viernes, 20 de marzo de 2020

La monjita

Este es otro capítulo de "El Pupilo".

Martín Molina está a punto de casarse. Mientras espera por la que será su mujer, en esos 45 minutos, repasa el último año y todas las cosas que le pasaron en su intrincado camino al altar. Habla de sus miedos a lo nuevo, de lo tanto que la extraña a Mora, de lo grande que es Julio Iglesias, y de la complicada relación con su suegro Tito Lopez Audet.

Si preferís leer la historia desde el principio, recién lo conocés a Martín, te salteaste algún capítulo, o no te acordás de absolutamente nada, podés empezar desde cero en este link: https://www.javierlentino.com/p/el-pupilo.html

Ah .. y si te quedan ganas de más, podés escuchar la música de Martín en este otro link:
https://www.youtube.com/playlist?list=PLG3GJZT8W54jmA-ZiSozBig94a8JVGO5R



Bajé a la bicicletería con la culpa a cuestas, solo para poder estar más cerca de mi papá. Desde su muerte había perdido a mi máximo confidente y solía deambular vacío de consejos, de su contención anímica de siempre que, por esas horas, necesitaba más que nunca.

Su local era un escape a mi niñez, un ámbito de protección. Habíamos pasado tantos ratos juntos ahí, que el aura de su sabiduría práctica todavía parecía inundarlo todo.

Me preparé un café y me senté en los escalones de la parte alta del negocio buscando remanso en el silencio, mirando la gente pasear desinteresada, los coches pasar de vez en cuando por Rivadavia.

El sol de la tarde del domingo se metía por las vidrieras, levantando brillo en los guardabarros cromados, realzando los colores de las bicis nuevas, y reventaba de lleno contra el mostrador celeste del fondo que ya estaba descolorido de tanto embate de luz.

Siempre me gustó este lugar. No es la bicicletería más linda del mundo, pero ya no quedan muchos negocios antiguos, ni tan  conservados como este. El local, quizás demasiado grande para estos tiempos que corren, ocupa toda la esquina. Y salvo los muros bajos de 1 metro que sostienen las vidrieras enormes, es prácticamente todo de vidrio.

La entrada de puertas dobles queda justo en la ochava, al reparo de un alero del piso de arriba donde vivo. En toda la esquina, y también arriba de las vidrieras grandes de los costados, mandé a instalar unos toldos de lona verde que se despliegan para dar sombra sobre toda la vereda. Suelen estar recogidos en el invierno, pero se usan un montón en las tardes de verano. A partir de noviembre, el atardecer de la ciudad entra de lleno inundando la avenida, y el sol del oeste parece no cortar nunca. Me encanta la luz, pero la sombra ayuda a cuidar la pintura de las bicis en los meses de más calor.

El negocio parece estar parado en el tiempo. Mantiene ese aire pomposo del Buenos Aires de antes.  Todavía la puerta dice que cerramos a la hora de la siesta. Y a pesar de que siempre abrimos todo el día, me resisto a cambiarlo. Yo digo que es por mi viejo. Pero siempre fue por mí. Como dice Mora, no quiero cambiar. No vaya a ser cosa que algo pase.

Me distrajo una monjita que venía pedaleando por Segurola. Era de esas que todavía no tienen todo el pelo cubierto. Una novicia de ventipico de años, vestida toda de gris, que paró justo en la puerta.

Todavía sin bajar de la bici, se subió las medias, y acomodándose el pelo detrás de sus orejas, miró hacia adentro del local buscando gente. Al verme sentado, acomodó la bici en los soportes vacíos.

Me acerqué antes de que pudiera golpear.

—Parece la puerta del cielo —dijo con una sonrisa al escuchar el tintinear de la campana.

—Estamos cerrados, pero dígame que necesita.

—Uy, perdón. Vuelvo mañana.

—No se preocupe. Igual estaba por acá.

—Me podés tutear si querés, todavía no estoy ordenada.

Sonrió una vez más y se le iluminaron los ojos chiquitos. —Me compré esta bici de segunda mano hace como dos semanas. Los frenos andan muy mal. Tengo miedo de quedarme sin zapatos —levantó un pie, divertida, para mostrarme el cuero negro todo raspado en la punta. —Y de vez en cuando, se le sale la cadena. ¿La podés revisar?

—Si la deja, la puede ... la podés pasar a buscar como en unas dos horas. O te la puedo alcanzar en la camioneta si no es muy lejos. Más tarde tengo que salir.

—Vivo en el edificio de las hermanas, el que está pegado a la parroquia. Es acá nomás, sobre Yerbal —dijo apuntando con su mano exactamente para el lado contrario. —Serán cuatro, cinco cuadras como mucho, casi llegando a la estación.

—Yo te la llevo, así no tenés que volver de noche. Entrala que traigo un ticket ¿Cómo es tu nombre?

—Esperanza —gritó mientras salía. —¡Y no te rías! Ya sé que hasta el nombre tengo de monja.


A las 7 en punto de la tarde paré en la puerta de la iglesia con la bici de Esperanza atada en la caja de la Multicarga. La congregación entera salía de misa y se quedaba charlando en las escalinatas o en la vereda. Vi pasar algunos conocidos del barrio y varios chicos me saludaron al reconocerme apoyado contra la camioneta. La mayoría, se demoraba con el cura, que estaba despidiendo a su gente.

Subí rápido los escalones al ver que los últimos se disipaban.

—Encantado Padre —dije con menos aliento de lo que esperaba. —Vengo a traer la bicicleta de Esperanza.

—Las hermanas ya están cenando y no pueden salir. Pero yo se la guardo. Mañana bien temprano nos encontramos todos a rezar ¿Cuánto le debe?

El cura también era joven, no tanto como Esperanza, pero bastante más joven que yo. Parecía cualquier cosa menos un párroco. Llevaba el pelo algo más largo de lo normal y no usaba el cuello blanco de rigor.

—Ah, no es nada, solo le ajusté dos tornillos. Ya que estamos ¿Le hago una pregunta? Yo soy católico, estoy bautizado y tomé la comunión, pero hace como 15 años que no me confieso ¿Puedo venir cualquier día directamente o tengo que pedir turno en algún lado?

El cura se río sin mirarme a los ojos.

—Podés venir todas las tardes sin turno. No damos turnos. Pero si querés, te podés confesar ahora conmigo.

—¿Ahora mismo?

—Si tenés ganas…

—Lo pienso mientras bajo la bici ¿le parece? No sé si estoy tan preparado.

—Nunca nadie está preparado para asumir sus errores.

Entramos a la iglesia con la bici ruidosa de Esperanza a cuestas. La luz lúgubre de los vitraux de colores solo alcanzaba para recortar el altar al fondo y alguna que otra forma amurada sobre las paredes grises y rugosas de los costados.

Salvo el rellano de la entrada, que se iluminaba con las velas que deja la gente con sus intenciones, todo estaba en penumbras.

—Preferiría venir de día —dije tomando conciencia de la desolación de la oscuridad. La sola idea de hablar sin poder ver me hizo sentir aun más penitente.

—Para que te resulte un poco más fácil podemos sentarnos acá cerca de las velas —dijo el cura señalando los bancos cercanos e intentando disipar mis dudas —Por lo menos, nos podemos ver a los ojos.  Me llamo Damián.

—Encantado, padre. Martín Molina.

—Decime Damián, no hace falta que me trates de usted.

—¿Empiezo? —dije buscando coraje.

—Cuando vos quieras.
Damián escuchó con mucha paciencia y, con palabras de aliento, me invitó a volver algún otro día.

Salí a la calle algo más liberado, pero me puse nervioso de nuevo en la puerta misma de la camioneta. Arranqué despacio, con el vidrio bajo y el viento en la cara, buscando a Fabiana en mi mente pero, curiosamente, me encontré con Esperanza y su bici de segunda mano.
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