Gabriela, mi hermana mayor, siempre fue una amante de los animales. Ya se le notaba de chica. En casa metía al perro a dormir en su cuarto, o lo disfrazaba sentado a tomar el té, junto con los demás muñecos.
Ya por los 10 años, andaba supervisando como la gente cuidaba a sus mascotas, si le faltaba agua a los canarios, o alguno le cortaba las alas a un loro del barrio ¡Cómo se enojaba cuando le daban un hueso de pollo a un perro vagabundo! Y era de dar lecciones con el dedito levantado, si veía a un dóberman con las orejas cortadas, o el dueño le tiraba mucho del collar de estrangulamiento.
Y mi vieja también le hacía el caldo gordo. La ayudaba con los gatos que se aparecían por casa alguna otra que noche, o con los pajaritos que se caían de los árboles, sirviendo agua en platitos y armando cajas de cartón, para que los bichos pudiesen dormir a salvo.
Esa vocación solidaria que la desvelaba, se puso en juego el día que Oliverio y su familia se mudaron a la casa de al lado. Una casa bastante parecida a la nuestra, solo que vieja y muy descuidada. Gabriela tenía 12, y yo 10.
Oliverio era un pibe más grande, orejón y muy flaco, y siempre andaba muy solo. Un día se apareció con una rata no muy grande metida en una jaula. La sacaba a la calle y se la pasaba sentado junto al bicho, en el cordón de la vereda, sacándole punta a una rama con un cortaplumas que tenía. Como la jaula no tenía techo, de vez en cuando le tiraba un palito por arriba. La rata devoraba la ofrenda con sus dos dientes amarillos, con la ramita apretada en las manos, mirando a su dueño por el cielo abierto de su cárcel de juguete.
—Nene, Oliverio, correme a ese bicho asqueroso — le decía mi hermana todos los días cuando quería pasar por la vereda. El orejón la miraba sin expresión y seguía con el cuchillo y la rama como si no existiera. Entonces Gabriela bajaba a la la calle enojada, caminando lo más lejos posible, haciendo cara de asco y rascándose la nuca con la mano izquierda.
Apenas terminaron las clases, mi vieja y mi hermana volvieron al ritual solidario de alimentar animales. Los gorriones que dormían en los árboles bajaban a la mañana buscando el pan mojando que las dos le dejaban en la vereda. Después mi vieja se iba a trabajar y nosotros nos quedábamos jugando solos hasta la tarde.
Oliverio se apareció una mañana de sol en la puerta, con esa cara gris de nada que tenía y dos trampas para pájaros. Metió un poco del pan mojado que encontró en la vereda adentro de cada jaula y las dejó ahí, pegadas al árbol de la puerta de casa. Después volvió hasta la suya en busca de la rata y se sentó con ella en el cordón de la vereda de enfrente, otra vez dándole a la cortaplumas, relojeando las jaulas vacías de vez en cuando.
No pasaron ni 15 minutos, que dos gorriones quedaron atrapados —¿Que hacés acá con esto? — le dijo mi hermana cuando el pibe se acercó. —La calle es de todos — dijo Oliverio, y se fue para su casa, con una trampa en cada mano y los gorriones revoloteando dentro.
A la mañana siguiente hizo lo mismo, pero esta vez Gabriela estaba en la puerta esperándolo. Salió como una tromba la petisa, y le pateo las dos jaulas al medio de la calle. Oliverio se levantó parsimonioso del cordón de enfrente, con esa paciencia infinita que tenía. Agarró la jaula grande de la rata con sus dos manos y la dejo en mi casa, justo adelante de la puerta bajita de rejas.
La rata al percibir el lugar extraño empezó a pararse y a caminar en círculos, la cola pelada saliendo por fuera de los barrotes de la jaula. Gabriela quería salir, pero metía marcha atrás del asco y le gritaba — Dios te va a castigar. Te vas a morir en el infierno. Torturador. Asesino.
Con la rata cuidando a mi hermana, Oliverio cazaba gorriones, a unos 20 metros, casi como peces en una bañadera. Los metía de a dos, de a tres en las tramperas y se los llevaba para su casa. Y así fue pasando la semana.
El jueves a la tarde, Gabriela me sentó en la mesa de la cocina —Mirá, yo se muy bien que vos le tenés miedo a Oliverio, pero yo sola no puedo. Me tenés que ayudar —. Como yo no decía nada, ella seguía —¿Viste los gorriones que caza en la puerta cuando deja la rata? ¡Qué vas a saber vos si andás todo el día con la pelota! ¡Pobrecitos! los tiene metidos en una jaula grande en la terraza. Para mi después los vende. Dicen que hay gente que se los come con polenta. El otro día subí a buscar la ropa con mamá, me trepé a la pared y los vi. Ni agua tienen ¿Me estás escuchando Martín? — Solo atiné a decir que si con la cabeza, entonces siguió envalentonada. —Vamos a saltar por la terraza y los vamos a liberar. Apenas Oliverio salga a la calle, subimos y pasamos.
Fuimos arriba apenas mi vieja se fue al trabajo. En la terraza, Gabriela ya había apilado de antemano un montón de baldosas viejas contra la parecita. Se subió a la pila y pasó su pierna sobre la pared. Se quedó sentada en la medianera con mucha facilidad. —Subí, dale — me dijo y extendió su mano para ayudarme.
La terraza de Oliverio era bastante parecida a la nuestra, pero estaba llena de trastos y macetas sin plantas. La ropa lavada flameaba en unas cuerdas que corrían de lado a lado, atadas con esos broches de madera que ahora ya no hay. Sábanas, trapos, camisas y delantales grises, como Oliverio, como su casa. Pasamos por abajo del tolderío y pude ver la jaula grande de los pajaritos pegada contra la otra pared. Mi hermana me mandó con el dedo y se fue hasta la baranda que daba a la calle, para así vigilar a Oliverio desde lo alto. —Apurate, abrí. Dale que está ahí —. Los gorriones revolotearon en la jaula cuando me acerqué, pero pude abrir bien las dos puertas chiquitas. Acercamos una maceta a la pared para poder volver a trepar, y bajamos por la pila que Gaby había armado de nuestro lado, mientras los pajaritos empezaban a escapar por el cielo.
Apenas mi hermana pisó la terraza, agarró una de las baldosas de la pila y se fue hasta la baranda que daba a la calle. Intentó asomarse, pero no llegaba del todo. —Traeme algunas — me gritó. Armó un escalón con las cuatro que le di y volvió a probar. Subida a la pila, la baranda le tocaba el pecho. —Agarrame bien fuerte de la cintura — dijo en puntas de pie, con los dos brazos estirados y la baldosa en sus manos.
La abracé con toda mi fuerza. Apenas sintió el contacto de mis brazos en su cuerpo, soltó el peso al vació.
—Qué pasó — le pregunté después de oír el golpe. Ella seguía asomada, mirando. —Creo que le di —dijo, y suspiró de alivio.