Martín Molina está a punto de casarse. Mientras espera por su novia, reflexiona y repasa la historia de su vida, y la de todas las cosas que le pasaron en su intrincado camino al altar. Cuenta todo lo que no sabía, lo grande que es Julio Iglesias, y lo que logró aprender en poco más de un año.
Podés escuchar la música de Martín vía los links al final del cuento.
Primavera de 1987
—Molina, ¿está listo? Mire que faltan menos de 20 minutos para empezar— me dijo, en un susurro, un tipo diligente y con cara de alcahuete que al parecer ayudaba con las cosas de la parroquia. —Me acaban de avisar que llamó la novia. Ya salió para acá.
Antes de volver a lo suyo, se acercó para acomodarme la flor que llevaba en la solapa y me ajustó un poco más el nudo de la corbata.
Sonrió conforme con su trabajo, me palmeó el hombro dos veces, y se perdió por el mismo pasillo por donde había venido con paso seguro.
Yo esperaba por mi futura mujer en un cuarto que quedaba bien pegado al altar.
Me asomé por la puerta chiquita con disimulo para ver si la iglesia estaba llena. Por alguna razón, me había obsesionado con la idea de que la gente no vendría. Soñé, incluso, que me casaba solo, con el negro Vaccaro, parado a mi lado haciendo las veces de testigo, y un puñado de gente a la que no había visto en mi vida, sentados y llorando de emoción en el primer banco.
Por suerte ya no había casi lugar. Muchos amigos de toda la vida se habían acomodado contra las paredes para estar más adelante, o en el fondo bien pegados a las puertas para ver a la novia de primera mano.
Toda la vida quise casarme y tener una familia grande. Quizás porque crecí solo con mi viejo, sin hermanos, sin mamá.
Miré la cruz antes de cerrar la puertita y me salió un “gracias” bajito. Estaba feliz. Bastante más contento que el año pasado.
Por estos días, recién me había ido de casa. Con una mochila en el asiento del acompañante y Julio Iglesias sonando fuerte en el estéreo del auto.
Dejaba todo sin estar muy convencido, y tampoco lograba entender muy bien porque me iba, sin intentar un poco más. Me acuerdo patente porque Julio cantaba "Que nadie sepa mi sufrir" y yo no podía parar de llorar. (*)
De todos modos, estaba resignado. Después de mucho pelear tenía que alejarme. Buscar mi lugar y vivir cada día solo, sin el amor de Mora.
Dejaba atrás 5 años de alegrías y desencantos, muchas más peleas que reconciliaciones y una bolsa llena de proyectos por concretar.
Mora decía que me amaba con todo el corazón, pero que estaba cansada. Que se había aburrido de mi pasividad, de mi falta de ambición. —Yo te adoro Martín, pero vivís en punto muerto, siempre tirado en un sillón. Yo pensé que me casaba con un hombre de verdad, con un tipo valiente. Todo te asusta, te conformás siempre con lo mismo, ni siquiera querés tener un hijo por miedo a que algo salga mal.
No estaba del todo equivocada, el amor solo no alcanzaba. Yo vivía paralizado, muy sumido en lo mío. Y quizás la culpa era mía. Pero, culpable o no, Mora tampoco quiso casarse conmigo. O quizás quería, pero nunca tuvo la convicción para enfrentar a su padre y pelear por una familia nueva. La dejaba más cómoda este camino a medias. Este sigo siendo la hija de Tito y hago de cuenta que soy la mujer de Martín.
Hoy por hoy todavía tengo el mismo trabajo. Una bicicletería de las de antes que me dejo mi viejo el día que se jubiló. No es muy grande, pero es bastante conocida en el barrio. Uno de esos negocios "de toda la vida”’ que queda en la esquina de Rivadavia y Escalada, en pleno Floresta.
Vendemos bicis nuevas, y restauramos las que pensamos que valen la pena. Y también arreglamos. No tengo la plata del padre de Mora y quizás no la tenga en toda mi vida, pero desde los 20 estuve en condiciones de formar una familia y de mantenerla con lo mío.
Todavía me acuerdo la cara de canchero de mi suegro el día que le contamos que nos queríamos casar —No lo tomes a mal Martincito. Yo sé que vos querés lo mejor para Mora, pero la casa la pongo yo. Vos por la plata no te calentés. No se van a ir a vivir a ese departamentito de morondanga que tenés vos arriba de tu negocio. Mejor que estén acá cerca de casa, en el centro. Es mejor para Mora, para su mamá. Eso si, ponemos todo a nombre de Morita, se van a vivir juntos y prueban. Cuando estén bien seguros conversamos. Viste como son los casamientos de ahora: los padres gastamos una fortuna en la casa, la fiesta y la luna de miel. Todo muy lindo dos meses, después ustedes se me separan y vos te llevás la mitad de la guita.
La verdad es que Mora quería la casa grande, vivir cerca de su mamá, y yo no supe decirle que no. Y como empezamos mal con el casamiento y la concesión de la casa, también seguimos mal con el auto, con las vacaciones, con la navidad, con todo.
Ella quería vivir conmigo y jugar a la familia, pero sin resignar nada. Yo, en cambio, me refugiaba en la bronca que acumulaba, y mango que podía lo guardaba afuera en una cuenta sin que ella supiera.
Vivíamos juntos, bajo el mismo techo, pero separados en la confianza. Hasta que a pesar de querernos mucho la cosa no dio para más.
Estuve muy mal bastante tiempo, fumando todo el día, tomando de más, empastillado por momentos.
Desesperado, una mañana lo llamé a Tito. Como un tarado pensé que su prédica sobre Mora podía ayudarme. —Ya fue Martincito— me dijo muy serio y categórico. —Vos sabés que son realidades muy diferentes. Morita está acostumbrada a una vida que vos no le vas a poder dar nunca. Yo te puedo ayudar, pero vas a tener que aceptar ciertas condiciones. Venite a trabajar conmigo. Hagamos un negocio juntos.
Sabés que pasa pibe, hoy en día si no tenés guita no sos nadie. Si tu mujer no te respeta, no valés nada.
Estuve a punto de romperle la cabeza, pero me quedé callado como siempre. Indignado, masticando bronca. Como decía Mora, nunca fui el más valiente.
Sabiendo que me había quedado sin chances, empecé a pasearme del brazo con locas, andaba mamado un martes a la tarde, salía con pendejas, y hasta me fui un fin de semana al mar con una señora que se me regaló por la calle.
Pero ninguna era como Mora. Me la encontraba en todas las camas, en cada hotel, en los bares en los que terminaba a las 4 de la mañana. Hechizado por su embrujo, había quedado preso de su piel, de su voz afónica. Porque la amaba con el alma y, a pesar de todo, solo quería volver y tratar de empezar de nuevo.
Un día de invierno cualquiera conocí a esta chica Fabiana en la cola del banco. Me sorprendió su simpleza y la facilidad con la que nos pusimos a hablar.
—Si vos querés vamos al cine y después a cenar, yo encantada.— me dijo después de charlar un rato, mientras se recogía el pelo con las dos manos y sostenía el elástico en la boca— pero si es para conocernos, mejor tomemos algo y listo. Si sos un plomo, o no te gusto, me voy y te sale más barato.
Se reía con facilidad, pero de una manera linda. No como esas estúpidas que festejan cualquier chiste, o se ríen de cualquier cosa. Quizás solo era feliz. Hacía tanto tiempo que no me encontraba con alguien sencillamente feliz. Así, sin más, sin mucha vuelta.
Esa misma noche tomamos algo en una pizzería del barrio y hablamos por horas. Tomamos dos, tres, cinco cervezas y, cuando me quise acordar, estábamos apretando en el auto como dos chicos de 20.
Me invitó a dormir a un departamento propio que tenía en el fondo de la casa de su mamá. —Mi vieja vive sola adelante. Es mejor. Estamos separadas pero no solas. Si no peleamos mucho y discutimos por cualquier cosa.
Igual, compartimos casi todo. Todo menos tipos y ropa. Lo de los tipos es código puro de las dos. Muchas veces yo salí con tipos grandes y ella parece bastante más joven de lo que es. Ahora, igual, hace tiempo que esta de novia.
Tenía poco más de 30, el pelo muy largo, no muy oscuro. Unos ojos curiosos y gigantes y los dientes más lindos y más blancos que vi en mi vida. Su cuarto estaba parado en el tiempo. Discos por todos lados, trofeos del colegio, muñecos, y un póster gigante de Serú Girán pegado en la puerta de entrada.
—¿Te gusta Charly? me dijo al verme interesado en la foto, mientras hacía un globo gigante con el chicle.
—Más o menos, no tanto— le contesté. Revolvía una caja llena de cassettes y solo encontraba rock y mas rock. Para mi no hay nadie como Julio Iglesias.
Rompió en una carcajada y el globo del chicle se le reventó en toda la cara. —¿Me estás jodiendo no?
—Nadie se da cuenta, pero Julio es un guía espiritual. Siempre fue un faro en mi búsqueda del amor verdadero.
—Ah bueno, ¡sos un aparato total! A vos tanto no te ayudo ¿no?— dijo y volvió a tentarse.
Me conformé con un disco de los primeros de Lerner(*) y de a poco la noche se nos fue convirtiendo en madrugada. Cuando quise acordarme ya era de día. Fabiana dormía desnuda junto a mi. Sus piernas largas, su panza perfecta, me arropaban con la ayuda de sus brazos llenos de pulseras tejidas, y un mar de sabanas que ya se llenaban de sol.
—Quedate a desayunar— me dijo con la voz ronca y estirando todo su cuerpo. Tenía cara de nena y era mucho más linda de día sin tanta pintura. —Lita siempre prepara café con leche y se levanta temprano para comprar el pan y medialunas. Quedate, dale.
Cruzamos el patio chiquito y entramos a la casa por la cocina.
—Fabi ¿sos vos? Vení que hay alguien que te quiere saludar.
—Es el novio de mi mamá— me susurró divertida en el oído. Un viejo viudo y fachero que está muy solo. No tiene hijos, nada. Un divino total. Hace como 3 años que andan juntos. Dale, no seas tímido que estoy desesperada por un café.
Entre al comedor medio escondido atrás de Fabiana murmurando un buenos días sin mucha convicción.
Ahí estaba Lita, la madre de Fabiana, desayunando con el padre de Mora. Tito se paró distraído para saludar, ajeno a mi, la sonrisa de oreja a oreja.
—Hola Tito— dijo Fabiana mientras me acercaba a la mesa tomándome de la mano. Te presento un amigo.
Se puso blanco al verme y me tendió la mano porque no le quedaba más remedio. Peleaba fuerte por mantener la calma, su sonrisa falsa de siempre petrificada en su cara. Me miró fijo queriendo hablar con sus ojos, suplicando por mi silencio.
—Que tal querido… encantado— dijo por fin.
—Encantado señor— le dije sonriendo y apretando el saludo un poco más de la cuenta. —Martín. Pero dígame Martincito; todos mis amigos siempre me dicen así.
(*) Que nadie sepa mi sufrir - Julio Iglesias - https://youtu.be/-7RoJVXoQNQ
(**) Por un minuto de amor - Alejandro Lerner - https://youtu.be/Ot4HQ_n-vp8