martes, 26 de febrero de 2019

Antonio, el camaleón



Ahí estaba Nino Salinas parado derechito frente a las puertas de rejas del Jardín Zoológico. Expectante, como cada mañana de su vida.

No eran ni siquiera las 10 de la mañana, pero el sol del verano porteño ya casi sofocaba, reventando de lleno en la vereda ancha de la Avenida del Libertador.

Algunos chicos entusiasmados llegaban con sus mamás, porque las vacaciones del colegio recién habían empezado, y una fila de turistas con mochilas, bermudas y zapatillas con medias, se paraban bien pegaditos al cordón para dar una vuelta en los mateos tirados a caballo. 

Sobre el costado de la puerta principal, cerca de la boletería, un carrito de comida, de esos que tienen la bici adelante y esas sombrillas rojas de Coca Cola, empezaba a acomodar garrapiñadas, pebetes de jamón y queso, bebidas frías y un montón de esos paquetes de galletitas con forma de animales.

Nino algunos días le compraba un pancho, o una Coca si hacía mucho calor; pero nunca las galletitas. No le entraba en la cabeza como la gente pretendía que los animales coman galletitas con su forma. Le parecía ridículo, absurdo. Un canibalismo encubierto. Casi como comer galletitas con forma de persona.

Nino Salinas era un chico especial. Una de las pocas personas, en el mundo entero, que podía hablar con los animales; con cualquiera. Perros, gatos, avestruces, tigres, lo que sea; pero nunca se lo había contado a nadie. Tenía miedo que no le creyesen. 

Y no era que se comunicaba como en el circo con señas, o tipo Tarzán haciendo ruido y a los gritos. Nino charlaba, discutía y hasta aconsejaba a muchos de los amigos que tenía en el zoológico. 

Eran su gente, casi su familia. Y a pesar de que conversaba con ellos prácticamente todos los días, este día, esta mañana en particular, era para el muy especial. 

Nervioso, ansioso y muerto de calor, Nino se abanicaba con una carpeta de cartón, de esas que se ajustan con elástico. La traía hinchada de papeles, repleta de información. Llena de fotos de la nueva estrella que hoy estrenaba el zoológico: el camaleón español.
Nino nunca había tenido la oportunidad de conversar con un camaleón. Era muy amigo de algunos monos, de la zebra Marisa, de uno de los guanacos del fondo, que no escupía tanto, y de un puma chico, al que los guardias le decían “Tito”. 

Incluso le habían presentado hipopótamos, rinocerontes, y hasta hablaba de fútbol con los carpinchos cuando iba a Corrientes a ver a su mamá y a sus hermanos. 

Nino era correntino, y se había criado ahí, en el campo, a pura charla. Como era por demás inteligente, pudo terminar el colegio a los 16.  Y hacía poco más de 6 meses que estaba viviendo solo en Buenos Aires.

Chequeó otra vez el reloj en su muñeca. Solo 2 minutos para la apertura. Nunca terminó de entender muy bien porqué el zoológico abría a las diez de la mañana si los animales estaban despiertos desde las cinco.

Cuando las puertas se abrieron finalmente, Nino corrió al pabellón de los reptiles. Quería llegar primero. 

Ahí estaba el camaleón español, abrazado con sus bracitos a un tronco. Sus patas cortitas, seguras y trancadas, la cola finita enroscada como un tirabuzón. Un ojo para un lado, el otro para el otro, la boca sin labios apretada, casi como con cara de enojado. 

—Buenos días señor, encantado,— dijo Nino no sabiendo muy bien para donde mirar. —Disculpe la molestia. Mi nombre es Nino, Nino Salinas ¿Le puedo hacer algunas preguntas?

—Y tú que eres ¿de la guardia civil?

Nino sonrió avergonzado. —No señor, nada que ver. Soy solo un amigo de los animales que viven acá. Vengo casi todos los días de visita. Me quería presentar. Sabe, nunca tuve la oportunidad de conversar con un camaleón como usted. Es solo eso. 

El camaleón se lo quedó mirando con un ojo solo, porque el otro estaba atento a una mosquita, de esas de la humedad, que le revoloteaba por encima de la cabeza. 

—Ah si, si. Me hablaron de ti las iguanas esas estiradas que ahora están al sol,—dijo mirándolas de reojo. Deberían haber nacido víboras ¿Siempre has podido hablar con los animales?

—Si señor, desde chico. Disculpe, ¿cómo es su nombre?

—Antonio. Antonio Carmona.— dijo el español y su lengua finita atrapó a la mosca chiquita en un latigazo imperceptible. —Perdona que me la coma delante tuyo. Es que volaba y volaba y me tenía a maltraer. 

—No se preocupe, no pasa nada, —dijo Nino con el tono apurado. —Sabe, señor Carmona, quizás le resulte atrevido que le haga esta pregunta así de repente, pero no tengo mucho tiempo. En cualquier momento esto se llena de gente y me voy a tener que ir. 

Yo tengo este problema,— siguió diciendo, sus manos tomadas entre si, la vista fija en el piso. —No es que sea un problema grande, ni mucho menos; pero hace un tiempo estoy de novio con una chica. 

—¿Cómo se llama tu novia?

—Mónica. Ella es de acá, de Buenos Aires. El tema es que me pide que cambie, que cambie mis costumbres. 

—¿Qué costumbres? ¿No tiene ella las mismas que tú?

—Bueno, si y no. La música en el campo es otra, a mi me gusta el mate, uso el pelo peinado para el costado ¿vio? Dice que no le gusta que yo hable con este tono que tengo, que sea así, tan respetuoso. 

No es que me amenace; ella no es así, no quiero que se lleve una mala imagen. Pero dice que si no hablo como se habla acá, si no me arreglo mas porteño y hablo un poco mas canchero, no le quedará mas remedio que dejarme. 

Yo había pensado, como sabía que usted venía por estos pagos, preguntarle, pedirle que me ayude; visto y considerando que usted es experto en cambiar. 

—Entiendo. Te hago una pregunta chaval: Los leones, ¿pueden ser vegetarianos?

—No. Pero no es eso— se apuró Nino a decir. —Es que no me termina de entender. Yo lo que digo es la forma de cambiar que tienen ustedes los camaleones. Ahora son marrones, mañana verdes, y si traigo un globo rojo también se ponen rojos. Lo leí todo en estos apuntes que traigo en la carpeta. Yo quisiera poder adaptarme al lugar donde estoy y que nadie se de cuenta que soy de otro lado. 

—Tú quieres ser como nosotros. Y eso que no sabes todas las otras cosas que podemos hacer— dijo Antonio con su impávida cara de nada, un ojo en las iguanas, el otro fijo en la cara de Nino. 

—Yo hablo castellano porque vivía en España. Y sigo así, sin cambiar, solo porque aquí se habla el mismo idioma y no necesito hablar como un argentino. Pero si quiero y tengo ganas, puedo ser más porteño que tu novia. 

Te digo más. Si me llevaran al zoológico de San Diego, ese bonito que hay allí en California, pues hablaría inglés en un tris tras. En realidad puedo hablar el idioma del país en el que esté. Sin ningún acento, sin nada; como un nativo.

—Eso es fascinante,—dijo Nino embelesado. Es justamente lo que le estoy tratando de explicar. Enséñeme, cuénteme como puedo hacer para cambiar. 

—Verás Nino. Yo hablaré por mi, porque todos los camaleones no somos iguales. Y aunque no lo creas, yo soy un poco igual a un elefante, a los monos esos amigos tuyos, a la zebra, incluso a ti. 

—No le entiendo. 

—Cambiar de color, de zoológico, o de idioma, no es cambiar. Cambiar de color es como cambiarse la ropa, el pelo, los zapatos. Es lo mismo. Pero habrás visto que la expresividad no es lo mío. Tú puedes llorar si estás triste, reír si estas contento. Yo siempre tengo la misma cara. Mis colores son solo mi mascaras de alegría, de hambre, de sexo, y hasta de miedo. 
Pero siempre seré un camaleón. Como tú siempre serás Nino. Puedes estudiar, mejorar, progresar, viajar, mudarte. Pero la esencia esa que vive dentro de ti, tu amor por tu casa, por los animales, por el campo, eso no se puede cambiar. Es simplemente así. 

Nino escuchaba azorado, intentando mirarlo a los ojos para no perderse nada.

—Te diré algo más. A veces los camaleones nos confundimos, casi como las personas. 

Pensamos que como podemos cambiar de idioma fácil, y cambiar nuestra apariencia con solo apoyarnos, podemos engañar a los demás. 

Yo no puedo ocultar que soy un camaleón español, que mis padres eran africanos y que emigraron cruzando por Gibraltar. No puedo. 

Ocultar mi origen, mis raíces, mi pasado, no solo es de desagradecido, sino de cobarde. 

Somos siempre el mismo bicho, solo que con un jersey diferente y un idioma sin acento que parece propio. 

Anda y dile a tu novia que serás siempre el mismo Nino. Si no te quiere así, no te va a querer nunca.

Nino iba a decir algo, pero vio que un grupo de chicos se amontonaba contra las peceras de las lagartijas. Sacudió la cabeza y levantó su mano ensayando un saludo; pero el camaleón siguió ahí quieto, mirándolo como si nada. 

Se dio media vuelta, y poniéndose la carpeta marrón bajo el brazo, se fue caminando tranquilo, despacio. Con la sonrisa dibujada en la cara, el pelo bien peinado para el costado y silbando bajito un chamamé
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