El sábado pasado, antes de desayunar, pasé por lo del relojero a cambiar la pila de un Casio y me encontré con el local cerrado, casi vacío. La luz de tubo seguía encendida, pero ya no estaban las herramientas, ni la lupa gigante con la que Elías arreglaba los relojes. Se habían llevado también su silla, el cartel de representante de Rolex, los relojes digitales y las calculadoras para vender. Quedaba el mostrador de fórmica percudido, desolado.
Nunca había visto las paredes color vainilla tan desnudas. Solo un póster de Citizen descolorido por el sol y un diploma de un torneo de dominó. Alineadas en lo alto de la pared del fondo, cinco manchas redondas idénticas, grandes como discos de vinilo. Eran las huellas indelebles de cinco relojes, de la hora de cinco ciudades.
"Gracias por estos 30 años", decía el cartel escrito en inglés, pegado en la puerta de vidrio.
Se murió Elías, pensé, y me dio lástima. Ya van varios de estos negocios viejos que cierran en mi barrio. La mayoría en ese mismo centro comercial: la modista, la casa de deportes, una pastelería. Los viejos se mueren y los hijos no quieren seguir, la mayoría vive en otro lado.
El shopping donde estaba el relojero es el típico paseo americano de compras: todos los locales iguales y una calle interna donde la gente estaciona los autos de frente. De los negocios originales, queda el 7-Eleven y, más hacia el fondo, el restaurante al que voy a desayunar de vez en cuando; un diner.
Me gusta ir solo los sábados a la mañana. Prefiero despertarme de a poco, tranquilo, a fuerza de huevos fritos y una endovenosa de cafeína. Mis hijos duermen, mi mujer prefiere correr en ayunas.
El aire acondicionado me golpeó el pecho ni bien tiré de la puerta, y un cóctel narcótico de panceta y huevos fritos me inundó el alma. Serían como las diez y no había tanta gente como otras veces; solo tres lugares juntos entre los veinte bancos redondos y fijos que completan el mostrador hasta el fondo. Elegí el taburete del medio para estar más cómodo, les sonreí a mis vecinos y solté las llaves del auto, los anteojos y el teléfono en la barra gastada.
"Good morning", me dijo la camarera, y yo contesté lo mismo. La señora pasó un trapo húmedo por mi lugar y dejó un menú plastificado de una sola página. Volvió al rato con un vaso de agua con hielo y una taza de café de filtro llena hasta arriba. Tomé un sorbo largo y ella la volvió a rellenar sin siquiera preguntarme. Pedí dos huevos vuelta y vuelta, bacon y pan tostado. Me acomodaba los anteojos para leer las noticias cuando una señora flaca, alta y de pelo blanco bien cortito me pidió si me podía correr un lugar.
—¿No te molesta, verdad? —decía y miraba la puerta de entrada—. Somos dos, mi esposo ya viene. Está aparcando el carro en este momento.
Le dije que no me molestaba para nada y corrí mis cosas al banco de la derecha. La señora se sentó al lado mío y apoyó la cartera en el otro. Con más agilidad de la que esperaba se estiró por sobre el mostrador para saludar a la camarera con un beso.
Después suspiró profundo y, tomando del café que le habían servido, arrancó a contarle de la mudanza. Que una compañía había sacado las cosas del local y que todo ya estaba en un warehouse cerca del aeropuerto. Hablaba de Elías. Fue en ese momento que me di cuenta de que el relojero no se había muerto y que ella era su mujer.
—Sabe —le dije—, me alegra mucho que su marido esté bien. Pensé, al ver el local cerrado, que le había pasado algo.
—Ay no, mi cielo, Dios nos libre. —Se persignó y miró el techo. Después me agarró el antebrazo con su mano arrugada y tibia.
—No se va a morir, tengo que aguantarlo unos cuantos años más. —Le dio gracia su comentario, se rió y tomó un poco más de café.
Le pregunté por qué habían cerrado el local.
La camarera se interesó por mi pregunta y fue ella la que dijo que a Elías el trabajo le sobraba. Juntó los platos de una pareja sentada dos bancos más al fondo y se quedó cerca para escuchar.
—Me tiene muy preocupada —dijo la señora, bajando la voz un poco y mirándome a los ojos—. A mi esposo se le acabó la paciencia de un día para el otro. No puede esperar, dice que no tiene tiempo. Todo lo que hace tiene que ser ya, ahora. Tú tienes que hablar con un doctor, le dije el otro día. Un psicólogo, o mejor un psiquiatra, para que te dé una medicina. —Me agarró el antebrazo otra vez—. ¿A ti no te parece una paradoja, que un hombre que es capaz de componer el tiempo, esté tan preocupado por los minutos? —Se quedó en silencio, pensando y miró hacia la puerta —. Hace dos semanas fue su cumpleaños. Lo celebramos aquí mismito en la mañana, con un cake precioso. El restaurante estaba lleno, la gente le cantaba el "Happy Birthday" y mi Elías soplaba las velas en la mitad de la canción. ¿Tú te puedes creer eso? No pidió ni un deseo. Hasta los niños se reían. La tuvimos que cantar tres veces.
Yo también me reí, le dije que eso no me parecía tan grave. Ella me miraba por encima de la taza, tomaba café de a sorbitos y se le empañaban los anteojos.
—¿Tú recuerdas los relojes con la hora de otras ciudades que teníamos allí colgados? Estos dos últimos años les cambió la hora dos días antes del Daylight Savings, de la hora de verano, esa jodedera que se inventaron en este país. A ti te parecerá una bobería, pero para mí que lo conozco bien, eso es bien importante. No podía esperar para cambiarlos, mi niño. Yo le decía, vete el allí el domingo tranquilo, Elías, y lo cambias en la mañana. Pero no. ¡Ay, Jesús bendito! Yo aquí hablando contigo y no ordené su comida. Discúlpame un momentito, mi cielo. Deja que ponga la orden de una vez, así no se pone bravo cuando llegue.
La camarera anotaba, la señora explicaba. Pidió panqueques sin manteca para ella y un omelette de claras de huevo y turkey bacon para Elías. Dos veces le aclaró lo del turkey bacon y algo también le dijo de la cantidad de aceite del omelette y el colesterol.
—Él se empecina en comer tocino y ya no puede. Escucha esto otro, hablando de comida. Nosotros tenemos una sola hija, Janette; ella vive en Carolina del Sur, con su esposo y mi nieto. — Sacó el teléfono del bolsillo del pantalón y me mostró una foto de un chiquito muerto de risa. —Tiene solo cuatro años. Estas últimas Christmas fuimos nosotros para allí. Mi yerno, que cocina muy bien, hizo lechón, yuca, maduros, etc. Tú sabes, lo típico cubano. Mi hija, que es bien americana, no quería que mi nieto comiese comida con tanta grasa. Le preparó unos nuggets de pollo de esos con forma de dinosaurio, con papitas y unas zanahorias. ¿Tú te puedes creer que Elías le robaba la comida al niño?
Se terminó de un trago lo que le quedaba en la taza.
—¿Me das un poco más de café, mi cielo? — La camarera rellenó la taza y desapareció otra vez. La mujer de Elías me preguntó si me aburría que hablara tanto.
Le dije que no, que estaba muy entretenido.
—El día de su ochenta cumpleaños —siguió entonces—, hace hoy justo tres años y dos semanas, dejó de usar el Rolex y se puso un Casio de esos que él vendía. Lo tiene puesto ahora mismo, fíjate cuando lo veas.
—¿Le da miedo que le roben el Rolex?
—¿Qué miedo, mi niño? Si algo tiene bueno Elías es que nunca tuvo miedo de nada. Llegó aquí en una balsa con gente que ni conocía. Vivió en un hotel lleno de maleantes, esos moteles de antes que había en la playa. Allí había drogas, mujeres, pistolas. Usa ese reloj porque dice que los de cuarzo son más precisos. Que los automáticos adelantan y que él no está en condiciones de perder minutos de su vida. ¿Tú puedes creer semejante tontería? Yo puedo aceptar que eso me lo diga un ignorante, ¿pero un relojero profesional, un hombre que sabe de tiempo? Me cuenta la vida de a minutos, mi cielo. Diez para esto, doce minutos tardamos para lo otro. Alarma para almorzar, para despertarse. No puede dormir si sale el sol, se levanta al amanecer. Estoy deseando que llegue el invierno.
Traté de explicarle que la impaciencia era ansiedad, que eso era bastante normal para una persona de la edad de Elías. También le pedí que me aclarara, que no terminaba de entender qué tenía que ver la impaciencia con el trabajo, con el cierre del negocio.
—¿Es para tanto? —le dije.
Cerró los ojos y sacudió la cabeza, frustrada.
—¿Qué si es para tanto? Estropeó cinco relojes que le llevaron para servicio, los armó de nuevo con partes que no eran de ellos. Apurado por terminar, hizo cualquier cosa. Un Cartier de esos caros, caros, directamente lo rompió el mes pasado; ya no sirve. El dueño se encabronó y tenía razón; tuvimos que reponerlo, comprar uno nuevo de paquete. Los otros cuatro los volvió a reparar y, mal que mal, quedaron bien.
—La verdad que tiene razón.
—Yo misma tomé la decisión de cerrar. ¿Sabés lo que hizo hace diez días? Apurado por irse, por cerrar a las seis en punto, dejó la puerta abierta, la luz prendida. Y en la mesa de trabajo, un Rolex Daytona Panda primera serie.
—¿Es muy caro?
—Medio millón. Toda la vida le confiaron relojes caros. Elías dice que tuvo suerte, yo digo que somos bendecidos. Con un negocio pequeño, con las joyerías buenas, esas de los judíos en el downtown, las boutiques de Coral Gables. Aun así, los relojes buenos siempre terminaban en sus manos. Y ese Panda, que no te puedo decir de quién es, pero como te imaginarás es de un hombre de mucho billete, se lo confiaron porque mi Elías de relojes sabe mucho; o sabía, ya no lo sé. Fue una bendición, mi cielo. Solo por la gracia del Espíritu Santo que nos protege desde arriba —se persignó otra vez y volvió a mirar el techo—, nadie se dio cuenta y no pasó nada. Pero ya. Enough is enough.
Terminó de decir eso y me encontré cara a cara con Elías. Creo que hasta debe haber escuchado algo de lo que su mujer me contaba. Me saludó con una sonrisa y hasta me dio la mano. Después se sentó al lado de su mujer y llamó a la camarera. La señora ya venía con el café.
—Ya sale su orden, señor Elías —le dijo.
—Olvídate de lo que te haya pedido mi esposa, yo eso te lo pago, tu no te preocupes. Usted, señor ¿qué fue lo que pidió? —me preguntó de repente.
—Dos huevos vuelta y vuelta, bacon y dos tostadas. —La miré a la camarera, que ahí esperaba, y los dos nos reímos.
—Me traes lo mismo que a señor. Idéntico. ¿Cuánto se tarda?
—Cinco minutes — dijo e hizo el número con la mano.
Vi desde mi lugar cómo el relojero encendía el timer de su Casio digital para cronometrar el tiempo.
De tanto café que me había tomado, tuve que ir al baño. Al volver, desde lejos, vi cómo la camarera dejaba mi desayuno, también a Elías estirarse por delante de su mujer y arrastrar el plato hasta su lugar. Elegí esperar un poco para que el robo no fuera tan evidente y sin querer me tenté. Cuando por fin me volví a mi lugar, el relojero comía mis dos huevos vuelta y vuelta con ganas. Partía el “tocino” que le hacía mal con las manos y lo ponía sobre una de las tostadas. Su mujer miraba para adelante, tenía las manos arrugadas juntas arriba del mostrador y los cachetes colorados.
El Casio de Elías pitó tres veces. Se habían cumplido los cinco minutos.