Martín Molina está a punto de casarse. Mientras espera por su novia, durante esos 45 minutos, repasa su separación con Mora, la delicada relación con su suegro, y todas las cosas que le pasaron en su intrincado camino al altar. Cuenta sus miedos de siempre, sus logros, lo grande que es Julio Iglesias, y todo lo que aprendió.
En el primer capítulo Martín conoció a Fabiana, y se quedó en su casa a pasar la noche. A la mañana siguiente se lo encontró a Tito, su ex suegro, desayunando con la madre de su novia de turno.
Martín es ahora dueño del secreto de Tito y quiere tomar ventaja para tratar de reconquistar a Mora. Pero no se anima porque está aterrado.
Si preferís leer la historia desde el principio, te salteaste el primer capítulo, o no te acordás de nada, podés empezar desde cero en este link: https://www.javierlentino.com/p/el-pupilo.html
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Salí de la casa de Fabiana y el frío de agosto me golpeó fuerte en el pecho. Me acuerdo bien porque justo era el día de la muerte de San Martín, y la primera vez en mucho tiempo que me sentía contento de verdad.
Me subí helado a la camioneta empapada de rocío, frotándome las manos y encendiendo rápido la calefacción. Me encontré en el espejo retrovisor y no me reconocí sonriendo como en un cumpleaños. Hacía rato que no festejaba nada.
Elegí pensar que mi alegría era por la noche que había pasado, por haberme animado a una historia nueva. Pero mi subconsciente y yo sabíamos muy bien que la euforia venía por otro lado.
Nada había cambiado. Mi relación con Mora estaba igual de estancada que de costumbre, pero el encuentro providencial con Tito me daba una luz de esperanza.
Aunque mi mente no lograba todavía amigarse con la idea de un chantaje, este escenario nuevo, sin duda, cambiaba la ecuación. De solo pensar en las consecuencias de mis acciones se me anudó el estómago de repente.
La personalidad de mi suegro nunca me había resultado fácil. Su presencia, su actitud tan particular ante la gente, me atemorizaba hasta aterrarme, y mi cuerpo todavía no se ponía muy de acuerdo con el entusiasmo repentino que experimentaba mi cerebro.
Por inercia empuje un cassette que estaba en el estéreo y “Soy un truhán, soy un señor” sonó acolchonado en los parlantes gastados de la Fiat Multicarga ¡Cuánto más fácil era ser Julio Iglesias que Martín Molina! Él cambiaba de mina como de camiseta, yo no podía ni con una relación totalmente rota y otra que todavía ni había empezado.
Me sentí un tibio ante mi propia imposibilidad. Tenía todo para despedazar a mi suegro, para exigirle que me ayude con Mora, para usarlo a voluntad. Podía reconquistarla y limpiar, de una vez, la imagen de mierda que él mismo me había fabricado. Pero estaba muy asustado y el miedo solía paralizarme.
Anduve manejando de más, buscando tranquilidad en el barrio que tanto me gustaba, evadiéndome y cantando fuerte como un tarado.
Llegué a la bicicletería a media mañana. La vieja campana colgada de la puerta tintineó anunciando mi entrada y me acordé de mi viejo como todos los días. Lo extrañaba de verdad y hoy más que nunca necesitaba su consejo.
Su bicicletería igual me dio remanso. Siempre me tranquilizaba. Desde la muerte de mi papá había quedado atrapado en su recuerdo. Me escudaba en la tradición del negocio, en su historia barrial, pero en realidad ese orden meticuloso, sus cosas, su oficina intacta me protegían de mi presente. Estaba parado en el tiempo. No me animaba a cambiar nada por miedo a que algo pase. Ni siquiera las letras pintadas a mano de la vidriera, que ya pedían ser repasadas desde hacía rato.
—Linda hora de llegar Molina, me tenías preocupado ¿Qué pasó? ¿Te quedaste dormido otra vez?— dijo el negro sin levantar la mirada desde el mostrador del fondo. Estaba ocupado con un manubrio viejo que al parecer lo tenía a maltraer.
—¿Qué hacés negrito? ¿Hay café?
—Recalentado, pero hay ¿De dónde venís? Tenés la misma ropa que ayer. No habrás ido a lo de Mora otra vez…
Muchas noches desvelado le tocaba el timbre. Y ella, más por lástima que convencida, me dejaba dormir en el sofá. Era mentira que necesitaba estar en mi casa, solo quería estar cerca. Asegurarme de que estuviese sola. “Martín, esto así no va” solía decirme. “Vas a venir un día y me vas a encontrar con alguien. No es que ande buscando, pero no voy a estar sola toda la vida.”
—Hey, Molina... ¿Me escuchas? ¿Estuviste otra vez en lo de Mora?
—Me quedé en la casa de una mina que me levanté en la cola del banco—contesté mirando el “Molina” pintado en la vidriera, todavía recolectando mis propios pensamientos.
—¿En serio? ¿Buena?
—¿Es lo único que te importa?
—Me tenés cansado de dar pena. Ya no sé si lo hacés a propósito, si es un personaje que vos te inventás para joderme, o un día te encuentro acá colgado con una cadena de bicicleta. Yo te conozco de hace rato. Conmigo no.
—No vas a poder creer lo que me pasó.
Nos servimos un café en la cocina chiquita y le conté al negro lo que había pasado.
¡Genial! —el negro no podía salir de su asombro. —Yo te puedo ayudar, juntos podemos armar una estrategia para que recuperes a Mora. Pero hay que cagarle la vida al hijo de puta de tu suegro.
—Bueno... cagarle la vida a Tito, no sé si quiero.
—Sí querés, Martín. No podés ser bueno toda la vida, no podés dejar que te pisen la cabeza y quedarte en el molde como que no pasa nada. Eso si, vas a tener que hacerme caso en casi todo. Empezando por vos.
Así como estás, sin afeitar, con el delantal azul puesto todo el día, no vamos a ningún lado.
—A Fabiana me la levanté así.
—Estaría caliente. Escuchame bien lo que te digo. Quiero que le hagas el novio a esta Fabiana. Me la invitás a cenar, al cine.
—Quedé en salir el sábado a la tarde.
¿A la tarde? ¿La vas a llevar a tomar un helado como a todas las minas esas que salís vos? ¿A comer a “La Coqueta”, ahí en Lope de Vega, como cuando ibas al colegio con Mora? A ver si te das cuenta hermano ¡Tenés que hacer salidas de gente grande! Andá a tomar algo a un bar, a comer a un restaurant lindo en el centro, ponete perfume, pasala a buscar.
Tenés que esforzarte por recuperar tu …¿como se dice? ... ¡tu masculinidad!
—Parecés el horóscopo.
—Vos reíte. Y engordame un poquito. Esto de estar trabajando sin almorzar, comiendo una manzana por día, no va ¡Mirá lo que parecés! ¡Sos un alambre! Vos preocupate de esta Fabiana y de lo que yo te digo, del chantaje de tu suegro me encargo yo.
—¿Y qué vas a hacer?
— Quedate tranquilo que algo se me va a ocurrir. Ah ... y basta con Julio Iglesias, te lo pido por Dios. Basta, de verdad.
Iba a decirle que lo de Julio no se negociaba, pero la campana de la puerta sonó otra vez. Era Tito. Cogoteaba impaciente por sobre las bicicletas. Impecable y bronceado como siempre, parecía sereno. Era uno de esos típicos viejos cancheros de Buenos Aires. El pelo blanco bien peinado para atrás, las mangas arremangadas de su eterno sweater celeste y el cuello levantado de su camisa casi sin querer, como si se lo hubiese olvidado.
—Andá vos, --le dije al negro en un susurro.
—Ah. que hacés pibe— soy Tito Lopez Audet, el suegro de Martín ¿Le avisás que estoy acá?
Tito tenía la perversa costumbre de ningunear a aquellos a los que consideraba inferiores. Había venido a la bicicletería infinidad de veces y lo conocía al negro de memoria, pero se presentaba cada vez que lo veía como si fuese la primera.
—Ex suegro, querrá decir
—Bueno, es lo mismo ¿Está o no?
Lo quise dejar esperando, pero yo estaba mucho más nervioso que el.
—Martincito— dijo con más falsedad que de costumbre, levantando una de sus manos y sonriendo de oreja a oreja —Lo que son las casualidades, mi querido. Ahora le voy a tener que contar a Morita que te andás revolcando por ahí.
El negro se acercó para escuchar de cerca, pero simulaba revisar el aire de las bicicletas de exposición.
—Quédese tranquilo, Tito. Yo no digo nada.
—Mirá nene, ni se te ocurra —dijo tomándome de la nuca con bastante más fuerza que cariño. —Yo no le digo nada a Mora, si vos te quedás calladito.
Sentí otra vez que el miedo me invadía.
—Mire Tito —dijo el negro levantando la voz desde lejos. —Me parece que acá el único que tiene mucho que perder es usted. Así que vayamos dejando las ironías y las amenazas para otro día. No es novedad que mi amigo está muerto con su hija. La quiere de verdad. Siempre la quiso. Yo le recomiendo que lo ayude, que no se haga el loco. No vaya a ser cosa que Martín le cuente a Lita, a su mujer, a Mora y le destruya la familia por completo.
—¿Y por qué tendría que ayudarlo? Es su palabra contra la mía. Además no se si tiene los huevos.
Quise pararlo, pero el negro siguió envalentonado mientras se acercaba. —Quizás Martín no se anime. No porque no tenga los huevos, como usted dice, sino porque es demasiada buena persona. ¿Pero sabe una cosa? ¡Yo sí me animo!
Quizás sea otra casualidad, pero mi mamá es maestra. Igual que “su amiga” Lita, la madre de Fabiana ¿Sabe donde trabaja mi mamá? No lo va a poder creer. En la misma escuela que su novia. Si usted quiere, podemos empezar por contarle a Lita y a Fabiana, a ver que piensan...
Tito perdió el bronceado de repente. —No, no, está bien. Perdón muchachos, tienen razón. Vamos a quedarnos tranquilos por ahora. Yo voy a tratar de ayudar con Morita lo más que pueda, Martín sabe que ella me escucha bastante. Pero ustedes se quedan callados.
—Sin condiciones, Tito. Usted ayuda, nosotros vemos si no decimos nada.
—Bueno, ok, ok. No sé si saben. Pero Morita está saliendo con un tipo hace un par de semanas. Nada muy importante, Mabel me dijo que salieron dos o tres veces a cenar. Igual, yo le pregunto. La semana que viene paso y les cuento como viene la mano, pero les pido por favor que no digan nada.
—Mejor venga el lunes, así no pasa tanto tiempo.
Cuando Tito se fue, el negro no podía parar de reírse. —¿Le viste la cara? ¡Qué lindo verlo así bien cagado!
—¿Cómo sabés que Lita es amiga de tu vieja? si ni la conocés.
—No es amiga. Mi vieja ni la conoce.
—¿Sos boludo? ¿Y entonces?
—¿Vos te pensás que Tito le va a preguntar?