Me da vergüenza decirlo, pero este último tiempo ando imaginando cosas. Puede que sea la edad, los nervios del trabajo, no sé. La cuestión es que me hago la película constantemente, me enrosco con cualquier cosa, veo amenazas, peligro en cada esquina. Andate un tiempo, me dijo la psicóloga. Desconectate, salí. Por eso vinimos a Cancún. Para descansar y cargar las pilas, para ver si se me van estas pavadas de la cabeza. Las vacaciones son seguras. ¿Qué te puede pasar cuando estás de vacaciones?
Veníamos bien. Contentos, tranquilos, durmiendo hasta tarde, la semana ideal. Hasta que se acabaron y tuvimos que volver.
Es domingo a la tarde en en el aeropuerto de Cancún. Estamos esperando la salida del vuelo de vuelta. La gente bosteza, come porquerías, algunos se retuercen buscando confort en las sillas duras que se alinean frente al mostrador de embarque.
Voy al baño solo para escaparme, para que el tiempo se consuma de alguna manera. Vuelvo al rato despacio, esquivando a los que están tirados en el piso, a los que cargan el teléfono apoyados contra la pared y me quedo mirando una revista en uno de esos puestos que hay por ahí. Compro pastillas de menta y una botella de agua. Termino de pagar y escucho el anuncio del embarque. Me doy la vuelta con mi bolsa, y con el apuro, me choco con un tipo con una mochila colgada del pecho. Le digo “sorry”, pero me mira indiferente. Está con otros dos. Uno tiene barba sin bigotes, el otro va rapado con un gorro de esos blancos que parecen tejidos al croché.
Hablan difícil, en un idioma que no entiendo. Las jotas raspan filosas en sus palabras, y las sílabas que usan, están llenas de eles, de bes y son todas con a. No se ríen, incluso parece que discutieran. El rapado del gorro lleva su boarding pass apretado en la mano, junto a un libro chiquito de hojas doradas. ¿Árabes en Méjico?
Ya pasó el grupo 2 cuando llego a la puerta de embarque. Ahora llaman al 3, al 4 que es el nuestro. En la cola para subir, justo adelante, una señora con un carry on de marca espera con las manos en los bolsillos del jean. Tiene el pelo recogido en una cola, zapatillas caras y una campera corta de seda con un cisne negro bordado en la espalda. Se voltea al vernos llegar y sonríe. Yo mientras tanto ordeno las tarjetas de embarque y le pido a mi hijo que, por el amor de Dios, deje de usar el teléfono. “Qué cosa esto de los controles para entrar a Estados Unidos”, le digo para sacudirme los nervios, mientras avanzamos despacio. “Está cada vez peor. Lo hacen por la droga ¿Ustedes viven allá?” “Hace más de veinte años ¿Vos también?” “No, no. Yo aquí, en Cancún.” “Ah. ¡Qué lindo! ¿De qué trabajás?” “Soy traficante.” Se quedó seria un momento y siguió. “Esta valijita, así como la ves, va llena de coca.” Quiso hacer durar el chiste, pero se tentó de golpe. “Soy medica, cardióloga. Trabajo en el Hospital Central.”
Me río con ella y busco refugio en mi teléfono solo por vergüenza ajena. Como si uno estuviera para estos chistes. Después miro en puntas de pie, busco, me doy vuelta, pero ya no veo a los árabes por ningún lado. Quizás viajan en otro vuelo.
Me los encuentro arriba del avión, los tengo a los tres sentados justo en la fila de atrás. El de barba mira por la ventana, el de la mochila va en el medio, y todavía la tiene colgada en el pecho, el del gorro me mira serio. Acomodo mi bolso arriba y mi mujer me reta porque no puedo sacarles la vista de encima. “Correte”, le digo, “en el pasillo me quiero sentar yo.” La gente pasa y el avión se llena de a poco. Una chica me choca sin querer, un pibe viene con la máscara mal puesta y una señora de ojos grises me pide ayuda para subir su equipaje del otro lado del pasillo. Me dice gracias con acento y se sienta en la ventana. Llega después una pareja, ella es linda y joven, mucho más joven que él. Parece la hija.
El avión rueda camino de la cabecera mientras se alinean los respaldos y se terminan de abrochar los cinturones. En un asiento del pasillo, tres filas mas adelante, la de la campera del cisne no para de textear cuando ya no se puede. La señora a la que le subí la valija mira su teléfono medio escondida. ¿Están hablando entre ellas? Las dos siguen, como si nada, mientras los motores del avión se enroscan y rugen camino al cielo. Ya estamos en el aire cuando por fin la de la campera guarda el celular en el bolsillo. Tengo que bajar la paranoia ¿Y si son amigas y hablaban entre ellas, que? ¿Qué pasa? ¿Revienta el mundo?
La nave sube, trepa, se sacude por momentos y gira en redondo hacia el oeste. El último sol de la tarde ya no tiene luz y se guarda en el horizonte. La pantalla de mi asiento pasa un anuncio de una tarjeta de crédito que regala millas. Mi hijo ya duerme adentro de sus auriculares gigantes y mi mujer busca películas en su monitor.
Cuando por fin pasamos las últimas nubes, se apaga la señal de cinturones y el avión se nivela. Un comandante de abordo corre la cortina que separa la business y una azafata con un cárdigan azul pasa repartiendo auriculares.
Ahora el capitán nos da la bienvenida, nos cuenta la ruta, dice que esta re lindo para volar. Antes del “relax, enjoy your flight”, nos cuenta que ya estamos en territorio americano. USA dice. Que si miramos por las ventanas de la izquierda podemos ver el golfo de Mexico y como el Río Grande se recorta en el continente. Si los árabes hubiesen querido volar el avión ya lo hubieran hecho. Estamos en Estados Unidos, el avión es de American.
Busco las pastillas que compré y ofrezco a los que tengo cerca. Del otro lado del pasillo, la chica joven acepta, también su novio, la señora a la que le subí la valija estira la mano por sobre ellos dos, pero empieza a temblar sin parar. Cae hacia atrás y golpea su cuerpo contra la pared de su ventana, convulsiona sin control, los ojos se le dan vuelta y pierde el sentido. Somos varios los que apretamos el botón azul de arriba de nuestro asiento. La chica linda grita “HELP”, la gente se da vuelta para ver qué es lo que pasa.
Llega la azafata del cardigan azul, el que acaba de correr la cortina trae un maletín rojo para emergencias. Mientras mis vecinos salen disparados de sus asientos, los tripulantes se meten arrodillados. Sacan un tubo de oxígeno, guantes y una máscara amarilla de goma. El altavoz pide por un médico en el pasaje.
Una señora levanta la mano bien adelante, pero mi amiga de la campera del cisne negro llega primera. “I’m a doctor”, dice y se arremanga. ¿Estará arreglado esto? Una escena para distraer. Ella se descompone, la otra la atiende, el avión baja y ¡pasan la droga de la valija! Si me lo confesó abajo. A ver, a ver. ¿Quién va a ser tan elemental de contarle al primer pelotudo que se le cruza que está traficando droga? Pobre señora, está re mal y yo viendo fantasmas otra vez.
Los árabes se paran en sintonía, al parecer el de la mochila quiere ir al baño, ¡o eso intentan hacernos creer! Va para adelante, hacia el toilette de la business. Pasa la cortina como si nada. ¡Claro! no hay nadie que lo pare. Todos los tripulantes están ayudando. ¿Por que no la dejan sola y hacen su trabajo? ¡Es cardióloga! Entretanto la doctora hace preguntas, ilumina los ojos grises de la señora con una linterna chiquita y espera los resultados del medidor de presión. En la fila de atrás quedó el barbudo de la ventana. Ahora es el rapado del gorro de croché el que se abre paso hacia el fondo del avión. ¿Y este? ¿Para qué va para atrás?
¿Soy yo el único que parece atento a todo? ¿Serán solo mis miedos? Tienen que ser. La mayoría duerme o mira la tele, algunos comen, otros conversan parados en el pasillo. Esos se ríen. Si se ríen no están preocupados. Si el capitán estuviese preocupado hubiera encendido la señal de los cinturones ¿Y si son terroristas y estos no se dan cuenta? Qué suerte que esta señora era médica, ¿no? le digo a mi mujer, para distraer mi cabeza. Me dice que si, me da su mano fría. Esta emocionada por la película que mira y las lágrimas se le escurren por debajo de sus anteojos.
La doctora le dice algo a la azafata del cardigan azul. La tipa se para y sus tacos repiquetean diligentes camino de la cabina. ¿Qué le dijo? ¿Estará todo bien? El avión comienza a bajar antes que la chica vuelva y la voz del capitán dice que tenemos que parar en Texas. Texas, ¿no te digo?. Justo por donde se entra toda la droga. Nos están haciendo bajar a propósito ¿Y si los árabes las están ayudando? No hay árabes narcotraficantes. Fundamentalistas o nada.
Ahora todos, por fin, toman conciencia del problema mientras el avión desciende sobre territorio americano. ¿Ahora se preocupan?, ¿ahora aprietan el botón de la azafata? La vengo viendo hace una hora. Están arregladas, ¡no cabe duda!
Las azafatas repiten el mismo discurso una y otra vez. “En el avión la autoridad máxima es la del comandante. Si el considera que tenemos que bajar, es su decisión. ¿Qué pasaría si fuese usted? Asegúrese de que su máscara también le cubra la nariz. Cierre la mesita, por favor.
Mirá, justo la señora recobró el conocimiento para llegar ¡Qué casualidad! Ya se curó. Se estaba por morir y se curó de golpe. La doctora le dejó la máscara de oxígeno para disimular ¿Nadie se da cuenta de que los árabes no volvieron a sus lugares?
Se abre la puerta en la manga, suena la señal de cinturones y se prenden las luces, pero nos piden que nos quedemos sentados. Suben dos paramédicos extra large con una silla de ruedas para aviones que no vi en mi vida. Entre los dos sacan a la señora de su lugar y la sientan en la silla angosta, finita como el pasillo.
Avanzan despacio, mientras algunos le dicen “good luck” y otros aplauden. ¡Nos están metiendo falopa de contrabando y estos boludos aplauden! ¿No hay marshalls en este avión? Al pasar por el lugar donde estaba sentada, la doctora de la campera del cisne negro saca su carry on del compartimento superior. El grupo entero pasa la cortina de la business, cuando el rapado del gorro de croché pasa rápido por al lado mio. En ese mismo momento, adelante de todo, el baño se abre y el otro árabe de la mochila invade el pasillo. Quedan atrapados en el medio, el árabe del gorro de un lado, el de la mochila del otro.
“FBI” grita el de adelante y levanta un emblema dorado para que todos lo vean. En la segunda mano tiene un revolver, pero no apunta. El del gorro se acerca rápido, saca a los paramédicos del medio y esposa a la doctora“¿Se puede saber que significa esto?” grita la señora mientras retuerce sus brazos atados. “I need to go to the hospital”, se queja la “enferma” mientras el de la mochila la arresta también.
El último de los árabes, que había quedado en la ventana de atrás, se para despacio y junta sus cosas. Tiene el mismo emblema dorado enganchado en el cinturón. Me pasa por el costado y me guiña el ojo.
Al llegar a la puerta usa el micrófono que le alcanza la azafata. “Perdón por las molestias”, dice y se pierde por la manga con los demás.