El sábado pasado, antes de desayunar, pasé por lo del relojero a cambiar la pila de un Casio y me encontré con el local cerrado, casi vacío. La luz de tubo seguía encendida, pero ya no estaban las herramientas, ni la lupa gigante con la que Elías arreglaba los relojes. Se habían llevado también su silla, el cartel de representante de Rolex, los relojes digitales y las calculadoras para vender. Quedaba el mostrador de fórmica percudido, desolado.
Nunca había visto las paredes color vainilla tan desnudas. Solo un póster de Citizen descolorido por el sol y un diploma de un torneo de dominó. Alineadas en lo alto de la pared del fondo, cinco manchas redondas idénticas, grandes como discos de vinilo. Eran las huellas indelebles de cinco relojes, de la hora de cinco ciudades.
"Gracias por estos 30 años", decía el cartel escrito en inglés, pegado en la puerta de vidrio.