viernes, 27 de septiembre de 2019

Gonzalo

Gonzalo no la tuvo nada fácil, mucho menos su futura familia. Lo adoptaron de grande, cuando ya casi nadie lo quería, después de algunos papeles, tres reuniones y dos firmas certificadas. Pobre Gonzalo, le costó mucho acostumbrarse a su nuevo nombre. Como de chico no tenía, todos lo llamaban por el apellido. Pérez le decían.

Su vida cambió una mañana fría de junio ¡Qué nervios tenía! Casi ni había cenado la noche anterior al ver que le juntaban sus cosas y se las acomodaban prolijas en un bolso.

—Mañana le vamos a dar tu lugar a otro, ¿sabés?—le había dicho Valeria, la chica que ayudaba en el piso, mientras le daba un beso y le acariciaba el pelo corto con su mano tibia. —¡Te voy a extrañar!

Gonzalo la miraba con los ojos bien abiertos y su expresión seria de siempre. —No te preocupes— decía Valeria con calma, solo para dejarlo tranquilo. —Vas a ver que todo va a andar bien ¡Cómo no te van a querer!


Del otro lado de la ciudad, Eleonora y Huguito estaban mucho más ansiosos que Gonzalo. Un email no muy largo les había confirmado la adopción pocos días antes.

Hacía ya tiempo que los dos estaban muy solos. Pero de alguna manera, esa soledad también protegía una alegría sin sobresaltos. Muchas experiencias feas la habían empujado a Eleonora a decir basta. Y Huguito, para no verla sufrir más, se acostumbró a esa vida de los dos solos. Se refugió en su taller del fondo, en el futbol de la radio, en los almuerzos pálidos y sin ruido de los domingos por la tarde.

Hoy la procesión le caminaba por dentro. Se comía las uñas y andaba caminando en círculos por el patio. Eleonora, en cambio, acomodaba la casa sin parar para sacudirse los nervios. Quería que todo estuviera perfecto. Pobre, no sabía muy bien como era eso de tener que compartir su cariño.

Gonzalo tampoco tenía muchos recuerdos de familia. En las noches frías, tapado con su frazada de colores, soñaba con su mamá, pero muchas otras tenía pesadillas. Se despertaba sobresaltado a las 3 de la mañana pensando que se perdía, o que le pegaban sin sentido como cuando era chico.

Por suerte sus recuerdos más vivos eran de los lindos. Los de ese único viaje en la parte de atrás de una camioneta bien roja acelerando por un camino de tierra. El viento fuerte pegándole en la cara, los ojos llorosos, y el olor a campo llenando todo el aire.

Hoy esperaba más ansioso que nunca, sentado al sol en los escalones de la entrada, con el único sweater a cuadros que tenía, abrigado y derechito para poder impresionar.

Muchas veces, esperando en ese mismo lugar otras promesas, pensó en escapar como muchos de sus compañeros más jóvenes que nunca volvieron. Vivir solo, pidiendo por ahí, durmiendo donde sea. Pero hoy tenía una sensación agradable, un pálpito distinto.

Haciendo un esfuerzo grande por controlar sus nervios miraba los coches que pasaban por la avenida, adivinando las caras de su nueva familia, queriendo imaginar su nueva casa.

Huguito llegó por fin y Eleonora encaró la puerta lo más rápido que pudo. Gonzalo quedó petrificado al verla porque sabía que era ella ¡La había esperado tanto! Caminaba segura, con la sonrisa llena y una expresión renovada. Se había arreglado para la ocasión. Llevaba su pelo recogido con un pañuelo largo, los pantalones bajos, anchos y gastados, y unos anteojos enormes y redondos que le daban un aire de otro tiempo. No se parecía en nada a la única mamá que Gonzalo había conocido pero igual arriesgó, y corrió con todas sus fuerzas a su encuentro.

Corrió contento, sus cuatro patas volando libres en una carrera loca, sus orejas largas flameando en el viento, la lengua afuera.

Eleonora abrió sus brazos y Gonzalo saltó para que lo abrazara. Cayeron juntos en la caja de la camioneta que Huguito ya había abierto entre besos de perro mal dados, apretones y carcajadas.

Entonces Gonzalo supo por fin que nunca más sería Perez, y que había encontrado una familia nueva para poder vivir el resto de su vida.

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