Como todos los barrios, el mío también tenía un elenco estable. Gente que era de otro lado, que aparecía de vez en cuando, pero conocida para todos. El diariero, el botellero, el del camión de soda, el que hacía el reparto de vino los sábados a la mañana. Los pacientes del doctor Baygorria, los alumnos de la maestra particular de matemáticas, y un loco. Por que en todos los barrios siempre había un loco. Por casa pasaba uno que juntaba chapitas. Chapitas de botella, esas tapas a presión de metal que tenían todas las gaseosas y que ahora solo se usan para las cervezas.
Miguel se llamaba. Un tipo flaco, de unos 40 años, siempre bien arreglado, siempre bien peinado. Andaba con un changuito de esos de hacer las compras. No era un carro del super; en esa época todavía no había supermercados. Este era de los que se llevaban a la rastra, a la feria. Alto y de solo dos ruedas, hecho de reja y con una bolsa cuadrada de tela a rayas que se acomodaba contra las paredes.
Como a eso de las seis de la tarde, el loco pasaba por las veredas desparejas del barrio, haciendo ruido como una pandereta y camino de la pizzería de la vuelta. Ricardito y yo andábamos bastante por ese lado; sobre todo los martes y los jueves que teníamos karate.
La academia quedaba justo arriba de la pizzería, en un primer piso con ventanas grandes que daban a la calle. Se subía por un escalera pegada a la puerta de chapa de la cocina, que siempre estaba abierta por el calor del horno.
Después de la clase, nos metíamos por ahí todavía con el uniforme blanco y comíamos una porción cada uno con una Mirinda; charlando con el pizzero que nos conocía de memoria.
La mayoría de los días Miguel ya estaba ahí sentado solo con su changuito bien cerca. Ricardito se acercaba, lo saludaba por su nombre y le daba la chapita de nuestra botella. El loco solo agradecía con una sonrisa tibia y tiraba la tapa en la pila, pero nunca decía nada. Ni hola, ni chau. Nada. El mozo al rato le dejaba una porción de mozzarella y una Pepsi fría sin abrir.
Miguel comía la porción completa a dos por hora, masticando despacio, cada bocado cortado con cuchillo y tenedor, sin siquiera mirar la Pepsi. Al terminar, corría el plato a un costado y, con un destapador propio que llevaba en el bolsillo, le daba a la chapita de la Pepsi despacio, girando la botella, siempre para el mismo lado, hasta que la tapa finalmente cedía. Se reía solo mirando su trofeo y tomaba de la botella, disfrutando cada trago como si fuera el último, hasta no dejar ni una gota.
En ese momento el dueño le traía una bolsa de papel con todas las chapitas que le había guardado y nunca le cobraba. El loco examinaba la mercadería con cuidado, como si fuese un joyero. Descartaba rápido esas destapadas a las apuradas, casi dobladas por la mitad y las corría a un costado. El resto, las arrastraba todas adentro del changuito. Y de ahí salía haciendo ruido como un sonajero, caminando para el lado de Rivadavia, hasta fundirse con la noche.
Un jueves, después del entrenamiento, después de la pizza, llevé una nota a casa que me habían dado en la academia. Aparentemente nos habían invitado a una demostración de habilidades en el Borda. Mi vieja salió disparada a tocarle timbre a la mamá de Ricardo.
—Decime una cosa, Alicia — se quejaba parada en la vereda y con el papel en la mano —¿A quién se le ocurre llevar a dos chicos de 10 años a un manicomio?
Hablaron las dos con el sensei y, después de una deliberación que duró como 20 minutos, nos dejaron ir. Fuimos un grupo grande de todas las divisiones, metidos en un micro naranja de escuela. Y la verdad que era feo el Borda. Feo como cualquier hospital del estado; pero encima viejo, triste. Edificios cansados, gastados por el tiempo. El pasto más largo de la cuenta y mucha gente enferma caminando por el parque. Las nubes bajas del invierno poco ayudaban y nuestros uniformes blancos parecían fosforescentes entre todo ese gris.
Me quedé mirando las ventanas de un pabellón de muchos pisos, con rejas oxidadas en las ventanas, pensando en la gente que dormía ahí cada noche y la panza me hizo ruido. Unos internos caminaban despacio de la mano de sus enfermeros. El personal uniformado de un verde sin esperanza; los pacientes sin color. Un tipo joven quiso correr, pero fue contenido y empezó a llorar.
Me distrajo Ricardito que calentaba y estiraba en el lugar, tirando patadas al aire como si hubiésemos llegado a las olimpiadas de Tokio. No éramos los únicos invitados. Atrás nuestro llegaron varios micros más: La banda de música de un colegio, unas chicas que hacían gimnasia acrobática y los familiares de muchos de los internos. Mi amigo se reía y decía que era el día del loco, pero celebraban el día de la familia, o algo así.
En el parque central, una carpa grande vendía panchos, tortas y bebidas. Se organizaba un concurso de dibujo, carreras de embolsados, un campeonato de truco y otras actividades.
Nos quedamos por ahí, esperando el turno para nuestro show y nos dieron una bolsa de papel con un sandwich de salchichón y unos palitos salados. Metí la mano y me encontré con dos chapitas pintadas de azul.
—Con eso te dan dos jugos chiquitos en el puesto de bebidas —dijo una señora gorda vestida de enfermera y señaló la carpa —, o una Pepsi fría.
Fuimos a buscar una gaseosa para cada uno y caminamos hasta encontrar un lugar para sentarnos. Llegamos a un patio de baldosas, lleno de mesas y bancos amurados al piso. Muebles de cemento, cuadrados y gordos, como esos de las plazas. La gente se iba sentando de a dos, enfrentados para jugar un campeonato de damas que se había organizado. El tablero estaba pintado en cada mesa. Las fichas otra vez eran chapitas pintadas de negro y de blanco. Sentados un poco más allá, otros jugaban al truco. Los puntos también se contaban con chapitas, pero rojas o verdes.
—Se ve que lo de las chapitas es cosa de locos — dijo Ricardito con la boca llena, tentado de su propia ocurrencia. Se reía con ganas y yo con él, hasta que se quedó serio de golpe. —¿Ese de allá no es Miguel? —dijo señalando a un tipo a lo lejos.
—¿Qué Miguel?
—Miguel, el del carrito que hace ruido, ¡el loco de las chapitas!
Nos acercamos despacio. El loco estaba sentado en un banco largo tirándole migas de pan a unas palomas.
—Perdón doctor, tenían hambre pobrecitas —nos dijo asustado al vernos.
—Somos nosotros, Miguel —le dijo Ricardo — los de la pizzería ¿No nos reconocés?
Miguel sonrió y puso sus manos abajo de los muslos, sacudiendo la cabeza. —Uuuuu, ¡qué susto! Me confundí con la ropa blanca ¿Vinieron a traerme chapitas?
—No. Estamos con la academia de ...
—Estamos de visita — interrumpió Ricardito —¿Vos vivís acá?
—No, yo no. —dijo y se nos quedó mirando por un momento —. Acá vive mi hermano. Mi hermano gemelo.