Perdí toda la valentía al llegar a la puerta de la casa de Julia. Me quedé parado en el umbral mismo de su edificio, mirando mi reflejo borroso en el portero eléctrico gastado.
Habían pasado 30 años desde la primera vez y, si bien estaba al tanto de sus cosas, porque uno no lo dice pero siempre sabe algo de las mujeres que estuvieron con uno, no hablaba mucho con ella desde entonces.
Cuánto más fácil me resultaba tocar el timbre en lo de cualquier otra mina. Una de esas de estos últimos meses, sin cara, sin mucha pregunta. Relaciones plásticas, sin pretensiones, que no suelen entender mucho de nada y no se entreveran nunca con los sentimientos. Yo no estaba para que me pregunten cuántos hijos tengo o de qué signo soy. Y eso que yo era de los que contaba todo, de los que lloraban de emoción.
Andaba triste, desencantado con la vida. Me había quedado solo desde hace un tiempo. Viejo y solo.
No, mi mujer no se murió. Ni siquiera se enfermó. De hecho, está bastante mejor que muchas de su edad. Susana tiene 58, dos años menos que yo.
Contra todos los manuales nos separamos después de treinta años. Después de la crisis de los cuarenta y cinco, cuando ya el barco camina solo, con guita, con los chicos grandes, con cinco nietos. Pensé que habíamos crecido juntos. Que lo poco o mucho que teníamos era mérito de los dos.
De chico creía en eso de ¿qué vas a hacer cuando seas grande? ¡Lo tenía tan claro! Como si solo llegar hasta ahí fuese suficiente. Casarme, formar una familia, tener un buen trabajo. Quizás porque a mi viejo siempre le costó, o porque la veía a mamá trabajar de sol a sol cosiendo ropa en una maquina destartalada hasta las 2 de la mañana.
Me había obsesionado con la idea de que nunca falte nada. Entonces estudié fuerte y me recibí de arquitecto. Ahorré todo lo que pude, compré un departamento y con solo 24 años le propuse casamiento a Susana. Nos habíamos conocido en la facultad, dos años después de lo mío con Julia. Susana era tan distinta. Una de esas minas libres, progresistas, adelantadas a su tiempo. Llena de opiniones, de proyectos. Nunca estuvo muy preparada para ser madre, mucho menos ama de casa.
Yo trabajaba como un burro, sin tregua, sin descanso, hasta que tuvimos una casa grande. Susana quiso volver a estudiar, buscarse un trabajo de pocas horas, pero yo insistí para que se quede en casa. La plata era mi responsabilidad y mis hijos necesitaban a su mamá.
Nunca dejamos de esquiar, ni de tener vacaciones en el verano. Hasta me di el lujo de hacer una fiesta grande para mis bodas de plata y otra para festejar los 50 de los dos.
Pude pagar los casamientos de mis hijos y hasta les regalé un departamento para que pudieran arrancar sin tanto esfuerzo. Fuimos a Europa, a Disney con los nietos, a Japón, al culo del mundo porque Susana quería. Hice todo como lo había planeado, como dicen que hay que hacerlo y, así y todo, me cagaron.
No es normal que los jovatos como nosotros decidan divorciarse. Esas cosas les pasan a los actores, a los millonarios, pero ¿a los boludos como yo? Más normal sería que mi mujer se hubiese puesto gorda, que uno de los dos se enferme, ¡o se muera!
A mí, en cambio, me sentaron en el living de mi casa una tarde apenas llegué del estudio. Susana con la cara desencajada, mi mejor amigo sentado junto a ella —Sacate el abrigo —, me dijo apenas entré —Sentate, vení ¿Querés un vaso de agua? ¿Un café?
Dije que si solo para postergar lo inevitable. Mientras Susana me servía en una bandeja preparada para un invitado, atiné a buscar los ojos de mi amigo. Quiso sonreír pero no pudo. Creo que era un día lindo, porque había sol, pero solo recuerdo el color deslucido del pasto y del cielo.
De un día para el otro, sin siquiera darme cuenta, me explotó la vida en la cara. “Queremos contarte nuestra verdad”, me dijeron mientras mi café se enfriaba en la taza y el vaso de agua fría transpiraba tanto como yo. Hubiese preferido una mentira. Una que no convirtiera en falsos todos mis recuerdos.
No me quedó otra que barajar y dar de nuevo. Volver a un departamento como ese que tenía de soltero. A comprar comida hecha, a sentarme en una mesa sin mantel, a ser el único que va solo al cumpleaños de un amigo. No quería ni que viniesen a limpiar. Dejaba la cortina cerrada todo el día, la cama sin hacer, los platos sin lavar y pasaba muchas tardes oscuras de invierno con las luces apagadas y el destello del televisor sin volumen inundándolo todo.
Por primera vez estuve confundido. Cuestioné mis convicciones, mi conducta, mi lealtad, el valor del esfuerzo.
Vivía deambulando por la ciudad, acelerando a fondo en la madrugada y tomando más de lo que debía. Lagrimeando de vez en cuando y refugiado en amores de un día; buscando donde no había nada que encontrar, atrapado en los laberintos oscuros de mi propia pena.
Anduve con locas, pendejas, separadas, veganas, y hasta alguna que otra señora potente que se me regalaba por la calle solo por el auto alemán y el sobretodo italiano con el cuello levantado.
Experiencias efervescentes, lindas para contar, pero interesantes solo para mis amigos. Ninguna era como Susana. Me la encontraba en todas las camas, en cada hotel, me la confundía con otra en la calle. Quedé para siempre preso de su embrujo, de su discurso inteligente, de su voz ronca. Porque, muy a pesar de su traición, la amaba con el alma.
Pero ahí estaba, de todas maneras, batallando mis demonios, parado en la puerta de la casa de Julia. Tenía ganas de sanar, de volver a ilusionarme. Y no me quedaba otra que apostar al pasado conocido. Porque me había enamorado dos veces en la vida. Y de esos dos amores, ya solo me quedaba el primero.
—Perdone, ¿va a usar el portero?— me dijo un señor sacándome de mi confuso trance pasional. La pregunta me devolvió al umbral de la casa de Julia, a la espera de una inyección de coraje que no llegaba por ningún lado. Le pedí disculpas, y me senté en los escalones que bajaban a la vereda.
Julia y yo habíamos aprendido juntos con el amor de chicos. El primero del secundario. Ese genuino, de compromiso tácito, de amigos y confidentes. El de las risas contagiosas, el de los llantos desconsolados. El que nos hacía compartir el chicle, y el de las llamadas de teléfono tan largas como la cantidad de monedas que tenías en el bolsillo.
Ese mismo amor que se renovaba todos los días, que era pura pasión y nunca tenía vergüenza. Que se alimentaba del desenfreno, y se fogueaba con besos que duraban horas, pero que nada entendía de tiempo, mucho menos de modales o de protocolo.
El mismo que nos encontraba en la plaza del barrio, en la parada del colectivo o en un banco del colegio. Ese mismo amor que Julia y yo encontramos una tarde linda de febrero, uno más aterrado que el otro, en la cama chiquita de mi cuarto.
Me acuerdo que la esperé sentado en un banco de la plaza, como cada sábado. Llegó puntual, casi corriendo, con su solero de lino turquesa; y solo eso tenía puesto. Su pelo perfecto recogido alto, sus sandalias bajas de niña y el perfume de mujer grande. Prestado, quizás robado; pero que se había puesto solo para mí.
Caminamos de la mano, besándonos en cada esquina, riendo como tontos y burlándonos de las señoras que nos miraban horrorizadas. Aprendimos juntos esa tarde, jurando amor sin fin . De nuestra respiración agitada, de nuestros cuerpos empapados, del miedo que teníamos. No nos cansamos nunca, y hasta celebramos brindando con una Fanta naranja que encontramos en la heladera porque, por entonces, era lo único que tomábamos
Esta vez fue una bocina la me devolvió a todo lo que hoy me separaba de Julia. A los escalones de su casa, a su vereda, y a la valentía que todavía no encontraba por ningún lado.
Levanté la mirada al cielo y cerré los ojos resignado, riendo solo de mi propia ingenuidad. No debe haber muchos pelotudos que todavía crean en el amor, mucho menos en el primero del colegio. Me había quemado con leche y todavía tenía el descaro de apostar por otro lado, de reírme a carcajadas delante de las vacas.
Al abrir los ojos me encontré con Julia ahí parada, mirándome en silencio. El sol de la tarde le golpeaba de lleno en su espalda y la rodeaba por completo de una luz linda y nueva. Se le inundó la cara con esa sonrisa enorme; tan particularmente suya.
—Hola bombón —, dijo como si no hubiese pasado ni un solo día —¿De qué te reías?
Llevaba su pelo recogido en una cola alta. Perfecto, igual que en esa tarde mágica. Flaca como siempre, con jeans gastados y un chaleco negro de esos de plumas por encima de una campera ajustada de corduroy.
—Dale, levantate ¿Podés solo? —, me dijo ofreciendo su mano y se tentó de su ocurrencia —. Tengo la heladera llena de Fanta naranja.