🅴 Contenido explícito
Al poco tiempo de cumplir catorce, fuimos con unos amigos a debutar a un sauna que quedaba en la calle Campichuelo. Nos convenció Dieguito Baygorria durante el verano; tenía el dato porque ya había ido con un primo más grande. Nos dimos la mano, nos juramos discreción y fijamos la fecha para el último lunes antes de empezar las clases. Como no teníamos un mango y no queríamos pedir para no levantar la perdiz, se nos ocurrió lavar coches ofreciendo el servicio por el barrio. Lavamos un montón durante dos semanas, hasta juntar lo necesario.
Con la guita repartida en partes iguales, nos tomamos el tren vestidos de grandes, los cuatro con el mismo perfume y el pelo mojado. En casa dije que iba al cine con los pibes y unas chicas del colegio.
Dieguito viajaba sobrado, el codo en la ventana abierta, contestando preguntas y evacuando nuestras dudas de último momento. “Es como un club privado” decía, mirando para afuera, mientras se acomodaba el pelo que no paraba de volarle en el viento. “Pagamos en la puerta y nos dan un llavero con fichas de colores. La ropa queda toda en en un vestuario. Salimos en bolas, con la toalla atada alrededor de la cintura, directo al salón principal. Descalzos no, te dan ojotas. Cada ficha del llavero vale por una consumición. Jugamos al pool, se puede mirar la tele ¿Qué partido, tarado? Películas porno pasan, sin sonido. No se ve un carajo, mucha luz roja y esa violeta; luz negra, como de bailar. Hay música, un bar y las minas están todas en bikini dando vueltas.”
Nos bajamos en la estación Caballito a pleno sol. Apurando el paso, caminamos cuatro cuadras hasta el parque Rivadavia y lo cruzamos en diagonal. “Depende”, seguía explicando Dieguito cuando ya estábamos por llegar. “Si no querés, no decís nada. ¡No te la tenés que levantar!
Yo mismo toqué el timbre a las cinco en punto. Como no contestaba nadie, Dieguito tocó de nuevo y después golpeó. Se escucharon unos ladridos, un “ya va” desganado, un pasador, y la puerta doble crujió libre. Nos recibió un tipo con la camisa abierta, el poco pelo despeinado, en chinelas y un cigarrillo sin encender en la boca. A su lado un perro de esos marrones de la calle, de patas cortas y orejas levantadas. Miraba interesado de un lado al otro, como si entendiera la conversación. “Pueden pasar”, dijo el tipo al final y se peinó para atrás con una mano, “Tienen que esperar, las chicas recién llegan a las seis.”
Los pibes pasaron primero, a mí me retuvo el perro, que me olía, daba vueltas y no me dejaba pasar. “Charito”, le gritó el pelado de lejos y los dos se perdieron por un pasillo. En menos de cinco minutos, salimos al salón vestidos de romanos. Nos resaltaban los dientes en la oscuridad, las toallas deshilachadas parecían nuevas bajo la luz negra. Las teles arriba de la barra ya pasaban las películas que había anticipado Dieguito. Empezaron a sonar los Bee Gees, giró la bola de espejos, cambiamos una ficha por un whiscola y nos pusimos a jugar al pool.
Bien seguros, con las minas encerradas en los televisores, jugamos la revancha. Otra ficha, otro whiscola, un brindis y más pool. Hasta que sentí un perfume que venía de atrás y una mano tibia me acarició la panza. Me di vuelta rápido, con el pito parado y la toalla a medio colgar. Me encontré con las tetas más grandes que había visto en mi vida. No vi nada más. Metí la cara ahí, en el medio, hasta sentir el calor intenso en las orejas, igual a ese que te dan las almohadas de cuello, que la gente usa para dormir en los aviones.
La tipa bailaba o se movía. Y yo me movía también. Sentí los dedos, sus pulseras tintinear, las uñas largas enmarañarse en mi pelo mientras yo seguía ahí, agarrando una teta, después la otra, prendido como un ternero.
Me dejó un rato más, me separó con cuidado y me susurró en el oído: “Me llamo Marita.” Me sacó del salón de la mano, y agarró a la pasada mi llavero multicolor. Nos perdimos por otro pasillo, hasta entrar en un cuarto chiquito, lleno de cortinas, más luces rojas, humo y olor a incienso. Me tiré boca arriba en una colchoneta sobre el piso alfombrado y ella se arrodilló a mi lado, soltándose el cordón de la bikini de un lado, hasta quedarse solo con una camisola de gasa, transparente y negra, como su pelo. No me acuerdo de su cara, guardo el perfume, el destello del glíter, su aliento a cigarrillo y alcohol, el tacto ininterrumpido, liso y sin marcas, ese de la piel que es joven.
Marita me acariciaba, me acercaba de nuevo las tetas. No me alcanzaban la lengua, las manos. Me faltaba el aire, me deshidrataba a medida que la sangre se concentraba en mi pito primerizo. Me lo veía enorme, más rojo que nunca; brillante, aceitado, a punto de reventar. “¡Qué lindo este panchito bien listo”, ronroneó con voz afónica y se lo metió en la boca. El calor se ahogó en su saliva, en sus manos que frotaban, que me tocaban por todos lados. Temblé de frío y me volvió el calor, hasta que abrí los ojos para intentar que todo durara un poco más. Me lo encontré a Charito mirándome de frente, moviendo la cola, jadeando con la lengua afuera. Su pito finito goteando, más parado y más brillante que el mío.
De golpe ya no sentí la lengua, se fue el calor, el frió, el temblor. Cedió la presión, la magia por completo. “¿Qué pasó? dijo Marita secándose la boca con el dorso de su mano ¿Te asustaste mi vida?” “El perro”, alcancé a decir señalando al vació, recostado sobre mis codos. La cortina se movía y Charito ya no estaba. “¿Qué perro? ¿Cuánto whisky tomaste?” La voz de Marita había vuelto a ser la de ella y ya se parecía bastante a la de mi maestra de historia de cuarto grado. “Si me ayudás, el panchito levanta”, dije y me reí. No había tiempo para chistes. “Hasta acá llegó mi alma, corazón”, dijo Marita y se cerró la camisa por sobre sus tetas enormes. “Picá, pendejo. Tomatelás”.
Con los cachetes colorados de bronca, encaré el pasillo. Pasé por dos, tres puertas, desorientado, hasta encontrar el vestuario. Sin ducharme, me vestí lo más rápido que pude. Gané la calle acomodándome la remera, chancleteando las zapatillas desatadas. No era de noche, aunque la tarde ya se cerraba rápido mostrando las primeras estrellas. Me quedé masticando angustia, apoyado contra un poste de luz. Después leí los carteles de la calle, fui hasta la parada del colectivo, hasta la esquina, a mirar discos por la vidriera de un negocio cerrado.
Esperé en el umbral de al lado, sin mucha noción del tiempo que faltaba para que salieran los demás. La puerta de madera crujió una vez más. El pelado lo sacaba a Charito a pasear, atado a una correa. Me paré rápido para esconderme en el rellano. Pasaron por adelante mío, camino de la esquina y, al percibir mi presencia, el perro amagó a acercarse. El viejo no me vio, lo enderezó de un tirón y se alejaron unos metros. Bajé el escalón sigiloso para darle un voleo al perro y salir corriendo. Se lo merecía, por hijo de puta, por cagarme la noche de esa manera. Me acerqué lo más que pude y tiré mi pierna para atrás con tanta fuerza, que me pisé los cordones en el intento y caí de culo en la vereda.
Me arrastre dolorido como pude al mismo umbral y creo que lloré de dolor, o de rabia, no sé. Al rato salieron los chicos abrazados, a pura carcajada. Me encontraron ahí sentado. Uno se acomodó junto a mí y me palmeó el muslo dos veces. Siguieron hablando de lo buena que estaba la brasileña, de las gemelas, de una tal Moira. “¡Qué linda la tetona tuya!” dijo Dieguito y todos asintieron al unísono “¿Cómo se llamaba?”. Me quedé pensando por un momento y los demás esperaron en silencio. “Charito”, les dije seguro. “La mía se llamaba Charito”.