viernes, 6 de marzo de 2020

El último romántico

Federico Salaberry fue el último de los románticos. El único sobreviviente de una generación perdida. Un pibe de convicciones genuinas, de compromiso, que supo defender su fidelidad eterna a una sola mujer.

En quinto grado, Federico se había enamorado de la mujer maravilla. Verla en la tele por primera vez fue un rayo láser, un tiro directo a su frágil corazón en vías de desarrollo.

Mientras sus amigos de la primaria sucumbían a las fauces de las revistas condicionadas, a los pósters berretas de las gomerías del barrio, a los almanaques de bolsillo que les regalaban en los talleres mecánicos, Federico veneraba una foto, tamaño natural, que tenia pegada en el placard de su cuarto.

Ahí estaba Linda Carter, mirándolo de frente, con sus brazos en jarra y sus brazaletes de oro antibalas. El pelo largo hasta los hombros, la vincha de metal. Iba enfundada en el clásico bombachón de estrellas, con las botas rojas hasta las rodillas. Y un top, tan dorado como apretado, que redefinía la moral de esos años, y los límites mismos entre la niñez y la pubertad de Federico.

Un buen día, la familia Baldassi se mudó a la casa de la esquina. El camión de mudanzas lleno de muebles estacionó bien pegado al cordón y dos tipos diligentes empezaron a bajar las cosas.

Como era sábado por la mañana y el tiempo estaba lindo, Federico jugaba en la calle con su hermana y otros chicos de la cuadra. Curiosos, se acercaron despacio para poder ver de cerca a los nuevos vecinos.

Ricardo Baldassi era ingeniero, y estaba casado con una señora rubia de rulos grandes que se llamaba Maria Claudia. Tenían dos hijas. La más grande, que recién cumplía 12 años, se llamaba Alejandra. Y para sorpresa de Federico era igual, idéntica, a la mujer maravilla.

Mientras las cajas entraban en la casa y los muebles se amontonaban en la vereda, Alejandra y su hermana jugaban ajenas al trabajo, y se turnaban a saltar una soga que habían atado de un lado a la reja de la ventana del living.

Sin dar crédito a lo que veían sus ojos, Federico se acercó un poco más y se quedó pegado al camión para poder verla bien de cerca. Confirmó que tenía el pelo igual de negro que Linda Carter, y los ojos todavía más azules que esos que lo miraban todos los días desde el póster. Era un envío celestial. Una heroína de carne y hueso diseñada a su medida. Chiquita como él, del subdesarrollo y sin poderes, pero divina al fin.

Con el correr de las semanas, las hermanas Baldassi se incorporaron rápido a la dinámica de los chicos de la cuadra, y al poco tiempo ya jugaban en la calle como todos los demás.

A pesar de verse y jugar con Alejandra casi todas las semanas, Federico la amaba en silencio. Cualquier pregunta que le hiciera, el mínimo contacto, lo avergonzaba por demás. Pobre, se la pasaba esperando una oportunidad que parecía no llegar nunca. Estaba claro que eran amigos, pero la cosa no pasaba de ahí.

Se la encontraba todos los martes y los jueves a la vuelta del colegio. Y algunas tardes, de vez en cuando, Federico le pedía a su mamá que invitara a todos a tomar la leche a su casa, solo para que Alejandra pudiese venir. Pero se debatía entre hablarle de los dibujos animados, o solo contemplarla en silencio; casi como si fuese el póster que tenía pegado en su cuarto.

Uno de los últimos días de noviembre, cuando ya casi terminaba el colegio, un cumpleaños de una chica los juntó en un baile improvisado. En un arrebato de confianza y animado por los lentos de la última hora, la sacó a bailar. Federico y Alejandra se besaron esa tarde por primera vez en un beso glorioso e inocente que pareció durar toda una vida.

Cuando la fiesta terminó, quedaron en verse como todos los fines de semana. Pero el sábado llovió como nunca, y el domingo Federico fue a la cancha con su papá. El dentista obligó a saltear el encuentro del martes, y algo pasó también el jueves. Ansioso y esta vez muy resuelto, Federico tocó el timbre de la casa de Alejandra el viernes del último día de clases.

—Hola Fede— le dijo Ricardo Baldassi apenas abrió la puerta —¿La buscabas a Ale? Se fue ayer a San Bernardo.

—Ah, no sabía— dijo Fede sorprendido —¿Y vos no vas?

El padre de Alejandra sonrió y sacudió su cabeza. —No lindo— dijo bajito. —Esta vez se fueron las chicas solas.

Pasaron los días y también las semanas, pero las Baldassi no volvieron nunca de su viaje. Un sábado caluroso de los primeros de enero apareció el camión de la mudanza, igual que en ese primer día. Los operarios cargaron los muebles, y un montón de cajas y valijas. Ricardo esperó paciente, fumando en la vereda, y después cerró la casa con llave por última vez. Se fue solo, sin saludar a nadie, manejando despacio en un Taunus azul marino de los nuevos.

Dicen los chicos del colegio de Alejandra, que la maestra mencionó su nombre al pasar lista el primer día de clases. Pero los meses pasaron y ya nada más se supo de los Baldassi.

Si es sabido que Federico rompió el póster de la mujer maravilla el mismo día que volvió el camión de la mudanza. Y que también lloró de pena, como no lo había hecho nunca en toda su vida.

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