El ramal de tren Sarmiento une el oeste de la provincia de Buenos Aires, con el centro de la ciudad. Es una arteria troncal, un recorrido largo e importante que conecta a la Capital Federal con uno de los partidos más poblados de la provincia. En una época, este mismo tren supo ser el orgullo de todo un país. Era cómodo, moderno y sus estaciones recién terminadas se parecían un poco a las de Inglaterra. Pero pasaron tantas cosas, tantos años y tantos gobiernos, que la gente ya ni se acuerda. Entre todos, y de a poco, lo fueron rompiendo. Se puso feo y peligroso. Los vagones van cargados hasta arriba, las puertas ya ni cierran, la gente viaja apretada, colgada de los estribos, a veces hasta de las ventanas. Los asientos están tajados, las paredes meadas, pintadas con aerosol. Los chicos de la villa suben y bajan cuando quieren, saltan los molinetes, se meten para robar. Buscan lo que sea: billeteras, teléfonos, cualquier cosa les viene bien, hasta un sándwich. Los ladrones más grandes van armados, caminando los vagones y los andenes en grupos. Andan escondidos por los túneles, pasados de todo. Amenazando a los guardas y apretando gente en los baños. No le tienen miedo a nadie, ni siquiera a la policía. Pegan, por dos billetes de 100. Lastiman y hasta matan si la droga es mucha, o el botín es poco.
Lucía también vive en la villa, pero trabaja en uno de esos bares que divide el andén de la estación Caballito, en el corazón mismo del ramal. Todas las mañanas corre de un lado al otro, sirviendo café con leche y medialunas. Conversa y sonríe, a pesar de todo, mientras saca platos y pasa el trapo para el próximo cliente. Parece desatenta, infantil por momentos, con el pelo atado en dos colitas, las zapatillas y una remera de las chicas superpoderosas, pero conoce bien la estación. Saluda a medio andén cada mañana y sabe quien es amigo y quien es ladrón. No le da vergüenza reírse a carcajadas, o saludar a un cliente con un beso, estirando todo su cuerpo por arriba del mostrador; pero no le tiembla la mano si tiene que poner a algún vivo en su lugar, o agarrar del pelo a un pibe de estos y arrastrarlo por medio andén para que devuelva lo que se robó.
Vicente viaja en el Sarmiento todos los días. Tiene un negocio a la calle, que queda cerca de la estación de Lucía, a cuatro cuadras nada más. Arregla aspiradoras, lavarropas y electrodomésticos en general. Vive lejos, en Merlo, casi en el arranque del recorrido. Le gusta viajar parado, acomodado en ese recoveco que se arma entre la puerta y el último asiento. Acaba de cumplir 29, pero parece un señor: usa la camisa abrochada hasta arriba y el pelo peinado con agua para un costado. Hace tanto que no se ríe, que parece haberse olvidado. Le gusta Lucía, aunque ella todavía no lo sepa. Vicente anda siempre con una mochila negra, llena hasta arriba de cosas: herramientas, cables y unas postales grandes de propaganda, que el mismo diseñó. Las reparte en la calle, o las engancha en las ventanas de los coches. A veces las deja tiradas en el piso de la estación. La gente las agarra porque, de lejos, parecen billetes, pero tienen la cara seria de Vicente estampada en blanco y negro. Lleva siempre un montón para que no le falten, en una pila atadas con una banda elástica.
El tren avanza y Vicente conoce de memoria el recorrido. Letreros de inmobiliarias, alambres con enredaderas que crecieron sin que las planten, las barreras que nunca andan y los limpiavidrios que piden en los semáforos.
“Ahí viene el cementerio”, piensa apenas encaran el descampado. Cierra los ojos fuerte y las manos se le ponen frías. No tenía ni diez, cuando su abuela lo llevó a ver el lugar donde estaba enterrada su mamá. “Hablale”, le decía, “Contale como te está yendo en la escuela”.
Son pocos los que bajan cuando las puertas se abren en la estación Liniers, entonces el vagón se llena casi de repente. Sube una gitana gorda y Vicente la reconoce. Es la misma que visitaba a su mamá, a lo último, cuando ya estaba muy mal. Está igual que entonces, como si los 20 años no hubiesen pasado. La vio por primera vez un día desde la esquina, cuando llegaba de la escuela. La gorda explicaba, con infinita paciencia, algo que no se podía escuchar. La madre de Vicente lloraba sin parar, juntaba sus manos como rezando, le tomaba los brazos a la gitana, pero ella solo decía que no con la cabeza.
Por las puertas de atrás del vagón se meten otros dos. Son grandotes, pero no tienen ni quince años. Empujan de más y usan zapatillas caras. Son nuevas y robadas. Uno está todo tatuado, hasta la cara. Y una de sus cejas afeitada por la mitad. El otro tiene el pelo rapado a cero y un piercing como una lanza, que le atraviesa la oreja de lado a lado. Se acomodan cerca de Vicente, apoyados contra la puerta. Vienen de la villa del Bajo Flores, la que queda justo en frente de la cancha de San Lorenzo. Ahí también vive Lucía con su familia. Su mamá ya está cansada de tanto fregar y sus hermanos mellizos acaban de cumplir nueve. El padre los dejó un día sin avisar y, hasta hace un tiempo, tenían un hermano más grande.
La gitana que Vicente conoce intenta abrirse paso entre la gente. Va vestida de verano, aún en pleno invierno, con una camisa de mangas anchas y con la misma pollera multicolor que usaba entonces. Está bronceada, llena de collares, anillos y pulseras. Se detiene por un momento al lado de Vicente. Quiere pasar, pero no puede, los dos pibes le cortan el paso sin querer. Entonces, espera sin decir nada, se acomoda las horquillas del rodete y sus pulseras tintinean por sobre el murmullo.
—Cu-cuidado que la señora no puede pasar —le dice Vicente al rapado.
—Cu-cu-cuidado —se mofa el otro y los dos se ríen fuerte— ¿Qué tomaste flequillo? ¿Qué señora?, si somos todos hombres. ¿Sos puto? —Lo empuja contra la pared, los dos se ríen y vuelven a lo de ellos.
Vicente baja la cabeza y pide perdón en un susurro. Se queda ahí, apichonado. Anda con miedo desde chico, como esos perros de la calle a los que la gente quiere acariciar y se encogen por las dudas. Quizás sea porque el padre le pegaba a su mamá cuando venía borracho.
El viaje es siempre el mismo y Vicente no hace más que pensar en Lucía. En poder verla, en escuchar su voz, aunque sea solo por un rato. El tren ahora aminora la marcha porque, ya casi, llegan a Caballito. La estación está sola, esperando el aluvión de gente de cada día. El sol de la mañana barre el piso de cemento y deja ver el polvo que flota en el aire. Vicente se descuelga la mochila de un lado, corre el cierre y acomoda el fajo de tarjetas arriba de todo, para tenerlo a mano al bajar.
Con el tren todavía en movimiento, baja de un salto, apenas las puertas se abren. Va zigzagueando entre la gente, con las manos colgadas de las correas de la mochila, caminando rápido para encontrar un asiento en el bar de Lucía. La puede ver de a ratos, mientras avanza entre el tumulto. La piba va de un lado al otro, anotando pedidos en su libreta, llevando vasos y platos, alcanzando servilletas. Los de las zapatillas robadas bajan atrás de Vicente. La gitana también. Caminan cerca, pero Vicente ni se entera.
Es sabido en el bar, que al hermano de Lucía lo mataron unos pibes parecidos a estos. Le metieron un puntazo en la panza, justo en la puerta de la casilla donde vivía. Le sacaron la plata y lo dejaron tirado para que se muriera. Lucía fue la primera en llegar. Quería parar la sangre con las manos, mantener su corazón latiendo, pero no supo cómo. No se lo perdona. Solo pudo quedarse ahí hasta lo último, rogando que la mirara y no se durmiera, implorando por una ambulancia que nunca llegó.
Vicente se sienta y deja la mochila tirada en el piso, justo entre sus piernas. Pero se vuelve a parar como un resorte cuando ve a la gitana detrás de él.
—La señora no es clienta y no se puede sentar —dice Lucia mirando a la gorda con desprecio—. Ella no se sienta —sigue desafiante, con las manos en la cintura y subiendo el tono—. ¡Viene solo para molestar! Sentate.
Vicente hace caso. El tatuado llega también y se acomoda dos asientos más allá, al lado de una señora que come un tostado. Su amigo se queda parado más atrás, pegado a la gitana que sigue ahí, sin inmutarse. El del aro mira para todos lados y se acomoda un poco el pantalón, esconde algo en la espalda. Lucía pasa el trapo en el lugar de Vicente y sonríe para disimular. “Cuidado”, le dice sin que se escuche. Vicente no entiende y le pide un café con leche, pero vuelve a tartamudear. Baja la vista por vergüenza y se seca las manos en el pantalón. Disimula como puede, buscando la mochila entre sus piernas. Corre el cierre y saca el fajo grande de tarjetas. Entonces siente que la cara le hierve de repente, que un golpe seco y un frío helado le golpea la espalda. Puede ver la taza, el plato que trae Lucía en su mano, caer, estallar en silencio en el mostrador de acero. Mira el café que se desparrama, que corre por el metal y los pantalones se le mojan de golpe, pero el líquido no lo quema. Lucía grita, su cara se deforma en cámara lenta, pero para Vicente no hay sonido. Todo se nubla, se vuelve borroso, blanco y después negro.
Cuando recupera el sentido, cuando sus ojos se acomodan a la luz, encuentra a la estación desierta. Vacío también está el bar. Alguien limpió el mostrador, no siente las manos y sus pantalones ya no están mojados. Gira sobre sí mismo, en el asiento redondo y sin respaldo. El tren se fue. No hay nada, ni nadie, más allá del andén; solo un telón velado que parece envolverlo todo, tan claro y tan blanco que hasta encandila. Vuelve a girar confundido, buscando respuestas y encuentra a la gitana en el lugar de Lucía. La gorda lo mira de frente, seria, sin siquiera pestañear. Está comiendo una de esas galletas grandes de panadería, la camisa de colores le vuela despacio en el viento. “Hola Vicente”, le dice con la boca llena.
Vicente saluda casi por inercia, mira en el piso una vez más, buscando su mochila que ya no está “¿Qué pasó?” dice por fin y las palabras, esta vez, le salen limpias. La gorda muerde otra vez la galleta con una parsimonia que sorprende. Mira el vacío más allá, casi como si Vicente no existiera. El solo sigue sus ojos.
Ahora un grupo de gente se arremolina muy cerca del bar, hay gritos, pedidos de ayuda, una chica se separa, corre y le pasa muy cerca. Tres personas intentan ayudar a alguien que está tirado en el piso. Desde su asiento, Vicente solo puede verle las piernas, el pantalón de vestir arrugado, sucio, lleno de la tierra del andén. Se para despacio para poder ver mejor, se acerca un poco. Ahí está Lucía, arrodillada junto al tipo, tirando fuerte de su camisa para romper los botones. También le afloja rápido el cinturón, le suelta los pantalones para que pueda respirar lo mejor posible. La chica que recién pasó, vuelve corriendo con trapos y una botella grande de agua mineral. Ella también se arrodilla para ayudar. Lucía pasa su mano por debajo del cuello del hombre y lo levanta despacio para ayudarlo a buscar aire. Vicente reconoce su cara, su pelo despeinado de las mañanas. El celeste de su camisa solo se distingue en el cuello y en las mangas arremangadas. El resto está empapado en sangre, tiene sus ojos cerrados y los brazos le cuelgan del cuerpo.
—No te queda tanto tiempo. Si esta chica no para la hemorragia del puntazo con esos trapos, si te quedás sin aire…
Vicente solo mira ahí parado, casi con indolencia. La gitana se acomoda a su lado.
—Siempre pensé que la muerte sería diferente —dice y se pone las manos en los bolsillos.
—No sos el primero que me lo dice. Todos esperan a una flaca escuálida, vestida de negro, pálida.
—Yo decía morirse. Nunca pensé que uno pudiera verse de esta manera, como un espectador. ¿Siempre es así?
—¿La muerte o yo? —la gitana se ríe de su propio chiste—. No siempre. Esto pasa cuando la gente se debate entre la vida y la muerte. Si no fuese así, yo ni vengo. ¿Sabés la cantidad de gente que se muere por día en esta ciudad?
—Lo que no entiendo es porqué la conozco. ¿Por qué la pude ver a usted con mi mamá?
—En el tren, el único eras vos. Acá, en la estación, solo Lucía. Me vio por primera vez cuando murió el hermano y, desde entonces, me trata mal cada vez que vengo. En este ramal pasa de todo. Hace un rato, estos dos pibes que te afanaron a vos dejaron en coma a una chica en Liniers. Estuve con ella en el hospital y, al parecer, zafa. Tres tenía para hoy—. Sacó una libreta del bolsillo y achinó los ojos para poder enfocar mejor—. Esta piba que te digo, vos y un señor más grande cerca de Plaza Once, pero ese es un accidente recién a las 6 de la tarde.
—¿Y yo? ¿Puedo zafar?
—Estás en las manos de esta chica, lo del destino es todo un cuento. Yo estoy acá por las dudas.
Vicente la miró por un momento.
—Pensé que tendría miedo.
—Tenés. ¿Te sentís las manos frías?
Vicente negó con la cabeza.
—De este lado no se siente nada. Las sensaciones las tiene ese Vicente— señaló y sus pulseras tintinearon una vez más—. Uy mirá, parece que la hemorragia paró. Respiración boca a boca, nena. ¡Dale!
A Vicente se le nubló la vista una vez más. Y lo borroso se volvió blanco y después negro otra vez. Al despertar se encontró con los ojos de Lucía. Le tosió en la cara, pero ella se rió y los demás aplaudieron. Entonces tembló fuerte por el dolor, por el frío, o por todo. Y volvió escuchar voces, el ruido del tren, y una sirena a lo lejos. Y sintió sus manos heladas de siempre, la camisa mojada de sangre y sus pantalones empapados con mucho más que café. Buscó a la gitana en el tumulto, la gorda ya se escabullía de nuevo entre la gente.