sábado, 11 de abril de 2020

Cien años

En la entrada del cementerio, Ricardo se dio cuenta que había perdido el rosario que le había dado su mamá.

Se quedó parado de cara al pórtico gigante de columnas romanas, revisando en vano sus bolsillos, pensando.

Decidió vaciar su mochila en el piso, arrodillado en la vereda para poder buscar mejor. La gente le pasaba por los costados mientras Ricardo revisaba cada rincón.

—Lo puse acá, estoy seguro —decía hablando solo. —Lo metí en este bolsillo para que no se pierda ¿Y la billetera? ¡No lo puedo creer! Me la robaron en el colectivo —. Levantó la mirada al cielo y el sol del mediodía lo obligó a cerrar sus ojos. —Ay Dios mío ¿me explicás? ¿Quién puede ser tan malo para robarse un rosario?

—Se te cayó ahí pegado al cordón, en el agua sucia.

Ricardo se encontró de golpe con una señora de ojos grandes que estaba parada junto a él. El mismo sol la golpeaba de lleno en su espalda y la rodeaba por completo de una luz nueva.

—¿Se te perdió algo más?

—Todo —dijo Ricardo mientras se incorporaba. —Tenía El DNI, la plata, creo que también el carnet del club. Aunque el rosario era lo más importante, menos mal que usted lo vio —.  Sacó el colgante del agua de la zanja y lo sacudió para intentar secarlo un poco. —Lo tengo que colgar en la lápida de mi abuela, hoy era su cumpleaños, hubiese cumplido cien. Es la primera vez que vengo, mi mamá me mandó porque tiene que trabajar.

—¿No habías venido nunca?

—¿Para qué? Si total los muertos no se dan cuenta.

La señora se lo quedó mirando en silencio por un rato y Ricardo se vio reflejado en sus ojos grises gigantes.

—Quizás tengas razón —dijo resignada. —Si querés te puedo acompañar. Conozco bien las calles.

—¿Usted trabaja acá?

—Ayudo. Somos varios que hacemos lo mismo.

Entraron juntos al cementerio por el camino de palmeras, entre puestos de flores desvencijados y vendedores que les acercaban estampitas, agua bendita y medallas de lata.

A la sombra del pórtico, un ángel gigante de yeso sostenía un cartel de “bienvenidos”.

—¿No parece la entrada al cielo, no?

—La verdad que no — dijo Ricardo sonriendo.

—El cielo es mucho más lindo. Y te puedo asegurar que no hay ningún ángel como ese.

—¿Y usted cómo sabe?

—No hace falta que me trates de usted ¿Cuántos años te pensás que tengo?

Ricardo pensó por un momento, mientras miraba las alas chiquitas en la espalda del ángel del cartel.

—¿45?

—¿Tan vieja parezco? Mucho tiempo caminando por acá ¿Y vos? ¿15?

—16.

Caminaron en silencio por las calles grises y angostas. Frente a mausoleos desparejos y estatuas blancas de mil años, sucias de sarro y de tristeza. Ricardo miraba aprensivo, pero la señora de los ojos grandes sonreía ajena a todo, siguiendo el camino con precisión.

Otros como ella, la saludaban a su paso y su cara se iluminaba por momentos. Sus ojos grandes y grises chispeantes como los de un chico.

Se detuvieron un momento en un cruce, para dejar pasar a un cortejo. El cajón primero, la gente atrás abrazada, llorando sin consuelo.

—Estas son las cosas de acá que no me gustan —dijo la señora en un susurro para no molestar.  —El primer día, la despedida, el golpe y el dolor que parece indeleble. Después, con el tiempo, los recuerdos lindos salen de golpe. Y a pesar de que hay siempre emoción y congoja, cada visita puede ser un reencuentro.

—Si usted lo dice.

—¿Sabés por qué se te perdió el rosario? Porque para vos no tiene valor. No hay recuerdo, no hay cumpleaños, no hay nada. No te importa.

—Si que me importa —dijo Ricardo sin convicción.

—¿Entonces porque no viniste nunca? La muerte no contagia. A mi me parece que a tu abuela le hubiese gustado.

Ricardo rompió en un llanto silencioso y la señora quiso tocarle la cabeza, pero no pudo.

Llegaron por fin a un claro de césped bien verde, lleno del mismo sol de la vereda. El jardín tenía tres lápidas de distinto tamaño, y un banco de plaza con una chapita de bronce, justo a la sombra de un limonero frondoso.

La señora de los ojos grandes se sentó en el banco y leyó la chapita con interés.

—No la había leído nunca —le dijo a Ricardo que la miraba de lejos y no se animaba ni a dar un paso más —. Esa es la de tu abuela. Andá,  dejale el rosario. ¡Y decile felicidades!

—¿Le parece?

—¿No es su cumpleaños?

—Si, pero...

—No pasa nada, no te ve nadie.

Ricardo se acercó despacio y colgó el rosario con manos temblorosas.

—Ya está —dijo con su mirada clavada en el pasto.

—No escuché nada.

—Es que no le dije.

—Yo te acompaño. El año que viene podés volver solo y traer flores blancas. Seguro le gustan.
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