Martín Molina está a punto de casarse. Mientras espera por la que será su mujer, en esos 45 minutos, repasa el último año y todas las cosas que le pasaron en su intrincado camino al altar. Habla de sus miedos a lo nuevo, de lo tanto que la extraña a Mora, de lo grande que es Julio Iglesias, y de la complicada relación con su suegro Tito Lopez Audet.
Si preferís leer la historia desde el principio, recién lo conocés a Martín, te salteaste algún capítulo, o no te acordás de absolutamente nada, podés empezar desde cero en este link: https://www.javierlentino.com/p/el-pupilo.html
Si te quedan ganas de más, podés escuchar la música de Martín en este otro link:
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Muy a pesar de mi confesión frente al padre Damián, la culpa y todo su peso seguían en el mismo lugar el lunes por la mañana.
Bajé al negocio temprano, rogando que el Negro no hubiese llegado, implorando por una diligencia personal, un trámite de último momento que lo mantuviera alejado de la bicicletería, al menos un día más. Como si el dilatar sirviese para algo, como si no enfrentar la realidad pudiese hacerla desaparecer.
—Estoy muy orgulloso de vos, Molina —, disparó al verme. Salía de la cocina con un café para cada uno, contento como si fuese un viernes de verano a las 6 de la tarde.
—Bueno, tampoco para tanto.
—Las cosas como son —, siguió satisfecho mientras ensayaba un brindis con las tasas —. Obvio que el plan acá es que vuelvas con Mora pero, la verdad, me sorprendiste con Fabiana ¿Me la vas a presentar?
—Me dijo que pasaba hoy.
Hubiera preferido decirle la verdad y listo. Eso hubiera preferido. “¿Sabés qué, Negro? Te inventé todo”. Decirle así, de golpe y sacarme el peso de encima, pase lo que pase. Ahora yo me quedaba con estas felicitaciones sin mérito y él con mi satisfacción de plástico ¡Qué cagón! Quería contarle que no podía dejar de pensar en Mora y que le había contado parte de la verdad a Fabiana, porque también me pasaban cosas con ella. Quería preguntarle para ver que pensaba, que me ayude a entender como podía ser tan pelotudo.
La campana de la puerta sonó por primera vez en la mañana.
Era Fede Scaglietti, que llegaba temprano como muchos otros días.
Fede era del barrio. Lo conocíamos de chico porque habíamos ido juntos al colegio, pero era mucho más amigo del Negro que mío. Teníamos, sin embargo, cierta afinidad y habíamos salido juntos muchas noches desde mi separación. Un tipo muy ocurrente y por demás divertido.
Su papá tenía una agencia de PRODE y Quiniela a media cuadra de la esquina de Segurola, sobre Rivadavia. Un negocio chico, pero muy particular, porque además era una peluquería de hombres con tres butacas. Siempre estaba lleno de gente y el Negro y yo solíamos cortarnos el pelo ahí, religiosamente.
Fede pasaba casi todo el día en la bicicletería y de vez en cuando nos ayudaba atendiendo algún cliente de ocasión. Era un monstruo. Vendía más que nosotros. Le agregaba un timbre, una luz, o una canasta, si la bici era para la mujer de alguien.
Era un apasionado de las bicicletas de ruta, por que se había criado alrededor de bicis de carrera. Enzo, su padre, era un fanático de los equipos italianos de los 70, y Fede había heredado su obsesión por la estética tan particular de ese tiempo.
Tenía un estilo muy personal y distinto para Buenos Aires. Andaba siempre vestido con cosas que se compraba en Italia, donde pasaba todos los veranos. Volvía quemado en pleno invierno, con relojes chiquitos de colores, mocasines azul marino y unos sacos de corduroy, con solapas anchas, que solo él podia usar.
Pero no trabajaba nunca y vivía de la plata de su padre. Muchas veces le ofrecimos pagarle porque, de verdad, vendía y entendía mucho. Pero siempre decía “Si me pagan, pierdo la magia”.
Forzaba el acento con la gente que no lo conocía, para hacer de cuenta que era italiano. Patinaba las erres y usaba palabras raras, como: fantástico, o faboloso. Y cuidaba mucho la forma en la que movía sus manos para que la ilusión fuese completa.
Era como esos tanos de las películas. Encantador, bien parecido y mentiroso. Cambiaba de mina casi tan rápido como vendía mis bicicletas, pero todas sus mujeres eran siempre iguales. Altas, monas y de piernas largas. Rubias, morochas, incluso pelirrojas; le daba igual. Pero siempre de buena familia y del centro. Nunca le conocimos una relación formal y jamás lo vi con una tipa fea.
—Ciao amici ¿Hay café para Fede? Molina, tengo una mina fea para presentarte ¿O todavía seguís encamotado con Morita?
—Aunque no lo creas, Martín está saliendo con una mina nueva. Según tengo entendido, de fea no tiene nada.
—Epa Molina ¿y eso?
—Se la levantó en la cola del banco —, siguió el Negro como si yo no estuviese —. Me cuenta mi amigo Molina, que la piba está para el infarto.
—¿Es joven? ¿Como se llama?
—Cinco menos que nosotros. Veinticinco ¿Qué tiene que ver el nombre?
—A ver Martín, el nombre es todo —, dijo Fede con seguridad y se sentó arriba del mostrador de un salto ¿Vos te pensás que Ornella Muti se llama así de casualidad?
—Fede, ¿viste este plan que nosotros tenemos?
—¿Qué plan?
Lo miré al Negro para intentar pararlo, pero estaba tan compenetrado en lo que iba a decir, que ni se enteró. La campana de la puerta sonó una vez más.
Era Esperanza que se había quedado parada en la entrada misma.
—Hola Martín —, dijo de lejos, su mirada clavada en el piso —. No te quería interrumpir, solo darte las gracias por lo de ayer. Se dio media vuelta y se fue como había llegado, pedaleando rápido en la bici que yo mismo le había llevado.
—¿Y esta?
—Esperanza.
—¿Te agarró el misticismo?
—Esperanza es el nombre. Se llama así.
—Pero es una monja.
—¿En serio? Yo pensé que venía de una fiesta de disfraces ¡Ya sé que es una monja! Vino ayer y le arreglé la bici, después se la alcancé hasta la parroquia y...
—¿Y qué?
—Me quedé charlando un rato con el padre Damián.
Fede y el Negro rompieron en una carcajada.
—¿Te levantaste una monja y te fuiste a confesar por las dudas? —, decía Fede golpeando el mostrador, mientras el Negro lloraba de la risa —. Le arreglaba la bici y le cantaba “Vaya con Dios”, la de Julio Iglesias.
El negro estaba tan tentado que me hizo reír a mi también. Aunque estaba para llorar. Enamorado de Mora como el primer día, trabado en un pacto de sábanas y mentiras con Fabiana, y sin saber muy bien que papel jugaba Esperanza en todo esto.
—Fede, pará por Dios que me duele la panza —, decía el Negro y servía más café para todos. —Te contaba, antes de que llegara la monja, que armamos un plan con Martín para poder recuperar a Mora. Salió un poco de casualidad. Contale Martín.
—Seguí vos, mejor —, le dije porque no sabía muy bien a donde quería llegar con el cuento.
—Martín se quedó a dormir en lo de esta mina de la cola del banco. Fabiana se llama. Al día siguiente se lo encontró al suegro en la cocina.
—¿A Tito?
—A Tito. Se está comiendo a la madre de Fabiana desde hace rato. Están de novios.
Fede casi se ahoga con el cafe de la risa.
—¡Qué viejo pirata hijo de mil puta!
—Lo apretamos —, siguió el Negro entusiasmado —. Y ahora lo tenemos amenazado y de nuestro lado para que ayude con Mora. El tema es que si todo sale bien, tenemos que buscar la forma de sacarnos a Fabiana de encima —, dijo y me puso la mano en el hombro —. Si se enamora de Martín, como teníamos pensado, y después la deja, la tipa puede actuar por despecho, hablar con Mora, venderlo a Tito, cagar todo el plan. Mucho no la conocemos. Yo había pensado presentarle a Fede, así como de casualidad, y que se la levante.
—Momentito que yo, primero, tengo que ver como es —, dijo Fede levantando la mano mientras tragaba el café como podía —. Fede Scaglietti tiene un prestigio que mantener, tampoco voy a andar por el barrio con cualquier chirusa.
—Buenos días —, gritó un tipo desde la puerta —. Andaba buscando una bici rosa con rueditas para una nena de cinco ¿Tienen?
—A ver señor —, interrumpió Fede parándolo en seco—.Va a tener que retirarse y volver en otro momento. Estamos con un tema extremadamente importante y usted viene con una bicicleta color rosa ¡Mire bien! ¿Usted ve alguna bicicleta rosa? Le pido que me haga el favor y se las tome ¿No se da cuenta que esta es una bicicletería de verdad? ¡Vaya a la juguetería! En el centro está el “País de las Maravillas”, en la calle Florida tienen un local bien grande. Ahí seguro la consigue ¿A quién se le ocurre? —, seguía indignado —¿Qué le va a regalar para navidad? ¿Una escoba? ¿Una cocina y un juego de cacerolas?
El tipo se fue y se quedó mirando desde afuera, enojado y confundido, revisando las bicis de chicos que estaban pegadas a la vidriera.
—¿Ustedes me están jodiendo? —, arranqué con un ímpetu desconocido —. Este tema, este plan, lo sigo yo solo. Lo resuelvo yo solo ¿Saben qué podemos hacer? Fede se queda con Fabi y vos Negro con Mora ¿No tenemos otro amigo para Esperanza? Después nos juntamos los cuatro a almorzar y me cuentan como les fue.
Fede y el Negro se me quedaron mirando sin saber muy bien que decir. Los salvó la campana de la puerta, que sonó una vez más.
—Señor, ya le dijimos que no tenemos —, grité mientras me daba vuelta. Pero esta vez era Fabiana. Me dejó mudo, como a los demás. Tenía puesta una camiseta blanca, tan chiquita y apretada que podría haber sido de la nena que quería la bici rosa. Y una campera de cuero gastada, de esas de moto, abierta por que directamente no le cerraba. El jean era grande, en cambio. Le colgaba bajo en la cintura, y dejaba entrever algo de su panza.
—Hola bombón —, me dijo guiñándome un ojo —¿Interrumpo algo?
Fede se adelantó rápido, muy fiel a su estilo, y Fabiana se presentó con un beso.
—Dos besos —, dijo Fede acomodándose el pelo hacia atrás con toda la mano, tomándola de la cintura y poniendo la otra mejilla —. En Italia son dos.
—Martín —¿Tenés amigos italianos y no me avisás? Lo único que me falta es haberme enganchado con el bicicletero equivocado.
Se río de su propia ocurrencia. El Negro y Fede festejaron con ella. Yo me reí también, no me quedaba más remedio.