viernes, 15 de mayo de 2020

La revancha de Carletti




Para Sergio, mi gran compañero de aventuras. 


Ricardito Armendáriz tenía dos pasiones: el fútbol y las figuritas.

Su única obsesión era llenar el álbum y ganar la pelota número 5 que te daban de premio. “Te la dan del equipo que quieras”, me decía con los ojos iluminados, a medida que completaba las páginas con figuritas de chapa y de cartón. El premio no era más que una pelota bicolor. Pero, por entonces, algo especial era lo mismo que tener un cohete para ir a la luna. Las pelotas de fútbol eran todas grises, marrones o blancas. Y las pocas que vendían de colores, eran de Boca o de River.

No había guita que comprara una pelota azul y blanca de Velez. No la tenía nadie, ninguna juguetería, no se la podías pedir ni a Papá Noel.

Ricardito jugaba muy bien al fútbol y se la pasaba organizando picados en la calle, o armando campeonatos con los chicos del barrio. Jugábamos un cuadrangular barrial eterno, enfundados en una camiseta azul de manga larga, con números blancos de cuerina pegados en la espalda.

Todos teníamos alguna pelota, pero Ricardito era de los pocos que, además, tenía pico e inflador. Era un perfeccionista. Y de la misma manera que guardaba las figuritas y el álbum con recelo, estaba obsesionado con el aire, con la presión correcta de la pelota y el rebote alto del asfalto, o el acolchonado y corto de la tierra de la plaza. Andaba siempre con una mochila llena de cosas, a la que su mamá le había cosido el escudo de Velez. Con meticulosa paciencia, el tipo acomodaba una bolsita de tela, llena de figuritas repetidas para jugar o intercambiar, unos guantes de arquero, sus botines, el pico y el inflador.

Pero el álbum no iba a ningún lado. Lo tenía guardado en un cajón del comedor principal, abajo de los manteles. Lo metía, además, dentro de una bolsa de polietileno, para que no se le marque la tapa, y nunca te lo dejaba tocar. Te pasaba las páginas despacio, con un cuidado casi reverencial, mientras te contaba donde había jugado las inferiores Norberto Outes y porque Baley era el único negro del fútbol argentino. Conocía la historia de todos los equipos, y te podía nombrar a todos los jugadores de la selección argentina, ordenados del 1 al 22, con sus dos nombres y apellidos.

"La figurita más difícil de este año es Carletti”, me había dicho el día que compró el álbum y los 4 paquetes para empezar. "Me comentaron que van estampar solo 100 copias". Carletti era un dos de mala muerte que jugaba en Unión de Santa Fé. Sin quererlo tuvo su momento de fama gracias a las figuritas.

Al ritmo de partidos de barrio, intercambios en el colegio y “jugar a ganar” donde se podía, Ricardito iba completando las páginas. Jugaba muy bien al espejito y ganaba muchas apostando muy poco. Nunca vi a nadie tirar una redonda de chapa con tanta fuerza y tanta precisión.

Era bajo para su edad, pero muy valiente, y se andaba peleando cada dos por tres en los partidos, aunque no tuviese razón. Se le había metido en el entrecejo un grandote de la otra cuadra que jugaba bien, pero más que nada por que el tipo estaba a punto de completar el álbum y se la pasaba fanfarroneando. Vivía en una casa enorme pegada al kiosko, justo en la esquina y el padre le compraba las figuritas en caja, porque estaban llenos de guita. "Es un tema de tiempo”, me decía Ricardito resignado "Este hijo de puta va comprar paquetes hasta que le salga la de Carletti".

Una mañana de las vacaciones de verano, Ricardito me pasó a buscar por casa como todos los días. La abuela le había regalado plata y estaba decidido a gastarla toda en figuritas. Caminamos hasta el kiosko y compramos 10 paquetes con los 250 pesos que le había dado Doña Celia. Nos sentamos a la sombra en la esquina, mientras Ricardito abría despacio los paquetes para no romper nada y compartíamos una leche chocolatada que yo me había comprado.

En un ritual fetichista, levantaba el paquete al cielo, intentando adivinar su contenido a contraluz. Después de la inspección, lo frotaba varias veces contra su corazón, le daba dos besos y se hacía la señal de la cruz. Para finalmente doblar el borde del paquete y proceder a un corte milimétrico del envoltorio.

Salió Outes dos veces, en el segundo y en el cuarto paquete. Y una difícil del “Pato” Fillol con la camiseta de Quilmes que Ricardito ya tenía, pero que era muy buena para cambiar.

En el noveno paquete, pegada del revés contra una grande de cartón, apareció la melena rulosa de Carletti, su sonrisa para la foto y la camiseta a rayas rojas y blancas de Unión de Santa Fé.

Ricardito empezó a correr como un loco. "Vamos carajo" gritaba y se agarraba las bolas con las dos manos. Se besaba la camiseta y miraba al cielo agradeciendo, como si estuviese jugando la final de la Copa Libertadores. Para rematar, tomó envión y se colgó de las rejas de la casa de la esquina, como si fuese el alambrado de la cancha de Velez.

El grandote de los picados salió de su propia casa, espantado por los gritos."Chupala grandote”, le gritó Ricardito en la cara, apenas lo vio. “Tengo la de Carletti y vos no"

Le duró poco el festejo. El grandote lo bajó de la reja tirando de su camiseta sin esfuerzo, y cuando finalmente lo tuvo en el piso, le dio una piña seca en el medio del pecho. Ricardito cayó sentado de culo en la vereda, mientras Carletti volaba por el aire, para  rebotar tintineando a los pies del grandote. "Esta me la quedo yo”, dijo con la voz  gruesa. "A ver quien la chupa ahora”.

Sin decir más, se metió en su casa. Y ahí quedamos los dos, desahuciados con la chocolatada a medio terminar y un montón de figuritas que no servían para nada.

"No le cuentes nada a nadie" me dijo llorando de bronca mientras volvíamos. "Pero algo se me va a ocurrir para cagarle la vida a este hijo de puta"

Pasaron dos semanas y todo volvió un poco a lo mismo. Ricardito jugaba al espejito todos los días y compraba paquetes de a uno como siempre, pero repetir lo de Carletti se había convertido en toda una epopeya.

Un nuevo cuadrangular juntó a todos los equipos en la plaza Sarmiento. Fuimos caminando, como siempre. Enfundados en la camiseta azul, Ricardito con su eterna mochila de Velez y una pelota gastada que picaba bien en la tierra.

Nos tocaba el segundo turno, pero se había empecinado en estudiar al rival, sobre todo porque jugaba el grandote. Llegando a la plaza por la vereda de enfrente y antes de cruzar la avenida, vimos que el partido ya había empezado. El polvo de la cancha se levantaba en el sol de la tarde y los jugadores no se distinguían del todo bien desde lejos, entre tanta tierra y tanto auto que pasaba. Cuando estábamos a punto de cruzar, el arquero sacó alto y la pelota azul y blanca del grandote brilló fuerte contra el cielo de la tarde.

Ricardito se quedó parado y me tomó del brazo. "Nos quedamos acá”, dijo resuelto y se sentó en la vereda, apoyado contra la pared de una casa cualquiera. "Pero no se ve nada" dije confundido, pero Ricardito no me contestó. No habló más. Toda su concentración estaba en el partido, en la tierra que volaba, en los autos que no paraban de pasar por la avenida. En los 50 metros que nos separaban de la cancha y de esa pelota número 5.

Hasta que alguien pateó fuerte, afuera y lejos como en un día cualquiera, y la pelota pasó las hamacas y rodó cuesta abajo por el verde lateral de la plaza. Picó en la vereda y cayó rápida en la avenida. El primer auto pudo volantear para esquivarla, pero un camión grandote que venía pegado justo detrás, le pasó por encima. La pelota nueva rebotó en lo bajo del chasis, una, dos, tres veces. Pasó por el primer eje de ruedas traseras intacta, y también pudo sortear el segundo, para salir ilesa por detrás, en tres segundos eternos que duraron una vida

Quedó mansa frente a nosotros, apoyada contra el cordón. Un poco raspada, pero tan azul y tan blanca como la habíamos visto desde lejos. En un movimiento fugaz, Ricardito sacó el pico de la mochila, desinfló por completo la pelota y la metió con sus cosas. Después, dejó la suya gris en el lugar donde había quedado la del grandote. "Corré", me dijo sonriendo de oreja a oreja. Del otro lado de la avenida, las camisetas blancas todavía esperaban un hueco en el tráfico para poder cruzar.

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