viernes, 16 de abril de 2021

La llave de la felicidad

 Apenas terminó el funeral, se le acercó un tipo de traje. “Su padre quería que te entregara esto”. Se fue sin dar tiempo a mucha pregunta y se perdió por los corredores del cementerio. Marcelo abrió el sobre con dedos temblorosos. Encontró una llave rara, digital, sin dientes ni marcas, y un papel con un nombre y una dirección.

Ni Marcelo, ni su padre solían ir mucho al centro. Se habían acostumbrado a vivir en el barrio, con poco, con lo que ganaban en la ferretería. Se sentó en la camioneta que hasta unos días habían compartido. Acarició el asiento del acompañante y después se aferró al volante. Miró la cintita con la bandera española colgada del espejo retrovisor y rompió en un llanto silencioso.

El edificio de la calle Arenales era tan lujoso que tuvo que constatar la dirección para asegurarse de que fuera la correcta. “¿Señor?”, le dijo un tipo ni bien entró y lo tomó con fuerza del brazo. Marcelo le mostró el papel y también la llave. El grandote dijo “perdóneme” y otra vez “señor” y repitió las dos palabras de nuevo, por las dudas. “Por acá”, afirmó diligente.

Marcelo subió solo en un ascensor, otro guardia idéntico lo esperaba en el cuarto piso. Lo acompañó en silencio hasta un salón de conferencias todo vidriado. Apenas cerró la puerta, las cortinas de privacidad comenzaron a bajar solas. Marcelo caminó alrededor de la mesa, rodeada de sillas modernas, mirando la calle por los ventanas que corrían de piso a techo. 

Le ofrecieron algo de tomar, Marcelo dijo que no gracias, que no quería nada. Y se quedó ahí parado, abstraído con su reflejo en una pared de vidrio, los ojos todavía hinchados, el pantalón de trabajo todo manchado de grasa.

Una señora entró y se presentó. Le pidió que se sentara y, mientras servía agua para los dos, de una jarra que ya estaba en la mesa, le preguntó si sabía porque estaban ahí.

—Este banco administra, desde hace muchos años, el dinero de su padre.

El padre de Marcelo había sido uno más de esos inmigrantes españoles que llegaron después de la guerra. El gallego Baygorria la conoció a Teresita en un bar de Flores y, al poco tiempo, se casaron. 

—Trabajo en este banco hace 30 años y le puedo asegurar que no hay ningún error.

Compró una casita con patio que él mismo arregló. Con la ayuda de un amigo desmontaron el portón del garage y armaron la ferretería en la que viviría toda su vida. 

—El estado de cuenta está en la primera página, junto con los documentos que, a partir de hoy, acreditan su titularidad. Cada una de los anexos muestra los fondos en los que el dinero ha sido invertido.

Los Baygorria guardaban los pocos ahorros que tenían en una lata de aceite marcada y escondida entre todas las demás. Todos los viernes, el gallego separaba lo necesario y le daba el resto a Teresita para que lo guardara. Fue con ese dinero que compraron la primera camioneta.

—Aproximadamente unos 45 millones. Sí, sí, de dólares.

Marcelito creció en esa misma casa, porque el gallego nunca se mudó. De chico era todo talento. Se la pasaba dibujando cómics en galaxias que se inventaba, historias manuscritas de ciencia ficción que acumulaba a medida que crecía.

—Las cuentas fueron abiertas hace poco más de 35 años, dos meses antes de que Usted naciera.

Como no había plata, las navidades eran todas parecidas. No eran muchos de familia, pero se juntaban con los primos en el patio del fondo. La mesa destartalada, un rejunte de vasos y platos de todos los colores. Teresita le ponía magia a todo. Armaba un árbol de navidad con cosas de la ferretería y un cielo entero hecho de bombitas de luz, que desarmaba apenas terminaba el 24,  para poder devolverlas a las bateas del negocio.

—Sí, el dinero fue invertido en una sola transferencia ¿El saldo inicial? Dejeme ver los papeles. Aquí lo tiene, unos diez millones aproximadamente. 

Los regalos solían ser algunas herramientas y muchos lápices de carpintero, que Marcelo afilaba con una navaja, porque los buenos para dibujar eran carísimos. Tenía pasión por la música y por los juegos electrónicos que, por entonces, ya empezaban a conectarse a los televisores. O mejor dicho, a la única tele que tenían, con el control remoto envuelto en plástico y que había que desenchufar después de usar para que no gaste tanta electricidad. Marcelo veía el esfuerzo de sus padres y nunca se quejaba. Aprendía leyendo revistas prestadas, jugando de a ratos en lo de algún amigo de la escuela.

—No lo sé con exactitud, pero fue una herencia que recibió de un familiar de España.

Apenas terminó la secundaria, Marcelo empezó a trabajar con su papá. De un día para el otro dejó de dibujar y se olvidó de escribir historias. Se había ilusionado con la idea de ser arquitecto, de regalarle una casa grande a su mamá. Pero cuando quiso hablar con su viejo, solo encontró silencio.

—Se juntó una vez en esta misma sala, con un abogado de inmigración. Quería saber los requisitos para que Usted pudiera estudiar en los Estados Unidos. 

Estuvo mirando los horarios de la noche, pero se juntaban mucho con los de la ferretería. En la semana cerraban a las 8 y las clases empezaban a las 7, del otro lado de la ciudad.

—Nunca retiró un peso. No pidió, siquiera, que le imprimiéramos cheques, ni tarjetas de crédito.

Hacía algo más de 10 años que la madre de Marcelo había muerto. Complicaciones renales que traía desde chica, la pusieron en diálisis a la espera de un transplante que nunca llegó. Falleció en el hospital Vélez Sarsfield con apenas 60 años.

—Lo siento mucho Señor Baygorria, nunca supimos que su madre necesitaba un trasplante. Sepa Usted comprender que son cosas que no están a nuestro alcance. 

—¿Quiere que lo deje solo? ¿Pasar un momento al baño? ¿Le pido un té? ¿un poco más de agua?

El hombre de traje, que había conocido esa mañana en el cementerio, entró a la sala después de golpear dos veces. Marcelo no había notado el acento español.

—Esa llave que ahora tienes en tu poder, nada tiene que ver con los documentos, ni con el dinero que tu padre te dejó. Si me lo permites, te puedo acompañar para que tú mismo verifiques el contenido de la bóveda de seguridad. 

Marcelo recibió los documentos que la señora le entregaba y se despidió. Caminaron en silencio por un pasillo lleno de puertas cerradas. Tomaron otro ascensor, que bajó hasta el tercer subsuelo. Al salir los recibió un guardia, igual al de la entrada, o quizás era el mismo. El grandote los dejó solos frente a una puerta blindada con dos cerraduras.

—Yo era amigo de tu padre, del pueblo. Crecimos allí, vinimos juntos de Asturias. Hasta hoy, era el único que conocía de la existencia de su fortuna. — sacó una llave idéntica a la de Marcelo y le pidió la suya. — Intenta no juzgarlo, Marcelo. Se encontró con todo el dinero de golpe — giró las dos llaves al mismo tiempo y la puerta pesada comenzó a abrirse sola. 

Marcelo entró al cuarto chiquito y una luz de LED helada lo inundó todo.

—Mira, todo esto lo compró para ti. 

En los estantes  grises de metal encontró cajas enormes de lápices de colores, frascos con bolitas japonesas, grafitos para dibujar, carbonillas, hojas canson y pinceles. 

—No te lo pudo dar, no es que no quisiera. La gente habla. Ya sabes como somos los de pueblo. Si malgastas, muchos piensan que no has trabajado, otros te envidian.

También dos equipos de audio, parlantes, cientos de vinilos, singles y cassettes importados. Muñecos chiquitos de la guerra de las galaxias, naves, figuritas. Un equipo de VHS, videos y CDs. Super héroes articulables, pósters de películas y autitos de colección. Una computadora Commodore de las primeras, un Atari sin abrir y un montón de cajas de zapatillas importadas. También revistas, montones de libros, cómics originales en inglés. En el centro del cuarto un tablero de dibujo, de esos que usan los arquitectos; ahí, las llaves de un Peugeout y una cédula verde a su nombre.

—Chaval, trata de entender. Tuvo mucho miedo

—¿Miedo? ¿Mucho miedo? ¿De qué mierda tuvo miedo? ¿De que mi vieja se muriera?

Buscó aire apenas ganó la calle y vomitó en un rincón. La gente le pasaba por la espalda, ajena a lo suyo, entretenida, contenta quizás, como alguna vez había estado su mamá en esas noches del cielo de bombitas. Caminó dos cuadras hasta encontrarse solo, se apoyó contra la pared y, de a poco, se dejó caer hasta sentarse en la vereda. Lloró un rato largo, para intentar ahogar la bronca. Estuvo ahí tanto tiempo, que hasta perdió la cuenta.

Fue hasta la costanera cuando caía la tarde. Se compró un choripán en un carrito y se quedó mirando el río y el sol que se iba, sentado en la baranda de cemento, pateando piedritas y tirándole pan a dos gorriones que quedaban. Cuando terminó, juntó los documentos, rompió los papeles en 2, 4, 8 pedazos y los soltó en el agua. Después buscó la llave en el bolsillo del pantalón, tomó envión y la tiró lo más lejos que pudo.


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