Es lunes y Cora se baja del colectivo que la trajo desde Rafael Castillo. El sol recién sale y no hay ni una nube; todavía está fresco para diciembre.
El tráfico pasa lento y los camiones levantan la tierra que quedó en la avenida después de la tormenta. Algunos de los que caminan por la vereda rota entrecierran los ojos, otros se sacuden la ropa. El gobierno acaba de cambiar, pero todo sigue más o menos en el mismo lugar. Las caras felices de los candidatos, en los afiches de campaña, contrastan con las de la gente; por la calle nadie sonríe, ninguno usa corbata. En los cercos de los baldíos, en los muros de la estación, las promesas recién pintadas se mezclan con otras viejas e incumplidas. Faltan dieciocho horas para la nochebuena.
Cora va de mangas cortas, pero casi ni se nota; tiene los brazos tatuados hasta las muñecas. Se acomodó la mochila bien alta en la espalda y camina rápido para entrar en calor. Se frota los brazos de vez en cuando, pero no se queja. Nunca se queja. Sonríe, en cambio, con un gesto distinto al de los candidatos. A Cora se le ilumina la cara. Es la única que aceptó trabajar el 24 de diciembre, a pesar de un marido y los mellizos que la esperan. Como tantos otros días hoy le toca quedarse con Lourdes.
Hace más de tres años que la cuida dos veces por semana y no le pesa. Prefiere la mirada perdida y el dialogo incoherente, que los días difíciles en la granja de rehabilitación. No es fácil lidiar con adictos que ya no son chicos, con la agresividad, con los insultos. Su marido quiere que cuide gente “sin tantos problemas”. “No es un capricho,” le dice Cora cada vez que conversan. “¿Que harían sin mi?”
Para en un kiosco, compra un paquete de caramelos y dos turrones. Mientras espera por el cambio se ata el pelo y la camiseta gris se le levanta apenas. El sol de la mañana le da justo en la espalda, ilumina la rosa de los vientos que tiene tatuada en la nuca. Es un dibujo simple y no muy grande. Lo vio en un libro en la casa de Lourdes, se lo hizo hace solo diez días.
El chofer la espera como siempre en la plaza. Lourdes ya está despierta, se enoja, no quiere desayunar con la cuidadora de la noche.
Cora cruza el parque de la casa con paso firme y vuelve a sonreír. Salta en el lugar para acomodarse la mochila, se acaricia el tatuaje de la nuca, deja ahí su palma un momento. Le pica y no quiere rascarse. El pasto húmedo le cubre las Converse. Son diez los jardineros que barren las hojas, los que juntan las ramas tiradas de la misma tormenta de Rafael Castillo. Los pinos del parque están enormes. Fue Lourdes la que los plantó hace más de diez años. Son de navidad, no tienen luces, ni adornos. La casa crece a medida que Cora avanza, se hace grande, gigante. Lourdes está sentada en la galería, la chica que la cuida no para de mirar el celular.
—Feliz Navidad, Lourdes, buen día.
La otra chica saluda a la pasada, ya no está.
Te traje un cascabel — Cora se sienta y busca en su mochila, consigue uno atado a una cinta roja.
Lourdes se ilusiona con el regalo, lo sacude una y mil veces para escucharlo sonar. Cora mientras tanto la peina, la ayuda a tomar el té, le corta en pedazos una galletita de agua. A Lourdes le molesta la pulsera de su brazo derecho, la manga de la camisa se le engancha, no deja que nadie la toque, ni siquiera Cora. Es un brazalete ancho de plata. Está abollado en algunos lados y ya no brilla. Lo lleva desde hace mucho, contaba siempre que una señora se lo había regalado una Navidad.
El día pasa lento, como el sol del verano. Ahora las dos caminan sin destino, juntan flores en una canasta, le tiran pan a las palomas, comparten los caramelos. Se sientan en un banco del jardín, cantan con la música que sale del parlante cansado del teléfono de Cora.
Son nuevos los autos que salen del garage, dos chicas de servicio llevan pan dulce, preparan bandejas para la noche. Cora saluda con su mano en alto, Lourdes dice “chau” pero no los mira. Después encuentra el cascabel, ya no le interesa. Ahora recorre con el dedo los tatuajes en los brazos de Cora. La bandera argentina, una corona de espinas, una cinta que se enrosca en el antebrazo y tres elefantes. —¿Te gustan? Este es mi marido y estos dos iguales son mis hijos.
La tarde se cierra y las dos pasean por la casa vacía. Ya no suena la FM de fondo, ni tienen arrugas los sillones. Las botellas del bar se destiñeron y el polvo se juntó en los portarretratos. Lourdes se para en el arbolito, acaricia un adorno que dice 2018, es el último que colgó.
De la mano se sientan juntas en un sillón a ver la tele. Cora tiene los turrones que compró a la mañana, los parte en trozos iguales y los deja en un platito. —Feliz Navidad, — dice y sonríe. Lourdes mastica despacio y las migas se le pegan en sus labios gruesos.
—Feliz Navidad — repite una vez más y la ayuda con un poco de agua. Son las doce en punto, en la tele pasan Mi Pobre Angelito. Afuera se escuchan los cohetes, el silbido de los fuegos artificiales, las voces amortiguadas.
Ahora el sonido de la tele sube solo, de golpe. Baja igual de rápido, hasta quedar en silencio. Arde el tatuaje de Cora, tanto quema que le duele. Cora cierra sus ojos, encoge los hombros por instinto.
—Feliz Navidad, linda — Lourdes acaba de pararse sin ayuda. Tiene una mano en la cintura, su voz es grave y ya no tiembla. —¿Qué le pediste a Papá Noel?
Cora sonríe raro por primera vez en el día; tiene la sonrisa dibujada de los candidatos. Busca el control remoto entre los almohadones, se para también, por que no sabe muy bien que hacer. —Nada — dice por decir. Lourdes es ahora más alta que de costumbre. Se ríe. Le causan gracia las zapatillas negras que lleva puestas.
—Papá Noel no existe — dice seria y sopla hacia arriba con la boca torcida para que el flequillo se le acomode en la frente. —Eso me decían todos siempre. No armaban el árbol, no querían regalarse nada. Decían que era todo mentira. Qué lindo si existiera ¿no?
Cora no dice nada, solo asiente con la cabeza.
—A mi me tocó ser la Navidad de mi familia… y el de algunas otras también. — Se quedó pensando y agarró un pedazo de turrón del plato chiquito. —Vos sos la Navidad. Pasás la nochebuena conmigo, sola. En tu casa te esperaban tus elefantes. Quiso sonreír, pero se le inundaron los ojos grandes.
—No llores Lourdes, son chiquitos, no se dan ni cuenta. Mañana es lo mismo.
—No es lo mismo. —Se sacó la pulsera y se la mostró por dentro. Su rosa de los vientos gastada brillaba fuerte. —Hoy la mía se apaga, ¿sentís como arde tu tatuaje?
No dijo nada más y, solita, se sentó otra vez a su lado. La tele recuperó el volumen de a poco y Lourdes se la quedó mirando. Tenía otra vez la mirada perdida y los pedacitos de turrón pegados en los labios.