En el barrio casi nadie sabe que Gabriel Restelli era ladrón de bancos. Ladrón profesional, de esos que entran por un túnel cavado durante meses.
Vive con una mujer a la que adora en una casa recién pintada, con algo de verde y flores adelante y un jardín grande en la parte de atrás. Están casados y tienen un hijo al que llevan todo el tiempo en brazos. Es raro verlos por la calle; su mujer juega con su hijo en el fondo y Gabriel se pasa el día entero sentado en un escritorio que mira al frente, haciendo rayas en un cuaderno y cuentas en una calculadora. Antes de mudarse, cercó el terreno con una reja alta, puso alarma y cámaras de seguridad.
Para la banda Gabriel era el Topo. El apodo nada tenía que ver con los túneles que diseñaba, era un mote que traía de chico. Se lo puso su hermano Sergio por bajo y morrudo, y por ese achinar los ojos que hacía para ver mejor de lejos.
Se parece más a un topo con el pelo rapado. Los dos hermanos iguales. Su mamá les cortaba el pelo con una máquina para ahorrarse la peluquería, los piojos y los problemas con los milicos; no secuestraban a los pibes, pero Sergio parecía más grande.
Cuánto lo quería el Topo a ese hermano mayor. Copiaba sus gestos, su forma de hablar, se le iban los miedos de solo estar con el. Es que para Sergio todo era fácil. Las chicas lo miraban, jugaba bien a la pelota, sabía trepar y era valiente. Leía libros prohibidos, revistas importadas y le gustaba la política. Tenía pinta de policía; quizás era la parada, la ropa bien planchada, pero la revolución le corría por las venas. Se la pasaba hablando de derechos, de injusticia, de juntar plata y repartirla entre todos por igual.
Una tarde, así sin más, los juntó a sus amigos en la esquina; traía una cartulina enrollada bajo el brazo y a Gabriel caminando a su lado. Desplegó un plano con flechas, dibujos y anotaciones sobre la vereda sucia. “Robar no”, le contestó al primero que se atrevió a preguntar, “Vamos a hacer justicia”.
Los hermanos y sus tres amigos hicieron un juramento, incluso se cortaron las palmas un poquito para que el apretón de manos fuera con sangre:
“Nos llevamos lo que sobra: comida, ropa o plata. Nunca sacamos nada de una escuela, ni de un hospital. Somos invisibles. No pegamos, no atamos, no llevamos armas. Si alguno cae, los demás siguen, siempre”
Se repetían el manifiesto como un mantra, día tras día, hasta que por fin lo aprendieron de memoria.
Con un plan cada vez más elaborado, con la estrategia que Sergio diseñaba en sus rollos de cartulina, cinco chicos se llevaban cosas de las casas, de los locales, de las oficinas; sin romper nada, sin lastimar a nadie. Eran todos topos como Gabriel, topos justicieros. Se repartían lo que les gustaba y, el resto, lo regalaban por las casas del barrio, dejando en cada puerta bolsas de tela blancas, atadas con dos nudos y un sello con un círculo y dos rayas horizontales como los ojos de Gabriel.
Con la práctica y el tiempo, los planes fueron mejorando, más sofisticados y demandantes se volvieron la estrategia y el ensayo. Fue por esa época que los Restelli empezaron con los túneles. Pasaron de llevarse ropa usada, comida y electrodomésticos, a bolsos llenos de joyas, cuadros, relojes y hasta oro en lingotes. Pero cada vez les resultaba más difícil vender aquello que otros habían perdido, reducir botines sin levantar sospechas. Con veinticinco y veintitrés recién cumplidos, Sergio y Gabriel Restelli dejaron Ciudad Evita y se mudaron a un PH en Almagro; corría el año 92.
Con más recursos los túneles llegaron a los bancos, a las sucursales de los barrios donde no había tanta plata, pero la seguridad era también menor. Eran tan técnicos, tanto practicaban, que era imposible rastrearlos.
Hasta esa noche de fin de año en Liniers. Era un golpe grande. La idea original la había traído el Pipi Quinteros. “Mi tío dice que son unos caños enormes de cemento que quedaron enterrados ahí desde el año treinta”. Hablaba de la tubería de un ramal secundario del arroyo Maldonado. Parte del entubado original que nunca se había completado. La obra inconclusa recorría casi sesenta metros por debajo de la calle Timoteo Gordillo, justo en el cruce con el pasaje Las Tunas.
Para cerciorarse de la existencia de los tubos, alquilaron un local vacío, justo en la esquina frente al banco. El primer día pintaron los vidrios de negro por dentro, rompieron el piso del depósito y cavaron hasta encontrar el cemento de la tubería, casi tres metros más abajo. En los días siguientes perforaron la losa con un martillo neumático.
“El tubo nos deja pegados a la pared del subsuelo del banco, tiene cinco metros de diámetro y lo podemos iluminar si cableamos desde el tablero del local. El trabajo de verdad empieza ahí. Tenemos que volver a romper con el martillo y cavar horizontal hasta encontrar el concreto del edificio. Hay que aprovechar el ruido de la obra que construyen al lado, de noche nos pueden escuchar y necesitamos abrir un boquete de medio metro de diámetro y seis de largo”
El plan de Sergio los dejaba en el hall de acceso a las cajas de seguridad del Banco Credicoop. El Pipi sabía como descifrar el código de ocho dígitos casi sin mirar. Después cada caja podía abrirse con una barreta común.
“Esa noche, como a eso de las once, Nico y el Topo van a entrar por arriba, por la puerta principal. Un contacto me consigue una patrulla y uniformes de la federal, de otra manera los dos guardias no les van a abrir la puerta. Tienen que tener armas por si se les complica, los dos gordos son pesados. Para asustar, no hay policías que anden sin revólver. Salimos caminando con los bolsos por la puerta principal y nos vamos en el auto que trajimos. Vamos a simular que nos llevan presos por si hay gente en la calle. Los que van de policías se sientan adelante, nosotros hacemos de detenidos atrás; yo llevo tres pares de esposas. Quiero que dejen la patrulla arriba de la vereda, con la sirena prendida y el motor en marcha.”
El muro de concreto explotó a la hora 00:00 del 1 de enero de 1993, junto con los cohetes, con todas las bombas de estruendo del año nuevo. Mientras los vecinos brindaban, tres topos entraban al hall chiquito del banco Credicoop. Por las escaleras bajaban Gabriel y Nico después de haber atado y amordazado a los guardias en la planta baja.
La celebración anticipada y los abrazos, el exceso de confianza y el Pipi Quinteros que marca los ocho números de la combinación distraído, hablando sin parar.
Puede que haya sido la mufa de cambiar lo prometido, o las vueltas del destino. Un descuido tonto, una simple desconcentración, el octavo número que no era y la alarma. Gabriel corrió por la escalera y fue el primero en ganar la calle. No pudo ver bien, eran dos las sirenas que ahora titilaban sin parar, cuatro los focos de los patrulleros que lo apuntaban de frente y no hacían más que encandilar.
Quiso retroceder, volver a entrar, pero se topó con los demás que salían detrás de él. Sin querer, los acorraló a todos entre la entrada y los coches. Gritos, tiros y Sergio despatarrado en la vereda, contorsionando con los ojos bien abiertos, su pecho perfecto desgarrado, partido en dos, la sangre a borbotones pasando entre los dedos torpes del Topo. Su revolver en el aire, un grito de ira que no se oye y el cargador completo en los cuerpos de los policías que avanzaban confiados por su uniforme, los mismos dos que habían abatido a su hermano.
“¡Topo! ¡Vamos!” grita Nico desde el volante. Gabriel duda, su hermano le suelta la mano, lo arrastran del brazo y adentro del auto. Las gomas de la patrulla que rechinan en el asfalto y el motor que se aleja hasta perderse. Después el silencio, el silencio sordo de la noche solo interrumpido por cohetes lejanos, las luces azules y rojas de la sirena del patrullero verdadero barriendo la calle, la sangre en el piso, las paredes del Credicoop. Y Sergio tendido cerca de los policías muertos, con lo último que le queda de vida repite una y otra vez: “si alguno cae los demás siguen, siempre”.
Hace tiempo que Gabriel ya no roba, todavía puede ver a su hermano tirado en la calle, sentir su sangre caliente, las manos pegajosas. Sentado en su escritorio dibuja cartulinas y las enrolla, desestima planes, compara las instrucciones de tantos golpes, pero ya no se anima. Con la muerte de Sergio se le deshilachó el coraje; sin su guía no es mas que Gabriel.
Cada tarde camina hasta el cuarto acorazado que tiene en el fondo, revisa la escotilla del túnel de escape. Después abre la caja que esconde detrás del tablero de herramientas, con un código de doce dígitos, cuenta el dinero que deja, anota los gastos en un cuaderno y vuelve a cerrar la caja fuerte atiborrada de plata, lingotes y obligaciones negociables. Ya no quiere regalar, ni compartir nada con nadie. Se convence de que es solo por precaución. Después vuelve por el jardín hasta su casa con las manos en los bolsillos, le da un beso a su mujer y le acaricia la cabeza a su hijo. Tiene el pelo algo más largo y usa anteojos grandes de pasta para ver bien. Parece haberse acostumbrado a convivir con el dinero, con la culpa, encerrado en una casa, controlando un túnel como si fuera un topo.
Mientras el sol tiembla y se esconde atrás de la cerca, activa la alarma perimetral, el voltaje que asiste la reja y se asegura de que las cámaras estén encendidas. No quiere que le roben, no quiere que le saquen eso que necesita y que tanto le costó conseguir.