también como inventos argentinos el colectivo y el descubrimiento de las huellas digitales de Juan Vucetich.
Lo de la birome resulta medio dudoso porque parece ser que este tipo Bíró, el inventor del bolígrafo al que se le ocurrió la idea cuando una bolita paso rodando por encima de un charco y dejó una línea recta en el piso, era húngaro y se había naturalizado argentino. Vendría a ser un poco como lo de Di Stéfano. Que como jugó mucho tiempo en el Madrid y hablaba con acento castizo los españoles piensan que nació ahí.
Después hay inventos locales y de menor valía como la Patysera, una máquina plástica para hacer hamburguesas que solía venderse en los trenes; el sifón Drago, que era una bomba atómica de agua con gas que si explotaba te morías ahí mismo, y la Parrigas. Una parrilla redonda con tapa que usaba mi abuela Delfina para cocinar absolutamente todo, incluso hasta las manzanas verdes.
Hay otras teorías baratas que dicen que inventamos los dibujos animados antes que Disney, la maquina de detectar niebla y el helicóptero tal como lo conocemos hoy. Pero son cosas incomprobables y la verdad no hay ningún registro que diga que Leonardo Da Vinci nació en Almagro.
Pero hay un invento que es indiscutídamente nuestro. Un invento genial que, incomprensiblemente, no figura en ninguna de estas listas, en ningún ranking internacional.
Mal copiado, emulado y venerado por todos aquellos que pudieron tocarlo o experimentarlo de primera mano.
No se sabe quién fue el genio que lo inventó. No existen patentes, mucho menos registros de la propiedad intelectual, que documenten semejante proeza. Pero los Hoteles de Alojamiento - con mayúscula aunque gramaticalmente no corresponda - son y serán el gran invento argentino.
Forman parte de la geografía porteña, desde mucho antes del autocine y son asignatura obligatoria para recibir el diploma de argentino; de argentina.
Combinación psicodélica de alfombras rojas, champagne, espejos en el techo, vapor y pasadizos secretos fueron testigos ciegos de historias de amor, de trampa y hasta de decepción.
Confidentes silenciosos del erotismo y la fantasía sexual de generaciones enteras, en turnos repetidos de a dos horas por vez, supieron adueñarse de la trasnoche del fin de semana, de los sábados agobiantes del verano y de los domingos tristes y nublados de junio. Fueron el mejor bar, el mejor cine y el mejor lugar para ver un partido en el que no jugaba tu club.
Frecuentados por señores y señoritas. Por adolescentes que se juraron amor eterno. Por matrimonios de toda la vida y por arrebatos de una noche. También por los que decían que eran amigos; y no pudieron aguantar mas. Y por los que desafiaban el convencionalismo, o el tedio de la rutina diaria, renovando votos en una cama redonda y ante la protección de la intoxicante luz roja.
Quizás su aspecto mas curioso es que nunca juzgaron. Aun en épocas duras, aun en tiempos álgidos y represión activa, nunca hicieron distinción. Tampoco evaluaron sexo, raza o religión. Sin prejuicios, sin discriminación, podrían constituir un manual práctico de integración cultural, de derechos civiles y de amplitud sexual.
Extendieron su independencia de pensamiento, sus convicciones a través de democracias, dictaduras y golpes militares; casi como exentos de todo, en un universo separado que solo supo pertenecerles.
Paradójicamente hoy, quizás como nunca antes, les toca sufrir los caprichos de una sociedad mucho mas amplia, mas abierta que ya no entiende tanto de misterio. Y la consecuencia, dramática e inexorable, de números que ya no cierran y atentan contra la continuidad de estas empresas.
Los ratones de las mentes argentinas parecen haberse mudado a los bolsillos. Y tristemente cada vez son menos los clientes y mas los que ya no tienen ni siquiera el decoro de armar una trampa prolija.
Eximidos hasta de la indiscreción de las redes sociales y en un tiempo donde todo vale, eligen quedarse en cualquier cuarto, en cualquier casa, o en cualquier auto tomando cerveza del pico y escuchando cumbia.
Y los chicos que recién empiezan, ya optan por no preocuparse de nada; ni siquiera de su propia privacidad. Por lo que hogares maternos, esta nueva tendencia de padres "amplios", y la inseguridad de la calle, injustificada para estos casos, promueven el "quedate en casa, que la tanga de tu novia se la lavo yo", y el sábado a la mañana desayunamos todos en familia.
Vaya entonces este pequeño homenaje a una institución tan argentina como el tango y el asado. A ese poquito de Olmedo, Porcel, Moria y Susana que vive en cada uno de nosotros. Al ratón popular de un barrio, de una ciudad, de un país. Al mejor de los inventos colectivos que todos los argentinos supimos inventar.
Frecuentados por señores y señoritas. Por adolescentes que se juraron amor eterno. Por matrimonios de toda la vida y por arrebatos de una noche. También por los que decían que eran amigos; y no pudieron aguantar mas. Y por los que desafiaban el convencionalismo, o el tedio de la rutina diaria, renovando votos en una cama redonda y ante la protección de la intoxicante luz roja.
Quizás su aspecto mas curioso es que nunca juzgaron. Aun en épocas duras, aun en tiempos álgidos y represión activa, nunca hicieron distinción. Tampoco evaluaron sexo, raza o religión. Sin prejuicios, sin discriminación, podrían constituir un manual práctico de integración cultural, de derechos civiles y de amplitud sexual.
Extendieron su independencia de pensamiento, sus convicciones a través de democracias, dictaduras y golpes militares; casi como exentos de todo, en un universo separado que solo supo pertenecerles.
Paradójicamente hoy, quizás como nunca antes, les toca sufrir los caprichos de una sociedad mucho mas amplia, mas abierta que ya no entiende tanto de misterio. Y la consecuencia, dramática e inexorable, de números que ya no cierran y atentan contra la continuidad de estas empresas.
Los ratones de las mentes argentinas parecen haberse mudado a los bolsillos. Y tristemente cada vez son menos los clientes y mas los que ya no tienen ni siquiera el decoro de armar una trampa prolija.
Eximidos hasta de la indiscreción de las redes sociales y en un tiempo donde todo vale, eligen quedarse en cualquier cuarto, en cualquier casa, o en cualquier auto tomando cerveza del pico y escuchando cumbia.
Y los chicos que recién empiezan, ya optan por no preocuparse de nada; ni siquiera de su propia privacidad. Por lo que hogares maternos, esta nueva tendencia de padres "amplios", y la inseguridad de la calle, injustificada para estos casos, promueven el "quedate en casa, que la tanga de tu novia se la lavo yo", y el sábado a la mañana desayunamos todos en familia.
Vaya entonces este pequeño homenaje a una institución tan argentina como el tango y el asado. A ese poquito de Olmedo, Porcel, Moria y Susana que vive en cada uno de nosotros. Al ratón popular de un barrio, de una ciudad, de un país. Al mejor de los inventos colectivos que todos los argentinos supimos inventar.