viernes, 20 de noviembre de 2020

Patito feo

 A los 13 años Patricia Mora no era ni muy linda, ni muy alta. Todavía no había terminado de crecer, o al menos eso era lo que decía el pediatra cada vez que sus padres lo consultaban. Los argumentos profesionales parecían sólidos. Patricia aún no se había indispuesto y tampoco tenía que depilarse o usar desodorante. La preocupación principal, lo que motivaba tanta pregunta, tanta consulta reiterada, era el tamaño de sus tetas.

¡Pobre Patricia! Andaba siempre de brazos cruzados, llevando los libros de la escuela en un bolso colgado del hombro. No quería usar mochila, la traumatizaba eso de los breteles anchos y la espalda derecha. Y siempre con una bufanda, un pañuelo grande o un buzo atado sobre los hombros, incluso en verano.

—Tenés que tener paciencia, Patito —, la consolaba su mamá mientras le hacía la merienda —. Cuando termines de crecer, vas a ver que todo se compensa. Viste que en la familia somos todos altos. Además, la tía Tita era igual a vos. Con gimnasia y deporte, vas a estirar. 

Pero a pesar de las palabras de aliento de su madre y el esfuerzo de cada día, Patricia Mora no terminaba de crecer. Y sin altura, no había forma de esconder semejante delantera.

Después de la escuela, pasaba las tardes en la sociedad de fomento del barrio, colgada de las barras. O jugando al volley, saltando de acá para allá para que su cuerpo se estire y crezca por fin. Igual estaba incómoda, se sentía pesada, hasta gorda. Por más apretado que usase el corpiño, por más camisetas que se pusiera, las tetas le rebotaban por todos lados y los pibes se volvían locos. Se juntaban a verla sentados en las gradas del gimnasio, riendo como tarados. Y la pobre se debatía entonces, entre su falta de autoestima y la bronca por el deseo desenfrenado de sus compañeros.

Claudio, su amigo de la cuadra, era el único que podía ver un poco más allá. El que se ponía mal cuando la veía llorar. Por que la quería desde chico, desde los cinco, de toda la vida. La quería así, como era. Con los ojos chicos, con los rulos alborotados, desde mucho antes de las tetas.

Y a Patricia Claudio también le gustaba un poco. Era su amigo de siempre, el que la entendía un poco más. Con el se reía sin miedo, aunque se le viera el chicle, aunque no estuviese muy arreglada. Y era el único al que abrazaba sin pensar. Pero hacía ya un tiempo que no podía confiar ni en su propia intuición ¡Y no era para menos! ¿Quién la iba a querer por su personalidad? ¿Por ser ella misma? Si no podían, siquiera, mirarla a los ojos.

Una tarde a la salida del entrenamiento, uno de los eternos tarados de la tribuna se le acercó de más en la puerta del gimnasio. 

—Dale saltá un poquito —, le decía mientras Pato lloraba de nervios —. Sacate el buzo así te puedo ver bien.

El acoso le duró dos oraciones. Claudio que ya era grandote y justo pasaba por ahí le retorció el brazo por atrás de la espalda hasta que el pibe dijo perdón.

Volvieron a casa juntos, caminando en silencio por un rato, comiendo masticables de naranja. Para acortar el camino, cruzaron la plaza del barrio en diagonal hasta llegar al monumento. Patricia se sentó en un banco y sin decir nada empezó a jugar con las piedras del piso empujándolas con la punta de sus zapatillas. 

—¿Pasa algo? — preguntó Claudio preocupado mientras se acomodaba junto a ella. 

—Nada —, dijo segura. Y le dio un beso lleno de caramelo, mojado; de esos que salen mal porque son los primeros.

Aprendieron juntos esa tarde y todas las demás del mes siguiente. Hasta ese viernes del último día de clase. Hasta ese día que los Mora decidieron mudarse a Mar del Plata. Sin preámbulo, sin siquiera avisarle a Patricia levantaron toda la casa cuando el año ya terminaba. Y en solo dos días ya estaban listos para irse.

Solo les dio tiempo para un beso más, y un “te amo” susurrado. Pato le dio un papel doblado en 4, con un teléfono de pocos números y un “esperame” escrito en letras grandes y con marcadores de colores. Y el pibe se quedó ahí solo, sentado en su bici azul que ya le quedaba medio chica, mirando la rural Peugeot cargada hasta arriba alejarse para siempre.

Como en su casa Claudio no tenía teléfono, fue hasta lo de su tía esa misma semana y marcó el número cortito; pero una operadora monocorde dijo que algo estaba mal, que algún dígito le faltaba. Agregó un cero adelante y probó de nuevo, pero nada. A la semana intentó con un prefijo 23 y con un 32. Pero todos las combinaciones terminaban en el mismo mensaje.

Llegó la navidad de ese año. Pasó enero, febrero y también marzo. Pero Pato y su familia nunca aparecieron. Algunos días caminando, otros días con la bici azul, Claudio pasaba por la casa de los Mora buscándola en vano, con la esperanza de encontrarse, al menos, con algún familiar, con alguien que le pudiese dar el número de teléfono correcto.

A 400 kms de Buenos Aires, del otro lado de la ruta 2, Patito se fue acomodando como pudo a Mar del Plata. Después del verano, la anotaron en un colegio de monjas y sin tanto acoso, de a poco se adaptó. La rutina, las amigas nuevas, el mar y la playa de los fines de semana, la hicieron olvidar su barrio, el volley, los espaldares de la sociedad de fomento. Y así, lo de Claudio y ese beso pegoteado en la plaza, se volvió un recuerdo lindo.

Siguió saltando con su camiseta apretada, corriendo olas en una tabla, o colgada del barral de alguna carpa en la playa, más por costumbre que por convicción. Y casi sin darse cuenta su cuerpo por fin se estiró.

En Buenos Aires, la vida de Claudio siguió casi toda igual. La sociedad de fomento, las ranas del arroyito, la bici azul, la plaza y ese bendito banco. Fue difícil dejarla ir; porque olvidarla de verdad nunca pudo.

Y Pato al final se estiró. Se puso alta y flaca como su mamá le había prometido. Su piel se había vuelto morena por el sol, sus piernas fuertes, sus brazos largos. Con su seguridad renovada, usaba siempre unos jeans todos rotos y apretados. Y el pelo siempre suelto, largo; manchado casi sin querer de mechones rubios de tanta playa, de tanto mar.

Con 18 recién cumplidos la facultad la llevó de vuelta a la capital. Cargó hasta arriba un Fiat 147 que le habían regalado y alquiló un departamento en el centro con dos amigas. Para Pato era otra Buenos Aires, una vida nueva, una vez más. 

A los pocos meses volvió una tarde a su barrio, por nostalgia nomás, para ver de cerca la casa donde había crecido. Dio una vuelta por el colegio, por la sociedad de fomento. Dejó el auto parado y caminó por la plaza. Se sentó sola en el banco del monumento como el día de los caramelos, y los recuerdos de esa tarde le vinieron de todos de golpe. 

Sin dudar apuró el paso hasta la casa de Claudio y tocó el timbre, acomodándose el pelo con una sola mano para lucir lo mejor posible.

Fue su amigo de toda la vida el que contestó la puerta. El que dijo “hola” sin saber muy bien a quien saludaba.

—Hola —dijo Pato entusiasmada, parada derechita para impresionar. Se rió de golpe y sus dientes blancos inundaron su cara bronceada —¿No me reconocés? Soy yo —, se acercó para saludarlo con un beso, pero Claudio se quedó quieto, incómodo — ¿Qué te pasa? Te estás haciendo el bobo ¿no? Soy Patricia, Patricia Mora ¡Mirá cómo crecí!— Se paró en puntas de pie, para lucir aún más alta.

—Claudio la miraba, buscando su propia voz, intentando conectar sus recuerdos. —Vos no sos Patito —, dijo serio —. La que yo esperaba me necesitaba un poco más, me dejó un papelito que decía que la espere con letras grandes, un número de teléfono equivocado. Todavía creo que lo tengo guardado por ahí.

—Tenía 13, no sabía.

—Me podrías haber escrito una carta, un telegrama ¿No hay correo en Mar del Plata?

Pato se quedó ahí, sin saber muy bien que decir.

—Tengo caramelos masticables —dijo y miró para arriba —. Y un número nuevo de Buenos Aires.

—No sé —, dijo Claudio —. Si te hubieses venido con un buzo atado en los hombros, o un pañuelo. Pero con esos jeans, así tan suelta, me hacés dudar.

Pato se quedó callada un momento sin dejar de sonreír

—¿Y si salto un poquito?


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