—Buenos dias, un cortado por favor — Claudia dejó sus cosas en una silla vacía.
—Para mi otro café con leche — le dijo Vicente al mozo, mientras la saludaba con un beso. —Gracias por venir.
—Con lo que insististe, estaba para decir que no. Tomá, te traje tu bufanda —se sentó y le dio una bolsa de papel, de esas de los negocios. —Me salvaste la vida el otro día ¡qué frío por Dios! La lleve a la tintorería para que no le quede mi perfume. Encontré algunas canas. ¿No se te está cayendo mucho el pelo?
—Ni me hables. — se pasó la mano por la cabeza —Y vos que parece que dormís en la heladera
—¿Qué pasa ahora? ¿No te alcanzó con lo que hablamos el otro día?
—No tuve todo el tiempo que necesitaba. Hablar así, a la pasada, no es lo mismo. Quería contarte un poco más. Vos sos la única que me puede entender.
—¿Qué tengo que entender, Vicente? Pasaron 20 años.
Me asusté, Claudia. Cuando se me vino la fecha arriba, el juramento ante Dios, no pude. Te juro que no pude.
—Pero la dejaste en la iglesia, te podrías haber asustado un poco antes ¿no?
—Me dio un panic attack. Por que fue eso lo que tuve. En ese momento ni se conocía la condición, pero fue pánico, creéme que fue pánico puro.
—Pánico, mirá vos. ¿Y que mi familia fuera del conurbano no tenía nada que ver?
—Entre vos y yo, un poco si. No lo tomes a mal, pero las dos eran un poquito así.
—¿Así como?
—Así… —sacudió la cabeza y miró el techo—¿cómo explicarte? Te lo digo con respeto, ojo; claramente ustedes no tuvieron la educación que me dieron mis padres. Aunque con los años mejoraste mucho.
—¿Se supone que eso sea un piropo?
—Por supuesto. Las dos mejoraron mucho. Vos siempre tuviste tu charme, esas ganas de ser mejor, y Lucrecia compensaba por ser mona. Groncha, pero monísima. Con sus cosas: el perfume, el chicle con la boca abierta, las risotadas. Vos sabés bien que en casa se respetaba un protocolo; las caras que ponía mi padre cuando tu hermana venía a comer. Y mamá, bueno. En paz descanse pobrecita, pero nunca la pudo tolerar. Por mi parte, nunca más pude amar a alguien como amé a tu hermana. Me di cuenta a los golpes y no me da vergüenza decirlo: ¡Estoy enamorado!
—¡Bajá la voz! Nos está mirando media confitería.
—Qué miren, ¿qué me importa? ¿Esta mal que quiera pasar el resto de mi vida con tu hermana? ¿A vos qué te parece?
—Acá lo que a mi me parezca no sirve de nada.
—¿Cómo que no va a servir? Ella a vos te escucha. No fue mi culpa, creeme que no fue mi culpa.
—Yo te creo, pero…
—No puedo más, Claudia —se detuvo un momento y buscó el techo para esconder sus lágrimas.
—Bueno tampoco hace falta que llores.
—Fueron muchos años de presión. Mamá en mi contra, el gossip de mis amigos, el compromiso eterno. Me tuve que cuidar, de alguna manera me tuve que proteger.
—¿No te había dado un panic attack?
—Lo que quiero decir es que me equivoqué, punto. Y que si pudiese cambiar una sola cosa de mi vida, te juro que iría a esa iglesia y me casaría con tu hermana. Pasaron muchos años, el tiempo todo lo cura.
Vicente se dio vuelta por instinto y ahí estaba Lucrecia, parada justo detrás suyo con los brazos cruzados.
—La verdad, no sé muy bien por donde arrancar —, dijo mientras se sacaba el abrigo y un pañuelo enorme. —No te pares, corazón, quedate ahí sentado que para mi es mejor. Te escuchaba con atención…
—¿Escuchaste todo?
—Eso de que te arrepentís, que tu vieja era una hija de puta, que querés volver conmigo y toda la sarta de boludeces que decías ¿Te cuento algo? Me acabo de separar por segunda vez, me vendría bien tu propuesta.
—¡A los dos nos vendría bien!
—Te digo más — se quedó pensando un momento. —Debo haber soñado con este momento mil veces. Algún día va a volver, me decía a mi misma, algún día va a recapacitar, nos va a tocar el timbre y nos va a pedir perdón.
—Esta es mi forma de pedir perdón, dame otra oportunidad.
—Mirá que te llamé, fui años a tu casa a pedirte por favor que te hicieras cargo, a bancarme que la mucama me dijera que no estabas. Lo único que le pedía a Dios era que me pasara esto. Y ahora que lo escucho, ahora que te tengo acá, arrodillado, no sé si lo quiero.
—¿Cómo que no?
—Quizás sea medio boluda, porque convenir, me conviene. Me junto con vos, a los diez años te morís de un infarto y yo me salvo para siempre. Pero a esta altura de mi vida, lo último que necesito es tu ayuda condicionada.
Vicente dijo algo que Lucrecia ni escuchó.
—Como te reías de mi con tus amigos ¿te acordás cuando me cargabas porque pronuciaba mal en inglés? Groncha y todo te morías por mi. Pero le tenías miedo a tu mamita, al que dirán de los pelotudos esos con los que compartís tu vida. Y como no te podías permitir un hijo oscurito, y no tuviste las bolas para dar la cara, te escapaste como una cucaracha el día del casamiento. Embarazada de seis semanas y con el vestido puesto me dejaste; las boludeces que me habías prometido.
—Ahora cambié.
—¿Ahora cambiaste? Ahora tu mamá se murió, es eso lo que cambió. No hay nadie que pueda horrorizase de mi perfume, de mis tetas hechas, entonces vos querés volver conmigo. Me das gracia, Vicente. A mi tu ... ¿como fue que dijiste? ¿tu panic attack? No busques palabras raras para decir que toda la vida fuiste un cagón —. Corrió una silla para sentarse y se agitó los rulos un poco. —Decime una cosa. Si me voy con vos ¿que hacemos con mi hijo? — el escote de Lucrecia lo miraba a Vicente de frente. Acababa de cumplir 49 y todavía era una bomba.
Vicente abrió la boca para contestar pero Lucrecia solo siguió.
—Podríamos hacer de cuenta que no paso nada, que no estaba embarazada. Vamos a suponer por un momento que no dijiste que era una trola.
—Yo nunca dije eso.
—Hacerte el boludo y decirme puta es más o menos lo mismo. Pero vamos a hacer de cuenta que todo eso haya pasado. Qué como dijiste hace un rato, el tiempo haya podido curar las heridas, erradicar mi rencor. ¿Está bien dicho erradicar? Decime, dale, vos que sos tan culto. Podríamos vivir en una casa grande, usar el campo de tu familia, ir a la mierda esa de Punta del Este todos los veranos, viajar a Europa, hacer de cuenta que somos felices. Te vuelvo a preguntar ¿qué hacemos con mi hijo?
¡Contestame de una vez y dejá de mirarme las tetas! — golpeó la mesa con toda la mano y la confitería se quedó en silencio una vez más.
—Bueno el ya tiene 20 ¿no?
—21. Cumplió 21 el mes pasado.
—Podría darle una mensualidad.
Lucrecia tomaba un poco de agua del vaso de su hermana y casi escupe de la risa.
—¿Una mensualidad? Vos me estás jodiendo. Es tu hijo Vicente. ¡Aunque sea mayor de edad sigue siendo tu hijo!
—Ya hablamos de esto hace mucho y eso no está comprobado. Eras mi novia, es cierto, pero te la pasabas todo el día escuchando música en la casa de ese Claudio.
—¿Claudio? ¡Claudio!— La confitería entera se dio vuelta otra vez. —¡Claudio es mi primo! ¡Mi primo hermano! y ademas ¡es puto! ¿Vos te pensás que yo soy pelotuda? No solo vas a tener que seguir cogiéndote al bagayo de tu mujer, sino que le vas a tener que dar a tu hijo todo lo que le corresponde, hasta el último centavo — sacó de la cartera un sobre grande y lo tiró arriba de la mesa —¿Sabés que es eso? Tu prueba de paternidad, corazón. 100% metiste. ¡Qué campeón! Por suerte el chico salió lindo como la madre. Negrito, pero lindo. Eso sí, ahora va a ser millonario como vos, igualito a su papá. Y no pongas esa cara de boludo, hicimos el ADN con los pelos tuyos esos blanquitos de la bufanda. ¡Con dos pelitos nada más!
Agarró su abrigo y se ató el pañuelo. —Tomá agua, corazón. Respirá; no vaya a ser cosa que te de otro panic attack. No te saludo con un beso para que no te quede mi perfume. Vamos Claudita, dejalo que lea tranquilo.
Vicente agarró el sobre, pero no se animó a abrirlo. Entonces lo volvió a dejar sobre la mesa. Lucrecia y su hermana ya se abrían paso entre las mesas.