Hace unos días, un amigo me presentó a Papá Noel en el Mall de las Américas. Lo encontramos almorzando y medio de casualidad. En realidad, él nos vio primero; estaba escondido atrás de unos maceteros, en el fondo de la plaza de comidas, con anteojos de sol y una gorra del Inter Miami.
Levantó el brazo bien alto al vernos; hacía señas para mostrarnos que tenía lugar para nosotros en su mesa. No era fácil reconocerlo sentado y desde lejos, a pesar de la barba blanca y la nariz como la de Elton John. Se había sacado el saco y apenas se le veían las botas por encima del pantalón rojo de terciopelo.
Al ver que encarábamos para su lado, acomodó un libro de tapas de cuero en una de las sillas. Barrió al piso con la mano las migas del pan con bistec que se comía y nos esperó sentado derecho, con una sonrisa de oreja a oreja y las manos entrelazadas.
Mi amigo se inclinó para que no se parara, y los dos se abrazaron. A mí me dio la mano apenas dejé la bandeja en la mesa. —Nice to meet you —me dijo y que se llamaba Claudio.
Era argentino Claudio, como mi amigo Ricardo, como yo. Hablaba bien en inglés, con poco acento, pero cambió rápido al español en cuanto pudo. Ricardo contó que se conocían desde hacía rato, que lo había contratado una vez para una fiesta de su empresa y que desde entonces se veían bastante.
—Siempre me gustaron los chicos —decía Claudio al rato y mordía el sándwich—. Trabajé de mago, de payaso, hice la caravana de los Reyes Magos como diez años. —Buscó el celular en la silla y nos mostró una foto vieja—. Este es el chino Fernández, que hacía de Gaspar; Waldemar, un uruguayo amigo, Baltasar. Mirame de Melchor, Ricky. Que locura, pesaba treinta kilos menos —se golpeó la panza y sacudió la cabeza resignado—. En esa época tenía una empresa de animación de fiestas infantiles. Andaba bien, la gente en Argentina tenía plata. Me acuerdo que para un cumpleaños así nomás, te pedían un disc jockey, dos animadoras, la Pantera Rosa y el Hombre Araña. Yo tenía un cliente que me llamaba cada vez que al hijo se le caía un diente. Quería que el Ratón Pérez lo despertara y le diera la plata. Le cobraba quinientos dólares cada vez que iba, me daba cincuenta de propina. Después vino la crisis, la devaluación, en menos de ocho meses nos quedamos sin nada. Era una empresa linda, llegamos a tener diez empleados, una oficina en el centro. Créeme, yo siempre fui un enamorado de la Argentina, pero la cosa no daba para más. Pensamos en mudarnos a España, a Barcelona, más que nada por el idioma. Fue mi mujer la que me convenció para venir acá. El padre había trabajado para la Ford en los sesenta y ella, de casualidad, nació en Chicago. En menos de dos semanas me dieron la Green Card. Llegamos en diciembre de 2001. —Levantó la lata de Coca para darle un sorbo y el dibujo de Papá Noel le hizo gracia.
—Empecé a hacer de Santa hará cuestión de diez años. Hace dos semanas cumplí sesenta y cinco; acabo de aplicar al Medicare. —Dos chicos se acercaron a la mesa para sacarse una foto. Claudio se los sentó arriba de las rodillas, se sacó los anteojos de sol, la gorra y sonrió para la cámara—. Allá no me lo pedían nunca a Papá Noel —me dijo cuando le pregunté—. Ahora se ven mucho más, por la calle, en los shoppings. La moda empezó cuando los padres pudieron disfrazarse, cuando aparecieron los trajes bien hechos. ¿No vieron que ahora en Argentina festejan Halloween? El índice de pobreza no para de subir y la gente se disfraza adentro de los countries.
Me llamó la atención que Claudio conservara el acento después de tanto tiempo, que supiera tanto de las cosas que pasaban en Buenos Aires.
—Yo sigo extrañando mucho y, si pudiese, volvería. Pero estamos bien. — Se quedó pensando un momento. —Acá el festejo de la Navidad es cultural y, para esto que yo hago, mucho más profesional. ¿Sabés cuántos Santas oficiales somos en Miami?
Me animé a decirle cincuenta, y Ricardo dijo que para él no llegaban a treinta.
—Ciento doce anotados en el Santa Registry de Miami-Dade —levantó las cejas y se comió una papa frita—. No es fácil ser un "Certified Santa", es muy competitivo. Tenés que dar el examen todos los años, hablar bien en inglés, te pesan, hay que blanquearse el pelo, tenerlo del largo justo, la ropa exacta, lustradas las botas. Es la ilusión completa.
Ricardo se paró para ir al baño y nos preguntó si queríamos café.
—¿No me traés algo de postre? Te juro, no veo la hora de que llegue diciembre para ponerme esta ropa. —Ahora Santa me miraba a los ojos, se comía lo que le quedaba del sándwich, se sacudía las migas que le habían quedado en la camiseta —. ¿Y a vos? ¿Te gusta esta época del año?
—Me gustaba mucho —le dije seguro—. Pero desde que mi mamá no está bien, la Navidad ya no es lo mismo.
—¿Qué le pasa? ¿Está enferma?
Le dije que sí con la cabeza. —Ya casi ni nos conoce. Antes lo pasábamos en su casa y éramos un montón. Decoraba mucho mi mamá, le encantaba. Toda la casa de Navidad, adornos por todos lados, igual que acá. Llenaba de luces los árboles del jardín, tenía renos, compraba regalos para todo el mundo. —Tomé un poco de agua y me quedé mirando la gente—. Fui a verla estos días.
Claudio se había sacado los anteojos de sol otra vez, ni pestañeaba, tenía los ojos azules.
—¿Y usted? —Ya no tenía más ganas de hablar de mi mamá—. ¿Trabaja de Santa todo el año?
—Pero claro, hombre. Medio millón al año me paga la Coca-Cola. El veinticinco a la noche volamos con el trineo al Polo Norte. Tengo una mansión allá; ahora estamos en un pied-à-terre que tenemos en Bal Harbour —se tentó de golpe y nos reímos un rato—. Ojalá —dijo y se secó las lágrimas con la servilleta—. Esto es por un mes, mes y medio a lo sumo, más alguna cosita que te piden a veces en la tele, en Univisión.
Le pregunté por qué lo hacía. —Es muy sacrificado —le dije—. Son como seis, siete horas atendiendo chicos sin parar.
—Mucho más, son turnos de diez, once horas, a veces. Pero vale la pena. No hay nada más lindo que leer las cartas que te traen, verles las caritas, que te pidan un regalo al oído. ¿Sabés los dibujos que me regalan? Es un mes intenso, pero a mi me encanta. Ojo, no es mi único laburo. Tengo también un trabajo de verdad, una compañía de envíos acá cerca, en el Doral. Mandamos paquetes, documentos a toda América Latina. Es un depósito chico con un local a la calle. Alquilo lockers, direcciones virtuales. ¿Viste que ahora la gente compra mucho por Amazon desde afuera? Me lo mandan a mí, yo lo guardo hasta que vengan o se los mando al hotel.
Un nene de rulos se acercó de la mano de la mamá y le dio a Claudio un papelito para que le firmara un autógrafo.
—Merry Christmas. Lindo pibe ¿Sabés qué tengo también? Un buzón pintado de rojo en la puerta del local, igualito a los ingleses de antes, al del workshop que me armaron acá los del mall. Los chicos tiran cartas todo el año y yo las leo todas, me las guardo.
—¿Qué hablaban? —mi amigo Ricardo volvía con tres cortados y dos pastelitos de guayaba.
—Nada, charlábamos de todo un poco, de la Navidad, le contaba cómo era mi vieja antes de enfermarse.
—Qué bueno que te haya reconocido —dijo Ricardo.
Les conté que no estaba seguro del todo, que creía que me había conocido el primer día. Les dije también que a veces lloraba, que se reía, pero que casi no podía hablar. Que, a pesar de todo, había sentido un chispazo, una conexión.
—Le di un beso cuando ya me iba, me dijo gracias.
Ricardo, que la conoce desde hace mucho, torció la boca, no dijo nada. Les mostré una foto que me había sacado con ella y los dos se miraron. Claudio cortó uno de los pastelitos con un cuchillo de plástico y se comió un pedazo, y como vio que me había quedado sin muchas ganas de hablar, me ofreció a mí también.
—¿Te contó lo del buzón rojo que tiene en la puerta de la oficina? ¿Que elige diez cartas de todas las que le dejan y les lleva personalmente el regalo que le habían pedido?
—Elijo solo diez, las mejores. No te exagero, recibo más de mil todos los años. Compro regalos chicos: una Barbie, un Lego. Nunca vi qué pasa cuando abren el paquete, pero debe ser lindo.
Miró la hora, se terminó el cortado de un sorbo y, ya parado, se puso el saco encima de la camiseta blanca. Después se calzó el gorro y nos dijo que tenía que volver a trabajar a las 3 en punto. Me golpeó la espalda y se fue caminando contento; los chicos lo saludaban mientras pasaba entre las mesas.
Nosotros también nos levantamos y juntamos las cosas de la mesa. Como a Ricardo le faltaba comprar un perfume y yo quería tomar otro cortado, quedamos en encontrarnos en el auto. Pasé tomando del vaso de telgopor por delante del Santa’s Workshop. Claudio ya estaba sentado en el sillón de cuero, conversaba con una nena de un vestido a cuadros, medias blancas y dos colitas. La fila que tenía afuera le pegaba la vuelta al hall central del mall. En la puerta de entrada, justo abajo del letrero y rodeado de nieve falsa, estaba el buzón rojo.
Sin dudar, caminé el pasillo entero hasta la otra punta. Me metí en el CVS, compré una tarjeta blanca sin dibujos, una lapicera, y escribí lo primero que se me ocurrió. Cerré el sobre, le puse la dirección de casa en el remitente y lo metí rápido, disimulando y de espaldas al buzón.
Fue mi mujer la que me trajo el paquete el veinticinco a la mañana.
—Para vos.
—¿Lo trajo el correo?
—Hoy no vienen. Un señor mayor, con una camioneta roja. Me hizo acordar a Hemingway.
Rompí el papel como pude, me temblaban un poco las manos. Mis hijos me preguntaban qué era, quién me lo había mandado. Les dije que lo había comprado; me dio vergüenza contarles la verdad. Lo apoyé en la mesa para verlo bien. Era un cartelito de madera para poner en un estante. Rectangular y con algo de volumen; un poco más grande que una caja de perfume. Estaba pintado de negro, y las letras blancas gastadas decían: GRACIAS.