sábado, 24 de diciembre de 2022

El enano

Una pelota Tango como la del mundial ‘78 era todo lo quería Ricardito para su cumpleaños. Se tuvo que conformar con un póster de la selección y una Pulpo comprada en el kiosco de la esquina. El problema de ser chico y cumplir los años una semana antes de la Navidad; siempre te tocan dos regalos de morondanga.

Igual andaba contento. La pelota no era del tamaño reglamentario, pero tampoco del todo chica para poder jugar en la calle. Como era de goma no había que inflarla y las rayas finitas disimulaban la mugre. Eso si, rebotaba como loca en el asfalto y era difícil de controlar sobre todo cuando venía rápido o mojada. Era lindo pegarle fuerte y verla abollarse contra la pared. O mirarla cuando corría bien pegada al piso, ligera y diligente, casi como si tuviese vida propia. 

El verano recién arrancaba y, como estábamos de vacaciones, nos pasábamos el día entero pateando contra el garage de la casa de Ricardo. El portón de madera era para nosotros un arco profesional como el de la final contra Holanda; un frontón de cuatro metros por dos que sonaba como un bombo cada vez que la Pulpo pegaba en los listones. 

Cuando los goles eran muchos y el portón rebotaba demasiado, la mamá de Ricardito salía a la vereda a los gritos. Puta y otras barbaridades le decía Ricardo al verla. Pero a Alicia los insultos poco le importaban; le tiraba del pelo o de la oreja, después se llevaba la pelota y nos quedábamos sin jugar hasta nuevo aviso.

El consultorio del doctor Baygorria quedaba en la misma cuadra, a dos casas de la mía y en frente de lo de Ricardo. Vivíamos en un pasaje angosto, sin tráfico, metido entre dos cortadas. La calle estaba siempre vacía, casi como una plaza privada de cemento. Pero los lunes y miércoles, como a eso de las cinco, el pasaje se llenaba hasta arriba. Los autos de los pacientes estacionaban de los dos lados, apretados entre si y casi no dejaban lugar para jugar. Por suerte el arco de la casa de Ricardo era un garage que tenía que quedar libre y los pelotazos contra el portón seguían como si nada. 

Hasta ese lunes 23 de diciembre. Era un lunes más, de esos llenos de autos; los pacientes del doctor llegaban todos juntos. Ricardito hacía jueguito con la Pulpo en la mitad de la calle, esperaba por un coche que maniobraba para estacionar. La subía, la bajaba, la golpeaba de vez en cuando con la cabeza, era bastante hábil. Yo solo esperaba parado el portón, al arco, atento al disparo. Cuando el tipo se bajó del auto, Ricardito paró a la Pulpo de pecho. La pelota de goma levitó sobre su cabeza por un instante y después empezó su descenso recto, suave. Sin sacarle la vista de encima, sin mirar el portón, la agarro de volea como venía, dándole de lleno con todo el empeine. La Pulpo salió como un misil, recta, cortando el aire de la tarde. No llegó nunca al portón. Se estrelló entera contra la puerta de una camioneta roja que acababa de llegar. 

El estruendo en la chapa dejo a la cuadra en silencio. Los pacientes que esperaban por sus turnos fumando en la vereda se quedaron quietos, nosotros también paralizados. Tan muda quedó la cuadra, que lo único que se escuchó fue el rebote de la Pulpo en el asfalto.

La pelota quedó ahí cerca, apoyada contra una de las ruedas de la camioneta. La puerta recién abollada se abrió de par en par, y un enano con cara de enojado saltó a la calle. Aterrizó con sus dos pies juntos, levantó la pelota con una sola mano y, sin decir nada, la tiró adentro de la camioneta. Después cerró con llave, estirado en puntas de pie, y se metió en la sala de espera del Dr Baygorria. 

Un “hijo de puta” tibio y sin convicción quedó suspendido en el aire, pero fui yo el único que lo escuchó. Y ahí nos quedamos, los dos en la calle, mirando la puerta abollada y otra vez sin la pelota; esta vez para siempre.  

—Jodete por pelotudo, — dijo Alicia cuando fuimos a contarle. —Metete vos en el consultorio y decile “puto” como me decís a mi. O contale que sos el hijo de Kempes, por ahí tenés suerte y te la devuelve. Y se quedan acá, no salen más. Lo único que falta que este tipo sepa donde vivimos y que por recuperar esa pelota de mierda tu padre tenga que pagar el arreglo de una camioneta nueva. 

Apenas Alicia volvió a la cocina, le dije a Ricardito que había que abrir la camioneta. Se mordía los labios y, sin mirarme, solo negaba con la cabeza.

—Así de limpia la tiene que tener guardada. Y si tiene garage en la casa, la deja abierta, con la llave puesta. Hay que averiguar donde vive. Mañana hablamos con Betina.

Betina era la hija del doctor; una gorda simpática que estaba enamorada de Ricardito y que, de vez en cuando, ayudaba a su papá en la oficina. Los Baygorria vivían arriba del consultorio, habían convertido la vieja cocina de planta baja en oficina y el living en sala de espera. 

Estaba feliz con la visita; hasta nos preparó leche chocolatada con vainillas. Para disimular un poco le habíamos dicho que queríamos hablar con ella para organizar la fiesta del cumpleaños de Ricardo que, todavía, no se había podido festejar.

Con la boca llena de una vainilla recién ensopada, empezaron las preguntas. “Un enano” … “con una camioneta roja”. Betina nos explicó que las fichas de su papá no decían si los pacientes eran enanos o de que color era la camioneta que tenían. Yo dije que tenía la ropa muy colorida y Betina se quedó pensando. —Mi viejo habla de un paciente que siempre viene vestido de verde. ¿Era verde la ropa?

Mario Hansen tenía 38 años y vivía en Mataderos, como a unas cincuenta cuadras de casa. “Soltero”, rezaba la ficha. —Tenía que vivir solo este enano hijo de mil puta — me dijo Ricardito ni bien Betina cerró la puerta —. Anda a buscar la bici que salimos ya.

—Vos estás en pedo, mi vieja no me deja ir tan lejos.

—Decile que vamos a la plaza.

—¿Y si llegamos y no está?

—¿No leíste la ficha?

—¿La de Betina? Si. Mario Hansen, 38, soltero.

—¿Domicilio comercial? ¿No lo viste? El mismo de la casa. 

—Andá a buscar la bici y decile a tu vieja que vamos a la plaza. En dos horas volvemos con la pelota.

El enano vivía en una casa recién pintada con un patio adelante. Ricardito tenía razón, ahí estaba estacionada la camioneta roja.

—¿Vos sos boludo? Si tocamos el timbre no sale. Para que va a salir si nos puede ver desde adentro. Con esta reja de punta a punta no hay lugar para esconderse. Le pregunté por las bicis. —Las atamos al palo de la esquina — me dijo como si todo lo tuviese planeado.

El cable con candado que había llevado no alcanzaba para las dos bicicletas, así que atamos la mía y apoyamos la otra bien cerca para que pareciera que estaban aseguradas las dos juntas.

Nos trepamos por la reja a la pared medianera y de ahí saltamos al patio justo en el espacio que quedaba entre la camioneta y el muro. Tiré de la manija de la puerta del acompañante. Cerrada. Ricardito ya se había trepado a la parte de atrás y abría la ventana corrediza de la luneta.

Se metió de golpe sin abrir del todo y quedó trabado a la altura de la cintura. —Abrila más —me decía. A medida que yo corría el vidrio un poco más, se estiró hasta alcanzar el volante y meterse del todo; en ese momento se abrió la puerta del frente de la casa de par en par. Seguro era el enano, pero desde arriba de la caja no lo veía. Lo que si vi fue un ovejero alemán desesperado raspando la camioneta para trepar por la parte de atrás.  Me metí al habitáculo por la misma ventana chiquita y Ricardo pudo cerrarla justo antes de que el perro impactara contra el vidrio. 

Ladraba sin parar, la baba, los dientes, el vapor, el hocico golpeando la ventana. Fue en ese momento que sentí el motor encenderse. Ricardo estiraba las piernas para llegar a los pedales, con el motor en marcha forzaba la palanca de cambios del volante. La carrera de piloto le duró cinco segundos. 

De golpe pararon los ladridos; por mirar a mi amigo no me había dado cuenta de que el perro ya no estaba arriba de la caja.

—¿Ustedes dos otra vez? ¿Son pelotudos? ¿A quién carajo se le ocurre meterse en una casa con un perro como este? —. Gritaba como loco y sostenía al ovejero del collar de estrangulamiento, pero su tono era compasivo. —Bajen, bajen. Tranquilos que no pasa nada, no muerde si está conmigo. La pelota está ahí en el tablero. ¿Cómo te llamás? —. Yo contesté rápido, pero el tarado de Ricardo se tentó con el tono nasal de su voz. —Dame la pelota pendejo —. El enano ahora estaba más caliente que al principio. —Tirala ahí y rajen de acá ya mismo si no quieren que les suelte el perro —. El ovejero mordió la Pulpo cuando la vio rebotar y la pinchó, después empezó a ladrar otra vez, como si entendiera.

No nos daban las piernas para correr hasta la esquina. Me subí a la bici que había quedado desatada y Ricardo se trepó atrás. Sin decir nada pedaleamos un rato cada uno, hasta llegar a casa justo para almorzar. Ricardo había pronosticado bien, dos horas en ir y volver. Pero la pelota seguía en lo del enano y ahora mi bici estaba atada al palo de la esquina de su casa. 

—Me da miedo volver —, me dijo mi amigo al otro día y la verdad que que yo también estaba asustado. 

El resto de la semana pasó sin pena ni gloria. Sin bici, sin pelota, sentados en la vereda descartando planes imposibles. El 24 a la tarde no tuvimos mejor idea que subir a la terraza de casa para tirarle piedras chiquitas a los que pasaban por la vereda. Apenas nos asomamos vimos la camioneta roja estacionada contra el cordón; la puerta abollada como el primer día. Lo paré. Ricardo estuvo a punto de vaciarle el balde entero con piedras en el techo.

El enano estaba otra vez vestido de verde, su perro caminaba la caja de la camioneta en círculos, las orejas en alto, alertas. El tipo charlaba con Alicia que miraba para todos lados, buscando a su hijo, se mordía el labio y secaba sus manos con un trapo que traía de la cocina. 

—Cagamos — me dijo. —Vino a buscar la guita del arreglo. 

“Ricardooooo,” gritaba Alicia al viento. Siempre salía a la calle para llamarlo a la hora de comer; esta vez era para darle otro tipo de bife.

—Acompañame que me mata. 

Cruzamos la calle callados, Ricardo medio escondido atrás mio, atento a su madre, las manos fuera de los bolsillos para cubrirse por si le revoleaba un tortazo.

—El señor dice que es amigo de ustedes dos — dijo Alicia levantando las cejas apenas nos vio —. Ella mejor que nadie sabía quien abollado la camioneta. —Dice que tiene algo para ustedes, que se los quiere dar por la Nochebuena. 

—Somos grandes nosotros dos, eso son cosas de chicos chiquitos.

—Grandes y pelotudos — Alicia le dio con el trapo en la cabeza.

El enano festejó el castigo y abrió la puerta de la camioneta. Nos dio una bolsa de plástico blanca a cada uno: dos pelotas Tango nuevas, divinas, igualitas a las de la final—La bici se la dejé a tu mamá. — me dijo y me pasó la mano por la cabeza.

—¿No le van a decir nada al señor? — Yo dije muchas gracias dos veces. Ricardito le dio un beso al enano y los cachetes se le pusieron colorados de repente.

—Una pregunta, señor — Ricardo sostenía la Tango con las dos manos y la golpeaba contra uno de sus muslos sin sacarle la vista de encima. —¿Ustedes son los que trabajan con Papá Noel? 

Alicia le dio de nuevo con el trapo para pararlo, pero el enano ya lo había escuchado. Se dio vuelta y se quedó ahí por un momento, serio, mirándolo directo a los ojos. Después se llevó las manos a la cintura, buscó el cielo y respiró hondo. —¿Vos querés que te vuelva a soltar el perro?





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