—Por fin te pude traer — dijo mi viejo mirando la cancha de Vélez con orgullo, parado bien derecho y con sus brazos en jarra —. Si habré gritado goles acá ¡Cuántos recuerdos! — Cerró sus ojos por un momento, pero no pudo contener la emoción —. La cancha más linda del fútbol argentino. Escuchá la gente ¿escuchás como cantan? —quiso cantar un poco con ellos, pero no sabía la letra.
Mis viejos se mudaron a Miami en el arranque del 2010. Yo tenía poco mas de siete años y mi hermana Clarita todavía no había nacido. Empezaron bien de abajo, desde cero. Fue difícil al principio, porque no podíamos salir de Estados Unidos por los papeles. Después los pocos mangos que teníamos, se usaron para arrancar un negocio. Fueron diez años sin poder volver.
—¿Viene tu amigo Rulo? — dije mirando el estadio, queriendo encontrar la belleza que me contaba.
Faltaba poco más de una hora para el partido y la vereda ya estaba llena de gente que buscaba su puerta, o se amontonaba sin mucho orden en alguna de las entradas. Gente de todas las edades, muchas camisetas, gorros y banderas. Chicos solos, familias completas, amigos de a cuatro y hasta padres con sus hijos chiquitos en los hombros llegaban cantando por las calles laterales. Algunos autos caros intentaban cortar entre la multitud para poder llegar a los garajes de los palcos. Hacia la esquina, una murga como de veinte bailaba al compás de un redoblante despintado y un tambor improvisado con un tacho de plástico.
Policías a caballo patrullaban desde la avenida, bien cerca de los camiones de asalto, mientras otros agentes con chalecos antibalas ya se apostaban en las puertas con casco y lanzadores de gases lacrimógenos.
—¡Mirá que ambiente! — decía mi viejo que no podía parar de sonreír ¡Esta es tu casa! ¡La fiesta de tu familia velezana! Esto es el fútbol, Manu. Esta es tú Argentina.
Las bombas de estruendo, en tiros de a tres, empezaban a explotar espaciadas en lo alto de la tribuna local y la gente se animaba, gritando cada vez más. La voz del estadio, amortiguada en el interior de la cancha, anunciaba las formaciones de los equipos, entre propagandas de inmobiliarias, cumbia, alfajores y yerba mate.
Un pelado con una camiseta puesta arriba del sweater lo agarró a mi viejo por atrás de repente — ¡Beto querido! — Se abrazaron fuerte por un rato.
—¡Qué lindo verte! Estás igual! ¿Cuándo llegaste?
Mi viejo dijo el lunes, pero Rulo siguió sin escuchar la respuesta —Yo estoy gordo ¡Vos estás nuevo! ¡quemadito! ¿Este es tu pibe? ¡No lo puedo creer! Me acuerdo cuando lo fui a ver al sanatorio ¿Cuántos años tenés campeón? ¿20? Le dije 17 y Rulo me mojó todo el cachete con un beso.
—Dale, Rulo. Vamos a sacar los tickets que ya salen.
—¿Los “tickets”? — se río con ganas —. Las entradas las maneja la barra brava. Están ahí en el monumento, son esos. No miren mucho.
Eran varios sentados en el piso. Algunos fumaban porquerías, otros tomaban de unas botellas de dos litros cortadas por la mitad. Tenían dos bombos, bolsas de arpillera llenas de cosas y unos rollos gigantes de tela azul y blanca. Estaban todos tatuados, muchos sin remera, muy a pesar de los 12 grados de julio.
Cerrate la campera. Que no te vean la camiseta que es muy nueva — me dijo Rulo cuando estábamos cerca. Y guarden los celulares.
Un gordo grandote con un enterito de jean lo saludo a Rulo desde lejos, solo moviendo su cabeza.
—¿Te acordás de mi Piti?
—Sos el único pelado al que le dicen Rulo ¿Cómo no me voy acordar? — Piti se rió fuerte y los 3 nos reímos con el.
—Mi amigo Beto necesita dos plateas norte ¿Tenés?
El gordo se acomodó uno de los breteles que se le caía y pude ver un revólver despintado asomar desde uno de sus bolsillos.
—$110 cada una.
—Pero cuestan $60 —dijo mi viejo.
—$110 si eran para Rulo. Para vos gato, $210 cada una.
—Dale Piti, no es de acá, no sabe.
Mi viejo medio que se ofende, Rulo lo para y Piti mira, pero todavía seguimos sin las entradas. Más bombas de estruendo, más humo y el dale Velez que llena el aire, porque el equipo ya esta en la cancha. Entonces Rulo dice $150, el gordo $180, mi viejo le da los $400 y Piti desaparece entre la gente con la guita, y nuestras entradas, en busca del vuelto.
Nos quedamos los tres en el monumento mirando como todos los amigos de Piti levantan las bolsas, las banderas y empiezan a saltar como si los hubiesen enchufado.
—Nos cagó — dice Rulo serio. Vamos atrás de ellos, nos metemos gratis a la popular. Yo tengo carnet de socio, ustedes se meten con la brava.
—¿Vos estás en pedo?
—No hay otra forma, como cuando nos metíamos de visitante. Dale, boludo ¿Diez años soñando volver a la cancha con tu hijo y te vas a cagar justo ahora?
Caminamos poco más de 50 metros hasta la boca de acceso que ya no tenía los molinetes para que la barra pudiera pasar sin pagar. Muchos “vivos” esperaban pacientes en los costados para poder entrar con ellos.
Nos mezclamos entre todos. Rulo adelante, mi viejo bien pegado atrás mío, sus dos manos apoyadas en mis hombros. Me quiere cuidar, pero sus dedos me aprietan de más. Caminamos con pasos cortos, en el medio de la multitud, pero sin control. Nos empujan, nos mueven de un lado al otro, pero la masa nos contiene en su interior. Al sortear el túnel de hormigón, el paso se ensancha. Muchos comienzan a saltar, otros corren y empujan, buscando lugar en lo alto de la tribuna. Piti está ahí parado, esperando por los suyos, justo al pie de los escalones de la popular.
Mi viejo se le va arriba y Rulo lo quiere parar, pero queda atrapado a mitad de camino entre tanta gente que todavía busca espacio. Y yo me quedo solo, mirando de cerca, pero muy lejos para poder ayudar. Discuten, o eso parece porque no se escucha. Entonces mi papá levanta la mano y yo ya se que no le puede pegar a nadie. Piti solo mueve su brazo y su puño gordo impacta seco y preciso en el medio del pecho de mi viejo. Lo veo caer redondo y sin control, desparramado sobre los primeros escalones, buscando aire, murmurando algo con la mirada perdida.
Yo solo escucho más bombas de celebración, mas canciones y los gritos de júbilo de la gente. De mi gente, de toda mi familia velezana.