Estar lejos de casa, aunque sea de vacaciones, complica un poco todo. Mucha salida, mucha cena, mucho todo; pero escribo feliz.
Haber ganado Cuentomanía 2018 fue una sorpresa linda, muy linda.
Quería, con este cuento, agradecerles a todos los que ayudaron a que sea posible. Agradecer a los que vinieron, a los que llamaron, a los que me escribieron; pero, sobre todo, a los que me leyeron desde el principio.
Gracias de verdad y ¡Feliz Año!
Luisito Lopez llegó temprano a la cena de Nochebuena. Venía vestido muy pituco: su pelo negro cortito, bien peinado para el costado; su ropa bien planchada. Estaba listo para la ocasión.
La tarde de verano caía rápido sobre Buenos Aires, y el sol, grandote y naranja, se escondía en las calles del barrio recortando arboles, casas, y edificios bajitos a su paso.
La cuadra entera ya se vestía de fiesta. Las primeras luces, el olor a asado, la música fuerte, algún que otro cohete, y el griterío típico de los chicos que corrían de un lado al otro, ya presagiaba la celebración, los regalos, la Navidad misma.
Luisito estaba ansioso, un poco tenso quizás. Había llegado a Buenos Aires no hacía tanto, y era la primera vez, en toda su vida, que pasaba una Navidad con una familia que no era la suya.
- Sentate donde quieras, le dijo su amigo Ricardo al llegar, mientras le presentaba a una señora gorda muy escotada, a un tío sordo, y a un chico grandulón que se resistía al saludo.
Luisito miraba todo con sus ojos gigantes. La gente charlaba, brindaba, y se reía divertida. Luisito no pudo evitar acordarse de su casa, de su mamá. De sus tantas Nochebuenas sin cena, sin fiesta, sin regalos.
La noche de hoy no desparramaba lujo, ni mucho menos; pero, para Luisito, todo era una gran fiesta.
Ricardo había organizado una mesa enorme, de esas que las familias suelen armar para las fiestas. Un rejunte del comedor, la cocina, y una mesa chiquita del fondo. Quince sillas de un lado, otras tantas del otro, y dos o tres banquitos destartalados para completar las cabeceras.
Había platos de todos los colores, manteles que mucho no combinaban, y unas servilletas doradas con la imagen de Papá Noel, que parecían brillar, aún más, bajo la tira de bombitas improvisada que un amigo de Ricardo había colgado en medio de la galería.
Hacía un calor imponente, típico de las navidades muy porteñas; pero a Luisito poco le importaba. El estaba exultante, feliz.
Ricardo traía empanadas, ensaladas, bebidas, y acomodaba todo sobre la mesa con mucho esmero y dedicación.
- ¿Alguien se disfraza de Papá Noel? preguntó Luisito, con expectativa e inocencia, a una tía vieja y chiquita de esas que hay en todas las familias.
- Este año nadie querido, le dijo la señora mientras se repasaba los labios con rouge, y se pintaba los dientes en el intento. - ¿Para qué? si los chicos ya están grandes y no creen en nada ¿Viste lo grande que está Carlitos?
- Claro, dijo Luisito desilusionado, mirando como Carlitos solo se interesaba por jugar con su celular.
Luisito agarró una empanada, se puso la servilleta en la falda, y buscó su propio teléfono en el bolsillo para poder escapar del asedio de la tía de Ricardo, que no paraba de hablar de Carlitos y de todos sus nietos.
- ¿Este lugar está ocupado? le dijo un señor gordo y desarreglado, que quería sentarse en uno de los banquitos de la cabecera.
Luisito no alcanzó ni a decir que no.
- Hola querido, encantado. Nicoletti, Norberto Nicoletti, dijo el gordo dejándose caer en el banco chiquito.
- Luis Lopez, respondió Luisito.
- Si, si. Escuché tu nombre mientras te presentaban a medio mundo ¿De dónde lo conocés a Ricardo?
- Del trabajo, señor, dijo Luisito rápido. Trabajo por las tardes con él, cuando salgo de la facultad ¿Y Usted? ¿Es de la familia?
- No, no. Amigo nada más; pero de toda la vida. Lo conozco a Ricardo de chiquito, también a su mujer, a sus hijos.
Decime una cosa Luisito, ¿Te molesta que te diga Luisito?
Luis solo sacudió la cabeza
- ¿Vos no sos de Buenos Aires no?
- No señor. Soy de Jujuy. Vine a estudiar a Buenos Aires hace dos años cuando falleció mi mamá.
- Ah mirá. Lo siento mucho, dijo Nicoletti con gesto sombrío mientras se servía Coca Cola, y miraba las servilletas doradas con mucha curiosidad. - Difícil venir solo a laburar a Buenos Aires, dijo luego de vaciar su vaso de un solo trago. - A mi me pasó. Mi viejo me mandó a este país a trabajar en el año 50.
- ¿Lo mandaron solo desde afuera? ¿En esa época? Pero usted, ¿a qué se dedicaba?
- En ese momento a nada. Me mandaron por un mandato familiar.
- ¿Mandato? ¿Qué tipo de mandato?
- Yo soy el hijo del Santa Claus, el original. El de la leyenda de Turquía. Mi hermano mellizo es el Santa Claus americano; y yo soy Papá Noel, dijo el gordo tomando un poco más de Coca Cola, y manoteando una empanada de carne del centro de la mesa.
Luisito se rió, pero Norberto ni se inmutó.
- ¿Me esta cargando no? dijo mirándolo serio.
- Si vos decís, dijo Nicoletti sin prestarle mucha atención. - La Argentina es un país muy especial Luisito, siempre lo fue. El Papa es argentino, la reina de Holanda es Argentina. Somos una nación rara, particular ¿Te parece mucho que haya un Papá Noel argentino?
Luisito abría sus ojos negros queriendo creer.
Somos dos de familia. Mi viejo lo mandó a mi hermano al Polo Norte, y quería que yo me instale en el Polo Sur; cubrir toda América. El viejo siempre fue un visionario, un explorador nato. Tenía la ilusión de armar otro gran taller en la Antártida.
Luis no sabía si reír, creer, o directamente cambiarse de lugar. Se sirvió un poco de vino, y le ofreció a Norberto, que negó con la mano.
- Cuando llegué a este país, armé un taller en la Provincia de Buenos Aires. Algo chiquito, para empezar. No se si vos sabés algo de historia pero, en ese momento, recién estaban pensando en el armado de la base Marambio. El Polo Sur estaba desierto, y el gobierno no me autorizó los planos del taller.
Intenté por todos los medios, pero fue imposible. Incluso vino mi hermano para mostrar su experiencia americana. Hasta el viejo vino de Europa dos o tres veces; pero nada.
La Navidad, además, no era gran cosa por entonces. Acá los Reyes Magos manejaban todo. Carnavales, radio, tele, todo. De Méjico para abajo no me conocía nadie.
Mi hermano lo tuvo bastante más fácil ¿Viste como es todo allá en Estados Unidos? Apenas llegó, firmó un contrato con la Coca Cola. Fueron ellos los que le armaron el taller del Polo Norte, le llevaron los duendes. Después lo pusieron en todos los carteles, en la tele, en la radio. En menos de dos años, ya estaba en todas las latas de gaseosas, en Hollywood, en entrevistas, en Nueva York.
Si no hubiese sido por él yo, desde acá solo, no hubiese logrado nada. Igual, siempre con las cositas de este país, ¿viste? Mi hermano me mandó un trineo armado en su taller. Divino. Muy rápido y todo. Pero el estado no me dejaba importar los renos.
Como no teníamos duendes, y los adultos no podían saber del taller, pusimos chicos a trabajar ¡El lío que se armó! Problemas con impositiva, los gremios. Un desastre total. Por suerte siempre pude traer los trajes, las botas, los GPS, en una valija. Y los motores del trineo, con una azafata amiga.
La gente del sindicato de los reyes magos nos hizo problemas hasta bien entrado los 80. Te diría que ellos fueron los pioneros del piquete ¡Salían a pararnos el trineo todos los 24 a la noche! Los regalos llegaban tarde a muchos lados; o directamente no llegaban. ¡Todo para que ellos se lucieran la noche del 5!
Después entre la crisis, el cierre de la importación, los pibes que no creen, y los padres que regalan plata, la cosa se fue cayendo de a poco y, la verdad, me cansé Luisito ¡Si ya ni arman los arbolitos!
- A mi Papá Noel nunca me trajo nada, dijo Luisito tímidamente y su cara se puso roja de repente. - Ni usted, ni los reyes, ni nadie. Pero esperaba. Le juro que siempre esperaba sentado, solo, en la puerta de mi casa.
- Ya lo se Luisito, perdóname, dijo el gordo, poniéndose la mano en el corazón. - Pero llegar al norte del país sin guita, sin esponsorización, y con un trineo a motor y sin renos, no era fácil. Teníamos un tipo ahí: Un tal Zabaleta. El nos ayudaba con una camionetita. Hacía los pueblitos del norte de la provincia; pero no daba abasto y, honestamente, no podíamos pagarle más.
Como cada vez llegábamos menos, los padres, en todos lados, empezaron a comprar los regalos ¡Los que podían!
Y los demás, bueno; vos ya sabés. Se fueron conformando, y todo se fue achicando; un poco como todo en este país.
Luisito siguió hablando con Nicoletti durante toda la cena. Se río mucho con los chistes de un primo de Ricardo, comió de todo, tomó bastante, y hasta jugó un rato a la pelota con los chicos, para esperar que dieran las doce.
En el conteo final, en el 5, 4, 3, 2, 1 de la Navidad, llegaron los regalos. Y los chicos se volvieron locos.
La cuadra, entera, dio rienda suelta a la celebración, y los fuegos artificiales iluminaron el cielo oscuro del barrio. La gente brindaba en lo de Ricardo, muchos salían a la calle a saludar a sus vecinos. Los amigos se abrazaban. Los mas chicos, envueltos en un mar de papel de regalo, mostraban sus juguetes con la ingenuidad y la ilusión propia de su edad.
Luisito fue a brindar con Ricardo y le dio un abrazo sentido.
- Feliz Navidad Luisito, le dijo Ricardo mientras chocaba su copa con la suya. - ¿Te la estás pasando bien?
- Si, la verdad que si. Gracias por todo. Che, los regalos de los chicos, ¿los trajo Nicoletti?
Ricardo se atragantó con la sidra - ¿Estás loco? Los dejé yo en la puerta, y toque el timbre como todos los años ¿Vos lo conocías a Nicoletti?
- Bueno, lo conocí hoy, dijo Luisito confundido, sin entender mucho la pregunta. - En la cena ... acá mismo. Estaba sentado al lado mío ¿No lo viste?
- Dale ¿Norberto Nicoletti decís vos? dijo Ricardo divertido, mientras Luisito asentía sin hablar - ¿Qué tomaste Luisito? ¿Pintura? Tía, ¿vos le diste algo a Luisito? dijo Ricardo gritándole a la viejita chiquita, que todavía estaba sentada en la mesa sola mirando el celular.
Luisito volvió a ponerse colorado.
- Nicoletti era un amigo de mi viejo. Tenía un taller de juguetes de madera, ahí por Lomas de Zamora. Buen tipo el gordo. Mi papá me llevaba de vez en cuando, y siempre me volvía con algo de regalo. No estoy muy seguro, pero creo que murió hace como 20 años.
Luisito miraba, escuchaba, pero no decía nada.
- ¿Te sentís bien? le dijo Ricardo, apoyándole la mano en el hombro.
Luisito dijo que si, pero, en realidad, estaba sumamente confundido ¿Era posible soñar semejante fábula? ¿Conocer el nombre de un amigo de la familia de Ricardo, sin haber escuchado su nombre, sin haberlo visto en su vida?
Volvió para buscar sus cosas: los anteojos, las llaves del auto, la billetera. Mucha noche para un chico de pueblo. Mucha comida, mucho alcohol, pensó mientras caminaba.
En la mesa, en su lugar, encontró un paquete chiquito. Estaba envuelto en papel madera, un moño de cinta roja a su alrededor. Enganchada en el mismo lazo, una etiqueta, muy blanca, con su nombre.
Levantó la vista, casi sin querer, con la intuición del que sabe, y miró el jardín de la casa chiquita. Ahí estaba Nicoletti, parado, mirándolo de frente. Iba enfundado en un traje igual al de su hermano, con el mismo gorro, y las mismas botas. Su cara limpia, sin anteojos, sin barba ni bigotes. Nicoletti dejó su bolsa gigante en el piso, se sacó el sombrero, y le dedicó una reverencia ampulosa.
- Feliz Navidad, dijo al incorporarse, modulando en silencio para que Luisito pudiera leer sus labios.
Sin más, se calzó el sombrero, y salió disparado por el fondo, trepando paredes con inusual destreza, y perdiéndose por los techos de las otras casas chiquitas.
Luisito sonrió sin esfuerzo. Abrió el paquete despacio, con mucho cuidado para no romper el papel. Encontró un autito de madera azul guardado en una cajita de cartón antigua. Pegada a la caja, una nota manuscrita, muy prolija, que rezaba: “Gracias por creer en mi incondicionalmente”.
Somos dos de familia. Mi viejo lo mandó a mi hermano al Polo Norte, y quería que yo me instale en el Polo Sur; cubrir toda América. El viejo siempre fue un visionario, un explorador nato. Tenía la ilusión de armar otro gran taller en la Antártida.
Luis no sabía si reír, creer, o directamente cambiarse de lugar. Se sirvió un poco de vino, y le ofreció a Norberto, que negó con la mano.
- Cuando llegué a este país, armé un taller en la Provincia de Buenos Aires. Algo chiquito, para empezar. No se si vos sabés algo de historia pero, en ese momento, recién estaban pensando en el armado de la base Marambio. El Polo Sur estaba desierto, y el gobierno no me autorizó los planos del taller.
Intenté por todos los medios, pero fue imposible. Incluso vino mi hermano para mostrar su experiencia americana. Hasta el viejo vino de Europa dos o tres veces; pero nada.
La Navidad, además, no era gran cosa por entonces. Acá los Reyes Magos manejaban todo. Carnavales, radio, tele, todo. De Méjico para abajo no me conocía nadie.
Mi hermano lo tuvo bastante más fácil ¿Viste como es todo allá en Estados Unidos? Apenas llegó, firmó un contrato con la Coca Cola. Fueron ellos los que le armaron el taller del Polo Norte, le llevaron los duendes. Después lo pusieron en todos los carteles, en la tele, en la radio. En menos de dos años, ya estaba en todas las latas de gaseosas, en Hollywood, en entrevistas, en Nueva York.
Si no hubiese sido por él yo, desde acá solo, no hubiese logrado nada. Igual, siempre con las cositas de este país, ¿viste? Mi hermano me mandó un trineo armado en su taller. Divino. Muy rápido y todo. Pero el estado no me dejaba importar los renos.
Como no teníamos duendes, y los adultos no podían saber del taller, pusimos chicos a trabajar ¡El lío que se armó! Problemas con impositiva, los gremios. Un desastre total. Por suerte siempre pude traer los trajes, las botas, los GPS, en una valija. Y los motores del trineo, con una azafata amiga.
La gente del sindicato de los reyes magos nos hizo problemas hasta bien entrado los 80. Te diría que ellos fueron los pioneros del piquete ¡Salían a pararnos el trineo todos los 24 a la noche! Los regalos llegaban tarde a muchos lados; o directamente no llegaban. ¡Todo para que ellos se lucieran la noche del 5!
Después entre la crisis, el cierre de la importación, los pibes que no creen, y los padres que regalan plata, la cosa se fue cayendo de a poco y, la verdad, me cansé Luisito ¡Si ya ni arman los arbolitos!
- A mi Papá Noel nunca me trajo nada, dijo Luisito tímidamente y su cara se puso roja de repente. - Ni usted, ni los reyes, ni nadie. Pero esperaba. Le juro que siempre esperaba sentado, solo, en la puerta de mi casa.
- Ya lo se Luisito, perdóname, dijo el gordo, poniéndose la mano en el corazón. - Pero llegar al norte del país sin guita, sin esponsorización, y con un trineo a motor y sin renos, no era fácil. Teníamos un tipo ahí: Un tal Zabaleta. El nos ayudaba con una camionetita. Hacía los pueblitos del norte de la provincia; pero no daba abasto y, honestamente, no podíamos pagarle más.
Como cada vez llegábamos menos, los padres, en todos lados, empezaron a comprar los regalos ¡Los que podían!
Y los demás, bueno; vos ya sabés. Se fueron conformando, y todo se fue achicando; un poco como todo en este país.
Luisito siguió hablando con Nicoletti durante toda la cena. Se río mucho con los chistes de un primo de Ricardo, comió de todo, tomó bastante, y hasta jugó un rato a la pelota con los chicos, para esperar que dieran las doce.
En el conteo final, en el 5, 4, 3, 2, 1 de la Navidad, llegaron los regalos. Y los chicos se volvieron locos.
La cuadra, entera, dio rienda suelta a la celebración, y los fuegos artificiales iluminaron el cielo oscuro del barrio. La gente brindaba en lo de Ricardo, muchos salían a la calle a saludar a sus vecinos. Los amigos se abrazaban. Los mas chicos, envueltos en un mar de papel de regalo, mostraban sus juguetes con la ingenuidad y la ilusión propia de su edad.
Luisito fue a brindar con Ricardo y le dio un abrazo sentido.
- Feliz Navidad Luisito, le dijo Ricardo mientras chocaba su copa con la suya. - ¿Te la estás pasando bien?
- Si, la verdad que si. Gracias por todo. Che, los regalos de los chicos, ¿los trajo Nicoletti?
Ricardo se atragantó con la sidra - ¿Estás loco? Los dejé yo en la puerta, y toque el timbre como todos los años ¿Vos lo conocías a Nicoletti?
- Bueno, lo conocí hoy, dijo Luisito confundido, sin entender mucho la pregunta. - En la cena ... acá mismo. Estaba sentado al lado mío ¿No lo viste?
- Dale ¿Norberto Nicoletti decís vos? dijo Ricardo divertido, mientras Luisito asentía sin hablar - ¿Qué tomaste Luisito? ¿Pintura? Tía, ¿vos le diste algo a Luisito? dijo Ricardo gritándole a la viejita chiquita, que todavía estaba sentada en la mesa sola mirando el celular.
Luisito volvió a ponerse colorado.
- Nicoletti era un amigo de mi viejo. Tenía un taller de juguetes de madera, ahí por Lomas de Zamora. Buen tipo el gordo. Mi papá me llevaba de vez en cuando, y siempre me volvía con algo de regalo. No estoy muy seguro, pero creo que murió hace como 20 años.
Luisito miraba, escuchaba, pero no decía nada.
- ¿Te sentís bien? le dijo Ricardo, apoyándole la mano en el hombro.
Luisito dijo que si, pero, en realidad, estaba sumamente confundido ¿Era posible soñar semejante fábula? ¿Conocer el nombre de un amigo de la familia de Ricardo, sin haber escuchado su nombre, sin haberlo visto en su vida?
Volvió para buscar sus cosas: los anteojos, las llaves del auto, la billetera. Mucha noche para un chico de pueblo. Mucha comida, mucho alcohol, pensó mientras caminaba.
En la mesa, en su lugar, encontró un paquete chiquito. Estaba envuelto en papel madera, un moño de cinta roja a su alrededor. Enganchada en el mismo lazo, una etiqueta, muy blanca, con su nombre.
Levantó la vista, casi sin querer, con la intuición del que sabe, y miró el jardín de la casa chiquita. Ahí estaba Nicoletti, parado, mirándolo de frente. Iba enfundado en un traje igual al de su hermano, con el mismo gorro, y las mismas botas. Su cara limpia, sin anteojos, sin barba ni bigotes. Nicoletti dejó su bolsa gigante en el piso, se sacó el sombrero, y le dedicó una reverencia ampulosa.
- Feliz Navidad, dijo al incorporarse, modulando en silencio para que Luisito pudiera leer sus labios.
Sin más, se calzó el sombrero, y salió disparado por el fondo, trepando paredes con inusual destreza, y perdiéndose por los techos de las otras casas chiquitas.
Luisito sonrió sin esfuerzo. Abrió el paquete despacio, con mucho cuidado para no romper el papel. Encontró un autito de madera azul guardado en una cajita de cartón antigua. Pegada a la caja, una nota manuscrita, muy prolija, que rezaba: “Gracias por creer en mi incondicionalmente”.
Luis Lopez apretó el autito fuerte, cuidándolo, atesorándolo. Con mucho cuidado, guardó la nota de Nicoletti en el bolsillo de su camisa. Y sus ojos negros y grandotes, se le inundaron de lágrimas.
Levantó su vista al cielo, y se rió como nunca. Por primera vez, en toda su vida, se sentía igual a los otros chicos del barrio.