La última vez que lo vi al gitanito José Luis fue en el cumpleaños de Betina Baygorria, en enero del 82. Recién había terminado el secundario y hacía changas de verano trabajando de mago en fiestas infantiles. Yo tenía diez y Betina cumplía once años ese día.
El gitanito vivía a la vuelta, en una casa enorme, con un jardín adelante vacío de plantas y sin pasto, repleto de autos buenos en malas condiciones.
El papá fumaba todo el día sentado en la puerta, cuidando esos coches destartalados, juntándose con tipos que parecían familiares. La madre leía las manos, decía adivinar el futuro. Caminaba el barrio en sandalias bajas, con un vestido de mil colores, ancho y largo hasta el piso. Era linda Zaira, la mamá del gitanito. El pelo oscuro, largo, casi siempre suelto o atado en una cola baja. Las pulseras le tintineaban en los brazos morenos, brillaban con el sol los aros de argollas. Tenía un acento distinto, un castellano curioso, de palabras raras. "Son moros que vinieron de Andalucía", comentaban las señoras en el barrio. Decían que José Luis tenía dos hermanas que nunca conocí y que él, el gitanito, era el único que había nacido en Argentina.
Nadie era muy amigo de los gitanos, pero eran pocos los que se animaban a negarle el horóscopo mensual a Zaira. Muchos malos augurios había soltado la gitana en el viento; eran demasiadas las tragedias que había pronosticado.
Mi vieja siempre le pagaba cuando pasaba. De vez en cuando le compraba comida en el almacén y se la dejaba en la puerta de la casa; hasta le regalaba los martes la revista Gente de la semana anterior. Era creer o reventar, pero a mi papá le iba bien en el trabajo, teníamos salud, y a mi hermana la cuidó, vaya a saber quien, el día que una camioneta se la llevó por delante en la esquina.
Con el gitanito pasaba un poco lo mismo; no había uno que le sacara una fiesta. Igual, se le daba bastante bien lo del ilusionismo. Tenía una rutina variada, a la que agregaba trucos para no repetirse. Yo ya lo había visto en el cumpleaños de un amigo del club, y también en lo de Laurita.
Se vestía todo de negro para trabajar, con corbata y todo. Era muy parecido a Zaira, educado y de sonrisa fácil; le brillaban los dientes blancos cuando se reía. Decía mi vieja que siempre lo veía leyendo un libro en la parada del colectivo, que le había comentado que quería ir a la facultad y que esperaba la confirmación de la prórroga que había pedido por el servicio militar.
El día de la fiesta lo vi llegar a lo de Betina arrastrando un carro de feria, de esos altos y de dos ruedas, todo envuelto en tela negra. Arriba del carro, atada a la manija, llevaba una jaula con una paloma blanca que revoloteaba inquieta de un lado para el otro.
Se acomodó en un rincón del living con un vaso de Fanta naranja en la mano. Lo dejó en el piso, desató la jaula y entró a sacar las cosas del carro. Primero armó una caja grande que le llegaba hasta la cintura, de dos puertas y pintada de negro. La abrió al medio, como un botiquín, y la orientó para su lado. Arriba de la U que se formaba, apoyó una tabla forrada en terciopelo y le quedó un escritorio. Ahí dejó la galera gastada, una varita mágica de puntas blancas y dos mazos de cartas de póker. En el carro buscó algo que no encontró, un pañuelo rojo, escuché que le decía al padre de Betina cuando se acercó para ayudarlo. Con paciencia el gitanito vació el carro: un manto enorme doblado en cuatro, dos cajas más chicas llenas de porquerías. Como el rojo no aparecía, se conformó con uno más grande de seda blanca. Lo escucharon decir que ya no tenía tiempo de ir hasta su casa para buscar el otro. También dijo que no se preocuparan, que con ese era lo mismo.
La función empezó con un globo que infló Laurita. El mago lo pinchó con un alfiler y se quedó con una flor. Aplaudimos mucho cada uno de los trucos, todos sentados de piernas cruzadas en el piso. Ni siquiera los más grandes podían entender cómo hacía para adivinar las cartas, o para que las monedas que se comía aparecieran en las orejas de Betina. Para el acto final, sacó la paloma de la jaula con cuidado y, con el mismo esmero, la envolvió en el pañuelo grande de seda blanca. Lo ató con tres nudos firmes y lo sostuvo en su mano izquierda. Se sacudía la paloma encerrada.
—Y ahora —dijo en voz alta—, le voy a golpear la cabeza contra el escritorio, para que se calme.
—No —gritamos nosotros y el gitanito se rió.
Sin dejar de sonreír, pasó a la paloma encerrada de una mano a la otra y se acomodó en un costado para que veamos el golpe de frente a la mesa.
—Abracadabra —dijo una vez y levantó la varita. Sin querer y al pasar, pateó el vaso de Fanta que había dejado en el piso, pero no se dio cuenta. “Pata de cabra”, nos pidió que dijéramos. Tocó el pañuelo dos veces con la varita, mientras el bicho se seguía sacudiendo, y lo levantó en el aire. Al bajar el brazo de golpe, patinó con el líquido del piso y se desestabilizó apenas. Sentimos el golpe seco en la tabla forrada de negro.
Con manos temblorosas y sin preámbulos, el gitanito desató los tres nudos y desenvolvió el pañuelo sobre el escritorio improvisado; la sonrisa se le había borrado de repente. Ahí estaba la paloma con los ojitos cerrados, el pico a medio abrir, una mancha de sangre chiquita cada vez más roja entre tanto blanco.
Betina se llevó las manos chiquitas a la boca y cerró los ojos lo más fuerte que pudo. Algunos varones se acercaron para ver y Laurita lloraba sentada en el piso. A los demás nos sacaron al patio medio a los empujones. Afuera, una tía aplaudía para que le prestáramos atención; la puso a contar a Betina contra la pared del fondo, quería que jugáramos a la escondida. Mientras mi amiga contaba hasta cien y yo buscaba un lugar para esconderme, vi cómo el mago juntaba de a poco sus cosas y metía todo en el carrito negro.
Dicen las señoras en el barrio que el gitanito arrastró el carro como pudo hasta la casa despintada de la vuelta, que gritó el nombre de su madre ni bien llegó a la puerta y que le entregó la paloma muerta, todavía arropada en el pañuelo manchado. Que ella lo abrazó un rato largo. Que juntos, después, hicieron un pozo y que enterraron a la paloma envuelta en seda, pegada a una pared, en un costado del jardín sin pasto. La vieron a Zaira murmurar oraciones en su castellano de palabras raras; la vieron también rociar el piso de tierra con aceite, tapar la tumba chiquita con granos de sal.
El mes de febrero pasó sin horóscopos, ni presagios, no la vieron a Zaira caminar por el barrio, poco se supo del gitanito y sus trucos. La primera semana de marzo, una carta le confirmó que había aprobado el ingreso a la facultad; se la mostró a mi mamá en la parada del colectivo. Le duró poco la alegría. A los dos días, un telegrama lo convocó a presentarse en el regimiento Patricios.
Fue solo y llegó a las siete de la mañana en punto como le habían pedido. A las ocho lo llevaron a la enfermería, en calzoncillos esperó parado en una fila. Después de revisarle la garganta, los oídos y los ojos con una luz, le dieron un uniforme verde para que se vista, un bolso y una campera del mismo color. Esa misma tarde, y con el pelo negro recién rapado, lo trasladaron al sur en un Hércules gris con una escarapela argentina pintada de cada lado. El avión se sacudía entre las nubes; iba lleno de chicos.
El gitanito le mandó una carta a Zaira desde Comodoro Rivadavia, le contó que hacía frío, que la extrañaba y que estaba bien. El 6 de abril, otro avión lo llevó a Malvinas.
Zaira le había acariciado la cara el día que enterraron juntos a la paloma. Con lágrimas en los ojos le había dicho que se quedara tranquilo, que no pasaba nada, que seguro se iba a enamorar ese invierno.