sábado, 24 de agosto de 2019

Primer día

Nos subimos al auto, los dos muy apurados, un lunes de los últimos de agosto.

—¿Vamos bonita?— Le dije con mi mejor sonrisa, mientras le ataba el cinturón de seguridad y le devolvía un vaso de colores lleno de cereales que nunca lograba terminar a tiempo.

El jardín de infantes nunca fue lo suyo, mucho menos el primer día de clase. Cuando tomaba dimensión real de que lo único que quedaba entre el viaje y el colegio era quedarse, empezaban los problemas.

Te abrazaba lo más fuerte que podía, se le inundaban los ojos grandes de repente y las lágrimas no hacían mas que empaparle los cachetes. Lloraba sin parar, sin consuelo. Ahogada en su propio llanto, miraba a la gente pasar solo para dar pena. Y uno se debatía entre consolarla y darle ayuda, o directamente asesinarla con la mochila.
En algunos y contados días mágicos, en los que una bendición celestial la convencía, el ritual duraba entre 10 y 15 minutos. Pero en general podía estirarse a una negociación eterna que no bajaba de la media hora.

Resignados, cuando ya no quedaba más remedio que irse, la empujábamos en la clase como podíamos, casi como despegándola de una de nuestras piernas, mientras la maestra nos hacía un gesto mentiroso de “todo bien” y nos cerraba la puerta en la cara. Por supuesto el llanto y los gritos seguían, pero ahí nos íbamos despacio por el pasillo largo, mirando de vez en cuando por sobre el hombro, contestando las preguntas retóricas de esos mismos padres que antes la miraban con lástima, con la culpa a cuestas y la angustia tatuada en la piel.

—Llevala vos— me había dicho mi mujer resignada esa mañana del primer día de kínder, cansada de intentar los 8 meses consecutivos del año anterior. —A ver si este año no llora tanto.

Arranqué el viaje preguntándole pavadas, intentando distraerla. Por esos misterios de la vida misma, iba contenta, ajena a sus inminentes obligaciones escolares.

Presa de su silla de seguridad, se estiraba para llegar a la ventana, cogoteando con esfuerzo y sacando la lengua por el costado de su boca.

Señalaba los carteles, las iguanas que tomaban sol en el pasto y saludaba a los chicos de los autos que pasaban.

Estaba mucho mejor, parecía curada por las vacaciones. “Quizás solo está más grande”, me animé a pensar.

Entre cuadra y cuadra, la espiaba por el espejo del auto. Estaba muy bronceada por el verano, y tenía el pelo mucho más rubio que de costumbre, desteñido de tanto sol y tanto mar, atado en unas colitas que parecían dos plumeros.

De vez en cuando se aburría de la calle, y tarareaba la canción de turno, o le contaba cosas a una jirafa que llevaba a todos lados en un tono de voz que me duele haber olvidado.

Anduvimos las calles sin problemas, cantando juntos y charlando de los programas de la tele, hasta que por fin llegamos a la puerta y al momento más temido.

Destrabando las puertas, volví a espiarla por el espejo retrovisor, solo para ver como andaba.

—¿Qué pasa?— Me dijo mirándome por sobre sus anteojos de sol, su celular en una mano, la otra tirando de un auricular sin cables.

—Nada— mentí con descaro, dándome cuenta que se me habían volado 15 años de un plumazo.

Bajó del auto grande y segura, en una ciudad nueva, totalmente distinta, mirando curiosa de un lado al otro, el brillo en sus ojos gigantes llenos de ilusión.

Sin darme tiempo a nada, me abrazó fuerte.

—Vas a andar bien— dijo dándome un beso con ruido de esos que no mojan, pero te dejan el oído pitando 15 segundos.

Sin mucho mas ceremonial, se colgó una mochila de un lado y un bolso enorme del otro. Y arrancó con paso resuelto, sin siquiera mirar atrás, arrastrando una valija gigante que seguro lleva llena de esperanzas y proyectos.

Me la quedé mirando con mis manos en los bolsillos, apoyado contra el auto, mientras charlaba desinteresada con una amiga de un día y se perdía entre una manada de remeras azules.

Era el mismo ritual que en esos días lindos de kínder. Solo que esta vez, el que lloraba sin parar, era yo.

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