viernes, 29 de abril de 2022

Tres veces soledad

Me llamo Luis Alberto Freire, pero soy el padre Luis. Desde mi consagración estoy a cargo del Sagrado Corazón de Jesús, una parroquia despintada que queda en Vedia, Provincia de Buenos Aires. El nuestro es un pueblo chico y olvidado donde todo el mundo se conoce, una parada más de la ruta 7. Alguna vez alguien nos dijo que éramos el futuro de la nación; ahora se piensan que no nos damos cuenta que quieren esconder cuarenta años de crisis con una bandera nueva flameando en la plaza y los troncos de los arboles pintados de blanco.

Hace rato que dejé de ser un sacerdote tradicional. Me saqué la sotana y ando vestido con jeans y zapatillas. Los domingos, en lugar de dar sermones vacíos, le dedico mis palabras a la gente que está sola, olvidada como Vedia. Hay muchos que vienen a escucharme, me siguen confiando a sus hijos, a pesar de las barbaridades que ha cometido la iglesia. Pero cada día que pasa es un poco más difícil, sobre todo con los jóvenes. Hay algunos con los que ya perdí la esperanza. Pasan por la plaza, cerca del amanecer, a todo lo que da en esos ciclomotores chinos. Insultan y tiran latas contra las paredes. No los culpo, miran el cielo borrachos desde la moto, pero no distinguen si es de día o de noche.

Ahora estoy desempleado. Ya vamos para más de un año de pandemia y todavía no me dejan abrir la parroquia. Me cuentan los que andan por Buenos Aires que los bares ya están abiertos, que hubo marchas en la Plaza de Mayo y una multitud en el sepelio de Maradona. Parece que veinte personas en una iglesia sigue siendo un atentado contra la salud nacional.

Destrabo las puertas todos los días sin abrirlas del todo, a ver si alguien pasa y se anima a meterse, por eso lo de ayer no fue del todo sorpresivo. 

Recién me había acostado y estaba leyendo, cuando escuché que alguien aplaudía en la iglesia para llamar la atención. Bajé sin miedo, entusiasmado, arropándome con una bata por sobre el piyama. No era un vagabundo, solo un hombre común.  

Se tomó el vaso de agua que le ofrecí con manos temblorosas y lo invité a que nos sentáramos en un banco de los del fondo. Arrancó disculpándose por la intromisión, por la hora. Hice algo malo, decía. Pobre, temblaba. Para que se tranquilice le pedí que empezara contándome quién era, cómo se llamaba.

Gustavo, me dijo después de un rato de silencio, tenía la vista clavada en la cruz arriba del altar y murmuraba cosas que no podía entender. Soy de acá, pero vivo afuera, dijo al rato. Estoy de paso, usted todavía no estaba cuando me fui con mi familia. Lloraba por momentos y se frotaba las palmas contra el jean, sobre los muslos. Me dijo después que se había separado de una tal Gabriela, sonrió al hablar de sus hijas mellizas.

Cuando vi que estaba más tranquilo, le pregunté por aquello malo que había hecho. Se largó a hablar y ya no pregunté más.

“Paré a cargar nafta en la YPF del cruce, como a las 11 de la noche. Como vi que había gente en el shop entré a tomarme una cerveza. Me acomodé en una mesa contra el vidrio para poder mirar el auto; hoy te roban en cualquier lado. Después tomé otra más. 

Mientras pagaba llegó una chica sola. No sé qué edad tendría, pero más de dieciocho seguro porque el cajero le pidió el DNI para venderle alcohol.

Se sentó en la mesa de al lado y puteaba mientras tomaba del pico. Machista de mierda, decía para sí misma mirando el celular, pasando páginas con el pulgar. Quizás la conoce: pelo hasta los hombros, oscuro, muy oscuro y un mechón violeta. Los ojos muy pintados, pálida. Tenía las zapatillas sin calzar del todo, jeans rotos. Y una musculosa negra de esas como de tela de camiseta, sin corpiño, sin ningún reparo. Si fuese mi hija la mato, pensé.

Estábamos sentados frente a frente, separados por dos mesas, pero ni me miraba. No tenía reloj, ni collares; tatuada, eso sí. No con dibujos elaborados, como esos de ahora, sino palabras sueltas esparcidas por sus brazos, por sus dedos. Me llamó la atención que tuviera cosas escritas en las palmas de la mano. Se me vino de golpe la escuela, los deberes, cuando me anotaba cosas para no olvidarme.

Al rato entró uno que al parecer era el novio, venía con un amigo. Dejaron una motito estacionada al lado de mi auto. Estos sí estaban tatuados hasta el cuello, aros, cejas afeitadas. Trajeron cerveza y cigarrillos. La chica se presentó, pero no escuché su nombre, estaba claro que recién se conocían. Después se sentó a upa de su novio y lo empezó a besar. El pibe la agarraba, la manoseaba, ella seguía, abría su boca como si no hubiese nadie.

Cuando hablaba lo hacía bien, como si hubiera estudiado. Se llenaba la boca con palabras pomposas como “individualidad”, o “personería”. Levantaba el tono para hablar de la potestad de su cuerpo, de los derechos de la mujer, de la libre elección.

Habremos estado ahí como una media hora, me compré una bolsa de papas y otra cerveza más para tratar de no pensar tanto. Las mesas no estaban tan pegadas, pero la conversación se escuchaba como si nos hubiésemos sentado juntos. 

Lo traje a Pedro para que vayamos a su casa, dijo el novio de la chica, miró para todos lados e hizo un gesto con las manos que no alcancé a ver ¿Te prendés? Tenemos merca. Y la piba, que se estaba tomando lo que le quedaba, dejó la botella y contestó: bueno, dale. Se levantaron de golpe y se fueron, pero el celular quedó ahí. Me paré para alcanzárselo, pero ella ya volvía. Era una nena. Una nena maquillada tomando decisiones muy complejas, difíciles como sus palabras vacías. Me salió tomarla del brazo, decirle que se estaba equivocando. 

Soltame, me dijo y tironeó, pero yo estaba borracho y no la dejaba ir. Soltame forro, te dije, y me escupió. Le pegué en la cara. Como si mi propia hija me hubiera faltado el respeto. ¡Le pegué! Se cayó al piso y reculando por el suelo con manos y piernas, se volvió a parar casi en la puerta. Hago lo que quiero, machista hijo de mil puta, me gritó. Después se agarró la entrepierna con toda la mano, como si tuviese bolas. Salió disparada y se fueron los tres en la motito. Me olvidé del auto y caminé sin destino, terminé acá, masticando culpa e impotencia, llorando de bronca en la puerta, hasta que me di cuenta que estaba abierto.”

Cuando Gustavo terminó su relato no le dije nada. Le salió darme un abrazo y ahí se quedó por un tiempo. Gracias, decía; yo también quería agradecerle. 

Al día siguiente volví a la parroquia más temprano que de costumbre, apenas despuntaba el día. Me encontré con una chica sentada en el primer banco. Lloraba sin parar y decía que no era religiosa, quería aprender a rezar para que Dios la ayudara. Te puedo escuchar, le dije. 

Tenía la remera negra estirada, tironeada, el aliento a cigarro, a alcohol. Cuando nos sentamos pude ver sus tatuajes por todos lados, las palabras en su cuerpo. Las frases al azar estaban escritas dentro de su propio rango de visión, para que sea ella la destinataria de su lectura. No había tinta en el cuello, ni en los hombros. Todo concentrado en la parte baja de sus brazos. Sus dedos, sus manos garabateadas en cursiva, eran anotaciones como de agenda.  Se frotaba la palma izquierda sin parar, en un ir y venir frenético. 

Le pedí que me mostrara que decía su mano. Me la ofreció despacio, llena de su saliva y sus mocos. “LOVE”, rezaba la piel mojada; el verde azul de las letras brillando aún más con el sol de la mañana. Pasé mi mano por su cabeza para darle tranquilidad y un mechón violeta se enredó en mis dedos. Su voz de nena ya resonaba en los techos de la iglesia, pedía perdón mirando al cielo. Repetía sin parar que, una vez más, había olvidado de quererse. 

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