viernes, 5 de febrero de 2021

Clase a medias

Una tarde de las primeras del invierno, mi viejo se apareció con un auto japonés de dos puertas con levanta vidrios eléctricos. Yo tendría nueve, diez años y mi hermana un poco más de seis. Hasta entonces habíamos sido una familia de clase media. Vivíamos en una casa chica, en un barrio común de la Capital Federal. Ese año también compramos un terreno para construir algo más grande y a mi mamá se le metió en la cabeza coleccionar revistas de decoración y unos fascículos para una enciclopedia de protocolo y buenos modales.

Empezamos a recorrer los barrios lindos de Buenos Aires. "Para mirar, para buscar ideas", decía mi mamá ilusionada. Íbamos los cuatro en el auto nuevo recién lavado, bien vestidos para la ocasión. Después de una vuelta aburrida de como tres horas, terminábamos tomando algo en una confitería de esas paquetas del centro. Mi mamá se esforzaba por aplicar las lecciones aprendidas de la enciclopedia y nos retaba si hacíamos ruido al tomar la leche, o no nos poníamos la servilleta doblada sobre la falda. “Miren, presten atención. No es lo mismo una taza de té, que una para café con leche”, decía mostrando la suya en el aire. “No comas la torta con la cuchara, para eso te dejaron el tenedor mediano.” Mi viejo revoleaba los ojos y los dos nos reíamos sin que nos viera, pero mi hermana estaba encantada. “Ponete derecho nene, así no”, se enojaba. “No agarres el vaso con las dos manos”.

¡Pobre mi vieja! Quería que pasáramos lo más desapercibidos posible en lugares que no nos pertenecían ni un poco. Pero se notaba que teníamos la ropa recién planchada y las zapatillas demasiado nuevas. Es que a pesar del auto japonés, los diferentes tamaños de cubiertos al lado del plato y la casa en construcción, seguíamos siendo la misma familia de clase media, con una vida de clase media, con vacaciones de clase media. 

Pasábamos casi todo el verano en Buenos Aires. Y salvo dos semanas de febrero, que nos íbamos a Mar del Plata, el resto era casi todo en casa. No había vecinos que tuvieran pileta, no teníamos ni un conocido con una casa de fin de semana. Y como para mi vieja yo era todavía demasiado chico para pasar todo el día solo en la colonia del club, me quedaba jugando en la calle con mi hermana y mis amigos.

Mi abuelo Francisco todavía era joven y, por entonces, trabajaba para el Sindicato de Luz y Fuerza. Como todos los empleados públicos tenía un montón de días libres. Pasaba por casa todos los días a buscar el diario que mi papá le dejaba. Un viernes de enero apareció más temprano que de costumbre, con mis dos primos saltando adentro del auto y cuatro entradas para una pileta municipal que le había conseguido un compañero de trabajo. Mi vieja medio que no nos quería dejar ir, pero le pedimos tanto y estábamos tan entusiasmados que al final no le quedó más remedio.

Nos acomodamos los cuatro apretados en el asiento de atrás, ya vestidos de pileta. Sin cinturón, sin aire acondicionado y con los muslos pegados a la cuerina del asiento de tanto calor que hacía. Aburridos, nos cambiábamos de lugar cada cinco minutos, sacando los brazos por las ventanas para jugar con el viento. Enfundado en una camiseta de Velez con un 9 en la espalda, mi primo se pasaba al asiento de adelante y puteaba desaforado sacando medio cuerpo por el techo corredizo. "No digan malas palabras, no coman el chicle con la boca abierta" gritaba mi hermana indignada y se acomodaba el solero cortito sobre las rodillas como si fuera una señora grande. 

Llegamos a eso de las dos. Desde el estacionamiento podíamos ver los trampolines altos y las filas interminables que hacían grandes y chicos para subirse. Estaba lleno de micros, de camionetas destartaladas. De lejos se escuchaban los chapuzones, los gritos, las risas y había olor a asado. Entramos con un grupo grande, todos del Sindicato. Un gordo pelado nos recibió con un beso transpirado en la puerta y nos dio unos vales de cartón celeste para la merienda. Ya en el borde de la pileta, mi abuelo juntó toda nuestra ropa en un bolso y se sentó en una mesa a la sombra.

Y así, sin crema en la espalda, sin antiparras, sin guardavidas y sin revisación médica, nos metimos todos al agua. La pileta era enorme, casi tan grande y tan salada como el mar de Mar del Plata, pero no había carpas, ni una sola sombrilla y, en lugar de arena, solo tierra que se te metía entre los dedos de los pies. Un montón de gente por todos lados y la pileta tan llena que casi ni se podía nadar. No vi árboles, ni reposeras para tomar sol. No había música, ni siquiera un bar para comprar una Coca. “Ni se les ocurra abrir los ojos abajo del agua” había dicho mi abuelo, “miren que se pueden enfermar”. Nos encantaba el agua bien fría, el viento al salir, acostarnos a charlar cara a cara, con la panza y el pecho bien pegados contra el cemento calentito del borde, y secarnos sin la toalla.

Jugamos toda la tarde y hasta pudimos tirarnos dos veces del trampolín más alto. A eso de las seis, rojos de tanto sol, nos sentaron con otros chicos en una mesa larga para tomar la merienda. Dos señoras pasaban con un carro grande, lleno de jarros de lata todos abollados, gastados de tanto uso. Y una tetera enorme, también de metal, que tiraba vapor sin parar. Cuando me tocó el turno, mostré el vale que me había guardado mi abuelo y pedí un Nesquik, pero la coordinadora sonrió, me acarició la cabeza con toda la mano y me dejó uno de los jarros de lata lleno de mate cocido; y también un sandwich de salchichón y queso envuelto en polietileno. Mi hermana, con cara de asco, dijo que no quería el sandwich, pero estaba encantada con el mate cocido. Lo tomaba de a sorbitos con una sola mano y hasta quiso repetir, pero no se podía.

Llegamos a casa casi de noche. Mi hermana y mis primos se durmieron en el auto y yo me vine sentado adelante, secándome el pelo con la ventana abierta, charlando de todo con mi abuelo.

Al día siguiente, y como todos los fines de semana, volvimos a dar la vuelta aburrida por Buenos Aires. A mirar casas lindas, a buscar ideas para la nuestra y terminamos en una confitería de la Avenida del Libertador. Nos sentamos en una mesa en la vereda, debajo de una sombrilla enorme color crema.

 —¿Señora? — le preguntó el mozo a mi mamá, acomodándose el chaleco.

—Un té con limón, por favor y una botella de agua sin gas que no esté fría — contestó y se puso la servilleta blanca en la falda.

—Para mí un cortado — siguió mi viejo y encendió un cigarrillo. 

—¿Y para los chicos? ¿Señorita?

Mi hermana esperó la aprobación de mi mamá para poder contestar y se sentó derecha como le habían enseñado.

 —Para mí un mate cocido — dijo y se quedó pensando.

El tipo se dio media vuelta, y ya se iba.

—Señor — siguió con la voz finita —¿puede ser en taza de lata?

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