Lo vi a John por primera vez hará cuestión de 15 años, tendría algo más de 40 por entonces.
Hacía changas en un café cubano. Un bar de esos chiquitos y amontonados, con ventana a la calle, que quedaba cerca del final de la calle 8, ahí bien pegado al cruce con la 95.
Era medio un comodín y hacía un poco de todo: Levantaba tazas del mostrador, juntaba la basura, barría, tiraba agua con una manguera y, de vez en cuando, llevaba algunos mandados en una camioneta Ford, toda destartalada, que manejaba con una destreza inusual para esta ciudad.
Lo conocían todos. Los clientes, los vecinos del barrio y hasta la dueña del gimnasio de al lado; una rubia potente, con la que había salido un tiempo. Por alguna razón desconocida, le tenía terror a la policía, y salía disparado si una patrulla paraba en la puerta, solo para tomar café. Pero se mofaba mucho de los bomberos, riendo fuerte, cuando los veía venir, todos juntos, metidos en el camión.
—Parecen un ejercito de Playmobil, —decía tentado, riendo a carcajadas, tapándose la boca con las dos manos.
Era casi como un chico. Se divertía fácil, se emocionaba mucho más. Y hasta se le iluminaba la cara cuando veía un perro chiquito, o un bebe le tocaba su afro gigante por pura curiosidad.
De vez en cuando la inocencia se le desvanecía y aparecía a los besos, con un amor de un rato, un miércoles a las 8 de la mañana. Pero, en general, no era de hacer papelones.
Era evidente que tenía algún cable en corto, pero no era tonto y conocía sus limitaciones. Como no se acordaba los nombres de la gente, les inventaba uno nuevo cada vez; aunque a casi todos les decía “Charlie”; incluso a mi.
A su modo, era un personaje entrañable. Si faltaba una “ventanera”, si los camareros no daban abasto en el salón, John ayudaba con casi todo, paseándose entre las mesas con su swing muy particular. Andaba de acá para allá con pastelitos de queso, huevos revueltos, croquetas de jamón, y unas tostadas con manteca que eran la envidia de la pequeña Habana.
Anselmo, el dueño del café, le tenía mucho cariño y lo cuidaba, casi, como si fuese de la familia. Además de pagarle, quizás hasta de más, le regalaba la comida todos los días y le charlaba si lo veía bajoneado o deprimido. John solo lo escuchaba abriendo sus ojos grandes, asintiendo con la cabeza.
No hablaba mucho, y cuando lo hacía, no se le entendía muy bien lo que decía. Sus discursos filosóficos eran una sopa de letras. Una catarata de palabras entreveradas entre sus ideas desordenadas, y un inglés mascullado y de la calle; aprendido a los tumbos en los recovecos del sur de Chicago.
Paradójicamente, tenia un charme natural. Tanto, que hasta canchereaba sin intención. Me acuerdo que andaba siempre con unos jeans bajitos, gastadísimos y muy anchos abajo, de esos de antes, sin bolsillos atrás. Y un saco largo hasta las rodillas, de pana azul apelmazada y solapas enormes, que cuidaba con su vida; porque, juraba, había sido de su papá.
— Charlie, Yo ando siempre vestido bien por las dudas— decía acomodándose su saco de mil batallas, sonriendo y mostrando sus dientes muy blancos.—No vaya a ser cosa que un día me muera, el paraíso exista de verdad, y uno ande caminando por el cielo como un roñoso.
Su pelo afro abultado, sus anteojos de sol sin tiempo y la misma camisa clarita, lavada una y otra vez, le daban un aire sofisticado, de otro tiempo, casi monárquico.
—No crean que me llamo King de casualidad, nos dijo a varios una mañana mostrando el nombre en su ID vencido —Hubo 3 grandes “Kings” en la historia del blues de este país: Freddie, Albert y BB King. Yo podría haber sido el cuarto. Te juro Charlie que yo podría haber sido el cuarto ¿Nunca viste la Gibson de orejas que tengo en la Ford?
A veces comía solo y ponía la música fuerte en la camioneta. Tenía algunos cassettes grabados y era verdad que le gustaba el blues. Aunque nunca lo vi tocar, tenía buen gusto, y no cantaba del todo mal.
Si estaba de buen humor, se hacía el galán con un grupo de minas que venían los martes. Cuatro veteranas vestidas de deporte que nunca llegaban al gimnasio, pero que les encantaba andar escotadas y con calzas.
John era un tipo fachero, y alguna que otra vez les charlaba, o encaraba para sentarse. Pero Anselmo lo miraba feo, con los ojos finitos. Entonces John se metía en la cocina, haciendo caras y tirando besos, en un ritual tan divertido como semanal.
En los ratos en los que el negocio estaba tranquilo, o cuando le daban un descanso, solía despotricar contra medio Miami, mientras tomaba café en el mostrador de la vereda.
—Mirá Charlie, ese que pasa por ahí, con el auto violeta, se robó todo lo que tiene; no tengas dudas—decía gritando por sobre el ruido del escape, señalando con la tasa en la mano— Y a ese otro que camina solo por la vereda de enfrente, seguro lo engaña la mujer ¿Le avisamos?
Era simpático y entrador a su manera, pero muchas veces desvariaba y hablaba solo, a los gritos. O pateaba la caja de la camioneta sin ningún sentido; maldiciendo a Dios, gritando nombres que nadie conocía.
Un día frio de febrero, parado solo conmigo en la ventana, me contó de una vida anterior en Chicago. De la familia que alguna vez había tenido, de su hijo Charlie que se murió de sobredosis, y de una mujer que lo dejó por tomar de más.
—Dejé de tomar, dejé las pastillas. Dejé de creer en Dios porque me defraudó— me dijo sin levantar la mirada, y los ojos se le inundaron de lagrimas.
Desapareció una mañana de un día cualquiera, sin decir nada. Nadie supo más nada de él, ni siquiera el pobre Anselmo; que lo busco por todos lados llamándolo, incesantemente, a un celular desconectado por falta de pago.
Dicen algunos que les pareció haberlo visto hace tiempo en el downtown, ahí cerca de la estación de tren de la corte, con la mirada enferma, hablando cosas sin sentido, riendo a carcajadas y sentado en el piso abrazado a sus rodillas.
Especulan otros, que un tipo parecido, pero con una silla de ruedas, se suicidó hace dos veranos.
A fuerza de ser sincero, nadie sabe muy bien donde está, o que fue lo que realmente le pasó; ni siquiera Anselmo, que todavía lo llora.
A veces cuando paso por la 8 y veo el café lleno de gente, pienso en él. Me lo imagino caminado por el cielo, recogiendo platos, llevando pastelitos y saludando a todos. El afro alto, la sonrisa llena, la pilcha apretada como siempre. Su saco largo de pana azul, brillando fuerte bajo el sol del paraíso.
viernes, 12 de abril de 2019
Con tecnología de Blogger.