viernes, 26 de agosto de 2022

Bondi Crush

 Agustina espera el colectivo temprano como cada martes. Textea con los auriculares puestos, una medialuna a medio comer y la mochila colgada de un hombro. Se hamaca sin querer, al ritmo de la música que escucha en el celular, apoyada de cara al sol en una de las columnas de la parada. Usa el pelo suelto, una remera de los Rolling Stones y las zapatillas desatadas. Acaba de cumplir 24, pero todavía tiene cara de nena.

Desde que se separó hace dos años, volvió a vivir con sus padres en un departamento con vista al rio, en su cuarto de la escuela secundaria, con un auto nuevo guardado en el garage del primer piso. 

Mientras se termina la medialuna, el 102 azul y rojo de Gustavo acelera por Las Heras. Agustina no lo sabe, pero el colectivero no puede dejar de pensar en ella desde ese primer martes que la vio. Aunque sea bastante más chica, aunque se haga la que no tiene plata, aunque no le pertenezca ni un poco. 

Gustavo pasa finito en el tráfico para cumplir su cronograma, mira el reloj, espera lo justo en cada parada. Ahora suena el timbre de la puerta de atrás. Es una madre con dos chicos. Gritan y se empujan, mientras bajan los escalones a los saltos. Gustavo espera paciente, los mira por el retrovisor, sonríe sin querer. Nada le hubiera gustado más que tener un hijo, una familia que lo esperara todos los días. Pero las bocinas lo devuelven a la ciudad, entonces cierra la puerta, pone primera y arranca una vez más. 

Está ahí sentado desde las 6 de la mañana y va concentrado; la vida le enseñó a manejar de memoria, sin mirar mucho a nadie. Antes los amigos llenaban sus días, era todo corazón y se reía de los problemas. Pero su mujer se murió en un accidente. Y así se quedó solo una tarde, con las tazas del desayuno en la mesa, con su perfume en las sábanas, acariciando la letra de maestra de los cuadernos recién corregidos.

Hoy solo piensa en la chica que sube los martes. También un poco en su mujer, aunque ya hayan pasado 10 años. Quizás vaya al cementerio el sábado y le cuente lo que le está pasando. Se acomoda el pelo en el espejo y abre un poco más la ventana. No hace tanto calor. Endereza la foto que lleva en el tablero, la acaricia sin querer.

En la parada, Agustina se pone en puntas de pie para buscar al 102 de Gustavo en el fondo de la avenida. No para de textear mientras mira el horizonte, sus pulgares se mueven rítmicos sobre la pantalla como si tuviesen vida propia. Se tendría que haber puesto los otros jeans, piensa. Se mira las manos, se toca el cuello. No quiere reloj, ni collares; los usa tanto que se olvida que los tiene puestos. No quiere que el colectivero sepa que tiene plata y se espante, no quiere que los chicos de la escuela, donde hace las pasantías de la facultad, la subestimen. 

Llega un colectivo, pero no es el 102 que ella espera; este lo maneja un señor que parece su papá. Qué HORROR que me guste un colectivero!!!!!, escribe en el celular y agrega dos emojis, mientras se corre a un costado y la gente se pone en fila para subir. ¿Qué le diría su mamá si se enterase que le gusta un tipo así? ¿No era la mucama la que estaba de novia con un colectivero?, piensa y tuerce la boca.

Gustavo acaba de darse cuenta de que se manchó la camisa con café. Se mira en el espejo central y se ve gordo. Piensa en las milanesas de su mamá, en la chica de los martes, otra vez mira, acomoda la foto.

Solo quedan cuatro personas en la parada cuando Gustavo acerca su colectivo al cordón. Agustina apura el paso cuando lo ve, se pisa un cordón y tropieza al subir. 

—Tenés las zapatillas desatadas —le dice el que viene detrás. Ella se ríe, se saca el pelo de la cara y le dice que ya sabe, que las usa así. 

—Te vas a matar — insiste el pibe, pero Agustina ya no le presta atención. Tiene la mente puesta en la máquina, en la tarjeta SUBE que nunca le anda.

—Al revés —, dice Gustavo bajito desde el asiento del conductor; no puede parar de mirarla.

 La piba le sonríe, cierra los ojos un instante y parece poder contener el calor que le invade el cuello y la cara. La tarjeta se le va de las manos al sacarla, cae justo debajo de la máquina. Agustina se agacha y ahora es uno de sus auriculares el que rebota dos, tres veces en el piso de goma. Con el audio libre el celular suelta una canción por el speaker, la gente mira, la fila se frena, se atora apilada detrás de ella. Junta todo como puede, mete las cosas en la mochila y se tira en el primer asiento despeinada, resoplando. Con el colectivo en marcha cierra los ojos, se ajusta los auriculares una vez más y pone play; la música la protege de la vergüenza, de lo real, del miedo. 

No hace tanto que volvió a vivir con sus viejos. Se casó joven, rápido quizás. Lo encontró a su marido con una mina en el auto ese que ahora tiene en el garage. Volver a la facultad la ayuda, pero no puede vivir sola, No se anima. 

Su teléfono no para de desplegar mensajes: emojis de colectivos, corazones y signos de pregunta iluminan la pantalla sin parar. Agustina se ríe al leer, revolea los ojos, se muerde el labio y responde.

Gustavo espía una vez más por el espejo y la encuentra mirando por la ventana. Le gustaría saber qué pasa por su cabeza, cuántos años tiene. Dobla en una esquina, saluda a un chofer de otro colectivo y piensa: ¿Qué diría mi vieja si me aparezco con esta pendeja en casa? Quizás se alegre ¿No tengo derecho a empezar de nuevo?

Agustina hace un globo con el chicle, juega con su pelo. ¿Le pido el teléfono? ¿La llamo, o le tengo que mandar un mensaje? Es linda cuando se ríe. ¿Qué le causará tanta gracia?

A dos cuadras de la parada Agustina se para en busca del timbre.

— La mochila —, le avisa Gustavo al ver que la deja abierta en el piso, un delantal blanco asomando arriba de todo.

—Ay Dios, gracias; hoy estoy más pelotuda que nunca —. Se la cuelga de un lado y piensa que el colectivero tiene linda voz.

—Bajá por esta puerta, no hay problema. ¿Sos maestra? 

—Estoy en eso, volví a estudiar hace poco. Me llamo Agustina, ¿vos?

—Gustavo. ¿Te gustan los Stones?

—Más o menos, es la remera nada más.

Gustavo frena, abre la puerta. Agustina hace chau con la mano y baja la escalera. 

—¿Te veo el martes? — le dice él desde el asiento apenas la ve pisar la vereda.  

Agustina se da vuelta, sonríe y el celular vuelve a iluminarse en su mano. Quiere decir algo, pero el mensaje suena otra vez. Mira la pantalla, se tienta, textea y levanta la vista. De frente solo le quedan los autos que pasan. El colectivo de Gustavo se pierde en el tráfico, acelera en busca de la próxima parada.

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