lunes, 20 de septiembre de 2021

El sibarita

 "Milanesas de soja comimos ayer", me decía Fede Gastesi en el patio del colegio, mientras esperábamos que izaran la bandera. Desde la muerte de su papá se quejaba casi todas las mañanas. No era solo por tristeza, de alguna manera se había acostumbrado a que ya no esté; pero con su viejo también se habían ido los viernes de restaurantes, los ravioles, y hasta el asado del fin de semana.

La mamá de Fede solo pudo llorarlo un día. Después, con la tristeza a cuestas se metió en el consultorio a atender pacientes. Era médica, y abrumada por la responsabilidad y con el miedo impregnado en el cuerpo, decidió que los Gastesi fueran vegetarianos. De un día para el otro vendió la parrilla y nunca más compró un bife, ni pollo, ni siquiera pescado.

Fede sufría, pobre; era sibarita, igual que su papá. Y eso de andar comiendo plantas todo el día, no le resultaba un tema menor. Ya desde chico se había acostumbrado al pan del día, al fiambre antes de la comida, a un postre que no fuera fruta. En cada recreo, mientras nosotros mirábamos revistas de autos masticando caramelos, el se compraba un pebete de jamón y queso y lo comía despacio, para que le dure lo más posible.

Contaba que todavía seguía soñando con milanesas, con papas rejilla, que se despertaba en el medio de la noche transpirado y masticando aire. En los ratos en los que se quedaba solo en su casa, se preparaba tostados con el jamón cocido que se compraba a la vuelta y traía escondido en la mochila. O se caminaba diez cuadras, solo para comprar un pancho con mostaza en el bar de la estación. Pero su obsesión máxima era el asado. Lo había perdido por completo y lo extrañaba de verdad. Las costillas anchas, el vacío, los chorizos. Prender el fuego con su papá, poner la carne con cuidado, filetear las mollejas y ser el primero en probar ese pedacito recién salado, tan caliente que hasta valía la pena quemarse la lengua. 

El viejo de Fede había sido constructor y, los fines de semana, lo llevaba a visitar las obras en las que trabajaba. En esa época, no había una sola obra sin asado. Se sentaban a almorzar con los albañiles, con una madera y un cuchillo para cada uno que guardaban siempre en el auto. Algunos días compraban la carne temprano, otras veces le dejaban dinero al capataz. “Comé despacio”, le decía su papá. “Respirá y disfrutá este momento que ya no vuelve.”

Al menos todavía le quedaba el comedor del colegio. No eran esos asados de la obra, mucho menos el de su papá de los domingos, pero comparado con las porquerías que comía en su casa, el menú era un lujo. Nos daban pollo con ensalada, pizza, pasta boloñesa y casi todos los miércoles, carne al horno con papas. Fede llegaba corriendo al mediodía, se sentaba cerca de la cabecera y elegía primero. Era gracioso verlo acomodarse la servilleta y comer despacio, igualito a como su papá le había enseñado.

El comedor, igual, tenía sus sorpresas. Cada dos o tres semanas aparecían, sin aviso, unos canelones de espinaca que eran un espanto. Cansado de tanta planta, Fede no corría riesgos y andaba siempre preparado. Bien temprano cada mañana, se tomaba el trabajo de caminar los seiscientos metros que separaban el patio principal del comedor, solo para que le contaran el menú. Esos días en los que había canelones, sacaba de la mochila un talonario de recetas (robado del consultorio de su madre), escribía que estaba con dieta de enfermo, ponía la fecha y falseaba la firma. Ni bien sonaba el timbre del recreo, corría hasta la enfermería y la hacía sellar. Así evitaba los canelones y, en cambio, se aseguraba un bife de cuadril con puré, y una manzana asada de postre.

Para no abusar de la estrategia y no pedirle plata a la madre, a veces vendía las recetas. Con la información de primera mano, se compraba un sandwich para el almuerzo y después dejaba los canelones. Tenía su clientela y se ganaba lo suyo. Le vendía a cualquiera, a todos menos a Celicorni.

Celicorni era un pibe con rulos del mismo año, pero del otro curso; lo veíamos en gimnasia y en mecanografía. Uno de esos que nunca tuvo nombre, que se sacaba buenas notas y no tenía amigos. Lo cargaban por el pelo, por tanto rulo. Oveja, le decían. El pibe quería comprar recetas pero, para Fede, era como si no existiera. Ni le contestaba. Un día nos quedamos los tres solos en una clase y no le quedó más remedio que hablar. “A vos no te vendo Oveja” le dijo seco, “ni aunque me la pagues el doble.” 

Cuando nos quedamos solos le pregunté porque tanta bronca con el pibe. “El padre lo cagó a mi viejo.” No dijo más nada y se quedó mirando al vacío como si, de repente, se le hubiesen acabado las palabras. La oveja ya no preguntó, y yo tampoco.

Un lunes de agosto, arrancó la construcción de uno de los edificios nuevos de la escuela de arte. Con los primeros ladrillos, los obreros no tardaron en improvisar una parrilla. El humo del asado empezó a aparecer en el recreo de las once y media. El olorcito de la carne se metía en el patio, en las aulas, en el puesto donde se vendían los sandwiches. "¡Sentí!", decía Fede extasiado. "¡Sentí qué maravilla!”.

Día por medio lo tenía que acompañar hasta la obra solo para que pudiera ver el asado de cerca. La parrilla no era más que una reja levantada con tres ladrillos de cada lado y dos pedazos de carne. Fede estaba fascinado y se enojaba cuando yo insistía para que volvamos al patio. A mí solo me preocupaba que nos mandaran a dirección y que se enterara mi vieja. Pero a Fede poco le importaba. Se quedaba hablando con el capataz. Le preguntaba por su familia, por los tiempos de la obra. “Me gustaría ser arquitecto”, le decía al despedirse. Pero en realidad lo único que quería era rapiñar un choripán.

A medida que pasaron los meses, el edificio nuevo fue progresando y, pasada la primavera, en la obra armaron el encofrado para llenar la losa del techo. “¿Ves?”, me decía señalando. “Esas maderas van armando un molde, después se llenan de cemento y terminan el techo”. De tanto ir, nos habíamos hecho amigos del capataz. El tipo nos dejaba pasar el cerco de seguridad y de vez en cuando nos cortaba un pedacito de carne para que probemos. “Les va quedando lindo”, decía Fede serio, mirando todo desde la mitad del terreno “¿Cuánto tiempo cree que falte para techar?”

Un día, justo antes del almuerzo, me pidió que vaya directo y lo espere en la obra. “No seas cagón”, me dijo al ver que dudaba. Encaré el camino de la escuela de arte y crucé la cancha de fútbol corriendo para que los celadores no me vieran desde la oficina. Apenas pasé la puerta de chapa, vi que los obreros habían armado una mesa larga de tablones y que, por primera vez, se acomodaban a la sombra del techo de cemento recién terminado. El asado no era el asado chiquito de todos los días. Era una parrilla grande como para quince personas. Mucha más carne que de costumbre, chorizos y morcilla. Había botellas de Coca de dos litros, pan francés y hasta latas de duraznos en almíbar. Me senté mirando todo en uno de los bancos destartalados, mientras los albañiles brindaban y el capataz traía la comida a la mesa. Era la primera vez que lo veía sin el casco. Me reí solo al ver que los rulos apretados le habían quedado marcados con la forma ¡parecía un huevo! Fede llegó enseguida, con dos platos del comedor y un juego de cubiertos para cada uno. "Me los prestó mi amigo de la cocina", me dijo agitado y se sentó. 

“Hoy a la mañana, cuando fui hasta el comedor, vi que llegaba el camión mezclador con el cemento.” Me acercó la panera para que me agarre un bollo y se agarró uno para él. "El día que llenan el encofrado, que se termina el techo de una obra, el constructor o el capataz tienen que pagar el asado. Es un código de honor, me lo enseñó mi viejo." Cortó el pedazo de carne que le habían dejado en el plato y levantó la mirada al cielo. “Comé despacio.", me dijo con la boca llena “Respirá y disfrutá este momento que ya no vuelve. Hoy el asado lo paga esa oveja.” señaló al capataz con el cuchillo y se rió de golpe.

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