Toco el timbre del portero eléctrico y me subo el cuello del abrigo mientras espero y miro para todos lados.
—Estudio…
—Soy la Sra. Martínez.
—Pasá. Dejo abierto arriba.
Todos me dicen Sra. Martínez. El apellido poderoso de mi marido es el mío desde hace 30 años. Me lo puse sola, antes de casarme, deslumbrada por el respeto reverencial que le mostraban sus amigos oscuros. Yo tenía 20 cuando me sacó del cabaret para siempre, el Sr. Martínez algo más del doble.
Alicia Noemí López también murió ese día. Quemé la ropa de trabajo en la pieza de la pensión ¡La ropa! Tres bikinis de mala muerte, dos pares de medias de red, unas plataformas y un impermeable de hombre que usaba para salir a la calle con clientes.
Mirando el fuego, enterré a mi familia, los telos, los golpes que alguno me daba de vez en cuando. Quemé las lágrimas, las noches sin comer, las pastillas canjeadas y el alcohol barato.
Le juré fidelidad ¡Qué menos! Me sacó de la miseria y me dio el cuento de Disney completo.
Vivía para el Sr. Martínez. Desnuda cada noche, devota como la loca que el quería, como la que se había comprado.
Pero mi cabeza vivió siempre atada al pasado, a la calle, al vértigo de la madrugada. Como una reventada, porque la verdad que, en el fondo seguía siendo una reventada, me arrancaba la ropa de señora después de esos almuerzos impuestos, revoleando platos, gritando como una loca. Sola, me paseaba desnuda y con tacos por mi casa, fumando un cigarrillo tras otro, borracha de whisky a las 2 de la tarde. Era como esos chicos adoptados de grandes, que necesitan volver al barrio donde se criaron, a la casa que conocen, aún sabiendo que todo ahí fue malo.
Tuvimos 10 años buenos, viviendo al límite. Jugábamos a la vida que habíamos tenido, revolcados en el balcón para que nos vieran los vecinos, o desafiando a la policía, desnudos en la parte de atrás de un auto estacionado. Siempre me sedujo el misterio alrededor su vida, su dinero ilimitado, sus secretos. Disfrutaba de su perversión, de su violencia repentina, cuando atada a la cama me sometía, amenazada por el gatillo de un revólver sin balas.
Pero el Sr. Martinez se puso viejo de golpe y todo la diversión se fue también así, de repente. Y yo fui juntando bronca, ganas, soledad. No me quedó más remedio que resignarme a su desgano, a la cama de noche y de vez en cuando, a las cenas aburridas de 8 a 10.
Se aseguraba de que nunca me falte nada. Pero el dinero solo no podía con todo. Mis 20 años de odio y rencor no se borraron con un casamiento por civil, sin fiesta, sin vestido y sin iglesia. Era una señora falsa, una puta disfrazada. Me quedé a mitad de camino, con un viejo pasivo y una vida ideal en punto muerto. Sabiendo que nunca iba a ser madre, porque los hijos de mi marido ya habían sido paridos por la turra que estuvo antes que yo.
Cada día un poco más sola, empecé a extrañar el champagne, la noche, el humo y la música fuerte. Me olvidé de los golpes, de la droga y del abuso y volví a buscar el peligro. Porque cuando una extraña, solo se acuerda de lo bueno. De lo lindo que era varear giles de un lado al otro, revoleándoles el culo y haciéndolos reír como chicos. Me había olvidado de lo mucho que me gustaba que me llenaran la cartera de mentiras y la tanga con billetes de a uno.
No soy la de antes, pero a los 50 no estoy nada mal. Tengo las piernas fuertes, los brazos marcados y las lolas nuevas. Me divierte ser una de esas jovatas con las que se calientan los pendejos y voy segura cuando me miran con ganas por la calle, como antes, como siempre.
Con guita fácil se aprende rápido, sobre todo a gastar. Gasto en bótox, colágeno, peluquería, lo que sea que me deje mejor. Y uso siempre la ropa que debo, los tacos del alto justo y esos anteojos gigantes que usan las señoras.
Pero cada semana tengo que subirme a este ascensor. Cada jueves, mientras el Sr. Martínez se ocupa de esos negocios que no me cuenta, de sus llamados misteriosos, yo vuelvo a lo mío ¡Y no me vengan con los juramentos de fidelidad! La traición queda redimida cuando una se pasea perfumada y en pelotas una semana entera y tu marido se duerme mirando la tele porque se puso viejo.
Creo que el Sr. Martínez todavía me quiere, pero a mi con ese amor solo no me alcanza. Por eso voy como antes, presa del vértigo, como cada jueves desde hace cinco años. Disfrazada de señora, tapando mi pasado con un abrigo y con la infidelidad por profesión.
Empujo la puerta pesada, sintiendo las ganas, lista para todo.
—¿Sra. Martínez? —dice una voz joven que, esta vez, no logro distinguir.
Solo alcanzo a decir que sí. Dos tiros me rompen el pecho y tropiezo, soltando el bolso. La sangre sale por todos lados. Sin parar, me cae por la panza, por las piernas. Quiero contener el desastre de alguna manera, pero las manos no me sirven de nada. Busco aire, solo hay pólvora. Todo se vuelve húmedo, metálico, borroso.
Entonces caigo fuerte en un ruido sordo. Mi cabeza se sacude contra la puerta pesada y golpea seca, una vez más, en el piso de mármol.
El frío todo lo invade y me veo desde lo alto, despatarrada y descalza, en un charco negro y gigante. Con el pelo revuelto sobre la cara, sintiendo como la vida, esa que siempre quise tener, se me va despacio.