martes, 4 de agosto de 2020

Atado de manos

Este es otro capítulo de "El Pupilo".

Martín Molina está a punto de casarse. Mientras espera por la que será su mujer, en esos 45 minutos, repasa el último año y todas las cosas que le pasaron en su intrincado camino al altar. Habla de sus miedos a lo nuevo, de lo tanto que la extraña a Mora, de lo grande que es Julio Iglesias, y de la complicada relación con su suegro Tito Lopez Audet.

Si preferís leer la historia desde el principio, recién lo conocés a Martín, te salteaste algún capítulo, o no te acordás de absolutamente nada, podés empezar desde cero en este link: https://www.javierlentino.com/p/el-pupilo.html

Ah .. y si te quedan ganas de más, podés escuchar la música de Martín, hasta la que sale hoy en este capítulo, en este otro link:



Nos sentamos uno de cada lado del mostrador, el Negro y yo. Había dejado a Fabiana en su casa pasadas las cinco de la tarde y vuelto a la bicicletería para cerrar la caja y trabar el portón del taller. El Negro tomaba su café número veinte y me esperaba más contento que antes, todavía eufórico con mis cuentos, dando rienda suelta al nuevo plan mejorado, que ahora también, incluía a Fede Scaglietti. 

A mí, en cambio, el local se me volvía frió y apretado. El cielo cerrado, la oscuridad de la calle y la luz de tubo encendida, espejaban las vidrieras por dentro y la calle ya no se veía. Las bicicletas amontonadas, los cuadros de colores, los cromados relucientes y mi propia imagen repetida en cada costado, no hacía más que saturar el espacio y agregar más peso a la culpa. Esa culpa que cargaba desde la madrugada del sábado.

Me vi de frente en uno de los vidrios gigantes moviendo las manos, hablando sin parar para no escuchar el prejuicio de mis pensamientos, y me avergoncé de las mentiras que le contaba a mi reflejo ¿A quién quería engañar?

Bajé la vista buscando refugio en los recuerdos que guardaba debajo del vidrio del mostrador. Me encontré con una foto de mis viejos en San Bernardo y con otra mía sentado de chiquito en una hamaca. La luz roja del teléfono inalámbrico titilaba sin cesar, pidiendo batería como siempre. Lo puse en la base y marqué 113 con el manos libres. La luz roja quedo fija y la señorita horas dijo: 19 horas, 15 minutos, 10 segundos. 
Estiré mi mano por debajo del mostrador y, buscando el interruptor principal, apagué todas las luces sin dudar. La oscuridad lo inundó todo, y la voz monocorde de la operadora siguió en el parlante por un momento más, hasta que la batería volvió a extinguirse. Entonces nuestros ojos se adaptaron a la penumbra y la luz de las columnas municipales llenó el local de un lustre tenue, casi íntimo.

El cielo se había nublado y se apretaba bajo contra los edificios. La bruma rozaba las ramas altas de los árboles sin hojas y se volvía roja o verde por momentos, con el vaivén de los semáforos de cada esquina. Sentí que encontraba aire por fin, volviendo a ver mi vereda ancha, los coches pasar por Rivadavia y el asfalto brilloso de tanta humedad. 

No era la primera vez que me quedaba a oscuras una noche cualquiera. Empecé cuando se murió mi viejo y seguí cuando las cosas con Mora se pusieron mal. Por esos días, me sentía inseguro en todos lados, a veces hasta caminando solo por la calle. El remanso de la oscuridad, el límite seguro de los vidrios de mi bicicletería para pensar, para poder mirar sin peligro, me daba un aire nuevo. 

Muchas noches me quedaba a dormir en el departamento de arriba, en mi casa de ahora, buscando el olor de la mamá que casi ni tuve, los consejos de mi viejo guardados en sus muebles, en sus pósters de bicicletas italianas, en la pintura de las paredes. Pasaba mucho tiempo buscando respuestas, preso de mi propia lástima.

—Se cortó la luz — dijo el negro y siguió tomando café como si nada —Qué raro en invierno.

—La corté yo —le dije rápido. Te tengo que contar algo.
 
—Te gusta Fabiana mas de lo que pensabas y te pusiste celoso cuando dije lo de Fede.

Nos reímos juntos.

—Te conozco hace 30 años, Molina.

—No es eso solo. 

El BMW de Tito paró de golpe en la entrada del taller, arriba de la vereda, sus luces encendidas iluminando el portón verde de chapa. Nos quedamos los dos mudos, muy quietos. Bajó del auto rápido, dejando la puerta abierta y caminó como una tromba rodeando el local hasta la esquina. Sacudió la puerta doble al ver el cartel de cerrado y las luces apagadas. Fue de un lado al otro, pegado a la vidriera, intentando ver entre las bicicletas amontonadas y oscuras. No conforme, apoyó los cantos de sus manos en la puerta principal y luego su cara contra ellas, para intentar ver mejor, casi como si supiera que nos refugiábamos en la oscuridad.

—Quedate quieto que no nos ve —dijo el negro bajito y me dio su cigarrillo encendido para que lo esconda de mi lado, debajo del mostrador.

Tito caminó hacia atrás en la vereda ancha para tomar distancia y, con perspectiva, comprobar si las ventanas de mi casa, en el piso de arriba, estaban encendidas. Murmuró algo al bajar la vista y mis ojos se cruzaron de frente con los de él sin que lo supiese. Se estiró el pelo hacia atrás con sus dos manos y se acomodó el pañuelo del cuello ayudado por el reflejo de la vidriera. Subió al auto sin apuro, dobló en la esquina y se perdió acelerando por Rivadavia.

—Me olvidé del almuerzo de ayer.

—Y le habíamos dicho que venga hoy ¿Te acordás?

—Si, pero apareció porque no fui. Este hijo de puta no le hace caso a nadie, menos a vos.

—¿No fuiste porque te olvidaste del almuerzo? ¿O de Mora?

Otra vez el silencio en medio de la oscuridad.

—Fabiana encontró el papel con tus notas el sábado en el telo. Le tuve que contar. 

—¿Le contaste todo?

Todo no. La tenía sentada en pelotas haciéndome preguntas, no sabía que mierda decirle. 

El negro no pudo contener la risa. —Difícil sostenerle la mirada con esas tetas. ¿Y qué te dijo de Mora? ¿le contaste?

Me sentí seguro con la reacción de mi amigo por primera vez en dos días. Había estado preocupado sintiendo culpa, sin entender que él estaba ahí siempre, para ayudarme. 

—No. Bueno si, pero Le dije que Tito era tu suegro, que Mora es tu ex y que soy yo el que te está  ayudando a recuperarla.

—¿Sos pelotudo?

—No sabía que decirle, fue lo primero que se me ocurrió. Ahora Fabiana quiere ayudar. Esta mal por la madre.

—¿Y Mora?

—¿Qué pasa con Mora?

—¿La llamaste?

—Ya te dije que no. 

—También me habías dicho que Fabiana no sabía nada. 

—No la llamé, te lo juro. 

—Mejor no jures mas. Vas a tener que ir a la iglesia todos los días. 

—Tenés razón, perdoname. Hablando de juramentos me encontré con Esperanza cuando estábamos almorzando.

—¿Quién es Esperanza?

—Dale Negro, ¡la monja que vino hoy! Fuimos con Fabiana a la parrillita de en frente de la parroquia. Bajó vestida de civil y se la apretó un tipo en la puerta ¡Hasta flores le trajo!

—¿En la puerta de la iglesia? Está todo perdido, Molina. El único honesto que queda en esta ciudad sos vos ¿Me podés prender la luz de una vez?

Los tubos titilaron en conjunto y el Negro se desperezó como si hubiésemos salido del cine.

—Che, Martín ¿me presentás a la monjita y salimos los 4?

El teléfono sonó lejos, amortiguado en la oficina. El Negro tocó el botón para atender sin siquiera levantar el tubo de la base, pero el inalámbrico seguía sin carga. 

—Atendé allá que esta mierda no anda de nuevo. 

—Molina, buenas noches —dije llegando casi sin aliento. 

—El único aparato que todavía atiende con el apellido ¿Corrías? Escuchame bombón, me quedé pensando en vos cuando me dejaste en casa. Gracias por invitarme a almorzar, me la pasé re lindo.

La verborragia de Fabiana me hizo sonreír. 

—Molina es el nombre de la bicicletería. 

—Pero te llame a tu casa. 

—Es el mismo número. 

—Bueno. Llamaba para decirte gracias. Y que te quiero, y que te extraño. Y que estaba justo escuchando un tema que me hizo acordar de vos ¿Querés escuchar?

—Dale. 

—Mirá que no es de Julio Iglesias — dijo antes de poner play y su risa contagiosa se mezcló con el arranque de “Bailando en las veredas”

—Fabi ¿Me esperás que le abro al Negro que se iba y te llamo desde casa?

—Si, andá. 

—Molina, me voy por el taller que tengo llave  —gritó el Negro desde lejos, pero yo ya había cortado y caminaba de nuevo hasta el salón. 

—Una cosa más — dije apenas llegué al mostrador —. Llamalo a Fede y explicale lo que hablamos. Vos sos más amigo que yo. 

—¿Qué tengo que hablar con Fede?

—Lo de tu plan para sacármela a Fabiana de encima. 

—Ah sí, tranquilo. Mañana cuando viene le digo. 

El Negro me dio un abrazo y se perdió por el fondo. Respiré aliviado por primera vez. Con las verdades sobre la mesa, mi amistad estaba a salvo otra vez.

Llevé la taza del Negro a la cocina, comprobé que la puerta principal estuviera cerrada y otra vez corté el interruptor principal, ya listo para subir a casa. En lugar de oscuridad, remanso y tranquilidad, me encontré con la luz roja del manos libres todavía encendida. 
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